Tumgik
#historia gay
eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 15: Un Sueño
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14
—Hola Rubén, vengo por el Sebastian.
Las palabras de aquel desconocido tomaron por sorpresa a Rubén, quien en primer lugar pensó que estaba soñando.
“Vengo por Sebastian”. Las palabras se repitieron en su cabeza como un eco incesante, mientras Rubén lentamente se daba cuenta que estaba en una camilla de hospital.
Miró sus brazos con moretones, conectados a vías de suero, mientras un dolor insoportable y una sensación de incomodidad empezaron a hacerse patente en su cuello y cabeza, donde Rubén notó que tenía puesto un cuello ortopédico.
“Vengo por Sebastian”.
De alguna forma, Rubén llegó a la conclusión que ese desconocido estaba ahí para atacar a Sebastian, con quien al parecer estaba él al momento de tener algún tipo de accidente.
—¡Sebastian! —gritó Rubén, para alertar a su mejor amigo, sin saber dónde estaba exactamente.
Producto del pánico, Rubén siguió gritando e intentó arrancar de ahí. Se quitó el cuello ortopédico aparatosamente y lo tiró al suelo, mientras que trató de tirar de las vías que tenía en los brazos, pero la debilidad que sentía le impidió hacerlo. Sus gritos alertaron a una de las enfermeras que estaba cerca de su box, quien se acercó rápidamente a ver lo que estaba pasando.
—No, no, Rubén, silencio —se acercó a decirle el desconocido, que intentó taparle la boca, provocando que Rubén gritara incluso más fuerte.
Haría lo que fuera por salvar la vida de Sebastian.
Rubén intentó levantarse, pero los fuertes dolores desde los hombros hacia arriba le impidieron hacerlo, y solamente logró quedar recostado de lado, prácticamente en posición fetal, vulnerable ante aquel desconocido.
—¿Qué está haciendo usted acá? —preguntó una joven enfermera de largo cabello negro, con tono inquisitivo.
El desconocido se quedó en silencio, incapaz de revelar sus reales intenciones.
—¡Sebastian! —aprovechó de gritar nuevamente Rubén, con menos fuerza que antes, en un último intento de salvar a su mejor amigo.
La enfermera se acercó a examinar a Rubén, que estaba llorando producto del profundo dolor que sentía.
—¿Qué sientes? —le preguntó a Rubén, suavizando el tono, mientras analizaba la pantalla donde se visualizaban los signos vitales.
—Me duele —murmuró Rubén, tocándose el cuello y la cabeza.
La enfermera miró alrededor suyo y visualizó el cuello ortopédico tirado en el suelo.
—No debes quitarte el cuello. Lo tienes puesto por una razón —le indicó con severidad la joven profesional—. Hablaré con el médico para que te recete nuevos medicamentos para el dolor y la ansiedad. Y usted —agregó, dirigiéndose al desconocido—, salga de acá. Tiene prohibido ingresar a los box de atención sin autorización.
El joven se quedó en silencio, inmóvil, como decidiendo si insistir en hablarle a Rubén u obedecer a la muchacha.
Rubén cerró los ojos, para ver si concentrándose de esa forma podría espantar el dolor, y pudo escuchar la llegada de un par de personas más, pero no supo quiénes eran.
Al cerrar los ojos rápidamente se sumió de regreso en su mundo onírico, como método de escape del dolor y sufrimiento que estaba sintiendo.
—¿Me ayudan sacando al joven de aquí, por favor? —pidió la enfermera al guardia de seguridad que acababa de llegar al box con un paramédico.
Javier se quedó inmóvil, incapaz de obedecer. La reacción de Rubén lo había descolocado.
—Venga conmigo, joven —le dijo el añoso hombre de seguridad.
La voz del hombre sacó a Javier de su ensimismamiento, y por fin se percató de que era su última oportunidad.
—Rubén, el Seba te ama —le dijo, aprovechando el silencio, y descolocando a los presentes.
Javier no sabía si lo escuchaba, ya que tenía los ojos cerrados desde hace varios segundos, pero valía la pena intentar.
—Te ama, Rubén. No lo olvides —insisitió Javier, al momento que el guardia lo tomaba del brazo para escoltarlo hacia la salida.
Javier dejó que el guardia lo guiara hasta la sala de espera, donde vio a Felipe y al padre de Rubén intentando vencer el sueño, sentados en un rincón.
Se dirigió caminando hasta la salida, y en el frío de la madrugada se puso a pensar qué hacer a continuación.
Estaba completamente solo y sin dinero en una ciudad que no conocía, después de perder a su único amigo, y también acababa de desperdiciar su oportunidad de cumplir con su propósito: no había logrado comunicarle a Rubén efectivamente su mensaje.
La pregunta en ese momento era si debía rendirse, o seguir insistiendo.
En el estado que estaba Rubén le resultaría muy difícil entregar el mensaje. Internado en el hospital, con vigilancia médica en todo momento, acercarse a él sería una tarea titánica.
Por otro lado, no podía darse el lujo de esperar a que lo dieran de alta e ir a verlo a su casa (que no estaba seguro de poder encontrarla nuevamente), porque no tenía idea cuanto tiempo estaría en el hospital.
Una sensación amarga de fracaso se apoderó de él. Sentía que le estaba fallando a Sebastian al no hablar con Rubén.
Finalmente decidió quedarse al menos todo el día ahí, y ver si podía obtener novedades respecto al estado de salud de Rubén.
Eran las nueve de la mañana y Felipe divisó a la distancia al muchacho que acompañaba a Sebastian la noche anterior. El joven llevaba una mochila militar y fumaba tranquilamente en el estacionamiento de la urgencia del hospital. “Seguramente es un compañero de regimiento de Sebastian”, pensó.
Seguramente pretendía hablar con Rubén y entregarle algún mensaje sobre Sebastian, supuso. Pero, ¿qué tendría que decirle?
—Voy a fumar —le dijo Felipe a Jorge, quien asintió en silencio.
Felipe salió al estacionamiento para hablar con el desconocido, quien sonrió socarronamente al verlo.
—¿Tienes fuego? —le preguntó Felipe, queriendo iniciar una conversación.
El joven no dijo nada, ni siquiera asintió. simplemente buscó en el bolsillo de su pantalón el encendedor y se lo extendió.
Felipe encendió su cigarrillo y le devolvió el encendedor al desconocido. Le dio un par de piteadas y luego botó el humo, buscando las palabras para iniciar la conversación.
—¿Qué haces acá? —le preguntó al joven.
Javier levantó las cejas en señal de sorpresa por la patudez de su pregunta.
—Estoy fumando —respondió Javier, con sarcasmo.
Felipe lo miró serio, molesto por su respuesta, pero intentando no demostrarlo.
—Estuviste en la casa del Rubén anoche, con el Sebastian. Hablaste con su papá —le dijo Felipe, demostrando que no estaba para nada perdido, recordando lo que Jorge le había contado durante la madrugada.
—Nada mal —se rio Javier—. Ahora dime qué me depara el futuro —agregó con sorna.
La sangre le hirvió a Felipe por la respuesta de Javier, pero no iba a dejar en evidencia su molestia.
—Tienes que irte. No te necesitamos aquí —agregó Felipe, queriendo dar por cerrado su intercambio de palabras.
—No me voy a ir sin verlo —Javier se puso serio, confirmando las leves sospechas que tenía Felipe.
Ese joven estaba ahí para meterle cosas en la cabeza a Rubén. Probablemente pretendía pintar a Sebastian como el príncipe azul ideal, y dejarlo a él como un villano.
No estaría muy alejado de la realidad probablemente. Últimamente no había actuado de la manera más proba posible. Le había ocultado muchas cosas a Rubén, y al contárselas había provocado su accidente. Y eso que no le había contado aquello que realmente le agobiaba la mente.
—Ten un mínimo de respeto, por su viejo —le dijo Felipe, apelando a su tino.
Felipe tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo, y lo pisoteó con la zuela de su zapatilla para apagarlo bien. Entró nuevamente a la sala de espera con una sensación amarga.
Realmente se sintió como el villano de la película en ese momento.
—¿Café? —le ofreció Jorge a Felipe, extendiéndole un vaso apenas se sentó nuevamente a su lado.
—Gracias —aceptó Felipe, esbozando una sonrisa.
De verdad creía que lo más sano para Rubén y su padre en ese momento era mantener todo lo más tranquilo posible, y dejar cualquier tipo de conflicto lejos de ellos.
Sebastian se levantó a botar el vaso de cartón del café, después de terminar de tomarlo, y luego se acercó a un teléfono público que estaba en la entrada de la sala de urgencias.
Estaba seguro que el aparato llevaba años sin funcionar, pero no perdía nada con intentar. Descolgó el auricular y sonaba un tono.
Funcionaba.
Le puso una moneda de cien pesos al teléfono y marcó el número de emergencia de la policía.
Lo hacía pensando en Rubén.
Se le formó un nudo en la garganta cuando una voz femenina le habló al otro lado de la línea.
—Carabineros, ¿cuál es su emergencia? —dijo la mujer.
—Hola, no sé si les compete a ustedes esta información, pero aquí donde estoy hay un soldado que se arrancó del servicio militar —le contó Felipe, tirando al agua al desconocido que le contaría a Rubén pestes sobre él.
Lo hizo pensando en el bienestar de Rubén.
Sebastian estaba sentado nuevamente en las escalinatas del regimiento de Antofagasta, esperando que llegara el transporte que lo llevaría de regreso a Arica, a seguir con su instrucción militar.
Olivares estaba de pie a unos metros de él, conversando con el Capitán Rodríguez en voz baja.
Los ojos le pesaban a Sebastian, después de haber llorado por largos minutos, sin importarle quedar como una persona sentimental o débil frente a los que habían ido a buscarlo a su casa. La casa de su padre, mejor dicho.
—Debería llegar en unos minutos —le gritó el Capitán desde la distancia que los separaba, anunciando la pronta llegada del bus.
Sebastian se sentía cansado, tanto física como mentalmente. Había amanecido hace un par de horas y él (al igual que sus acompañantes) no había dormido nada, y el haber estado tan cerca de poder volver a ver a Rubén, y luego enterarse que había tenido un accidente, sin poder verlo, le había agotado la mente.
Su mejor amigo podría estar luchando por su vida en ese momento y Sebastian no estaba ahí con él. Cada vez que pensaba en eso el pecho se le apretaba, provocándole un dolor punzante.
A los minutos llegó una furgoneta antigua y se estacionó en el mismo lugar donde había llegado el bus hace un par de meses.
—Llegó nuestro carruaje —anunció Olivares, acercándose a Sebastian para darle unas palmaditas en el hombro indicándole que se pusiera de pie.
Sebastian sin decir palabra alguna obedeció y se subió al vehículo, casi como un modo automático. Se sentó al fondo del furgón, y al cabo de unos segundos, Olivares se sentó a su lado.
“teniendo todo el puto furgón para elegir, se sienta justo al lado mío”, pensó con desagrado.
—El Capitán no nos va a acompañar —le comentó Olivares, cuando ya el furgón había dado marcha hacia la salida del regimiento.
A Sebastian se le ocurrieron un par de comentarios sarcásticos tras las palabras de Olivares, y le dio la impresión que el joven estaba esperando escucharlas, pero la verdad no tenía ganas de decirlas.
—Tú sabes, privilegios de descanso que le da el ser Capitán —continuó Olivares.
El silencio se apoderó del ambiente por un par de minutos, hasta que Olivares nuevamente intentó generar una conversación.
—Vamos al aeropuerto a tomar un vuelo comercial —le comentó el joven a sebastian—. El Capi compró los pasajes para el mediodía, con cargo a la cuenta de tu viejo.
No sabía por qué le estaba contando eso, pero Sebastian sintió un profundo odio por su padre en ese momento. Si bien no eran una familia de escasos recursos, el dinero tampoco sobraba precisamente en la casa, así que la idea de que su padre desembolsara dinero en dos pasajes de avión comprados a última hora para asegurarse que volviera al regimiento en Arica le generaba mucha tristeza y rabia.
Sebastian se mantuvo en silencio hasta llegar al aeropuerto, con la idea de Rubén en el hospital dando vuelta por su mente constantemente, preocupado por su amigo.
Mientras esperaban a que pasara el tiempo para subir al avión, Olivares seguía intentando buscarle conversación, seguramente para distraerlo del pésimo momento que estaba viviendo.
—¿Cómo lo has pasado en el Servicio? —le preguntó el muchacho—. Me acuerdo que no querías ir.
Sebastian se sorprendió al saber que Olivares se acordaba de él, del día en que tuvo que marcharse hacia Arica, y no le quedó otra que responder.
—Es un poco menos terrible de lo que pensé —respondió Sebastian, intentando no sonar tan agradado con la experiencia.
Si bien odiaba el servicio, al menos había conocido a Javier y a Simón. Solo por ellos no lo catalogaba como un total desastre.
—¿Ves?, te lo dije —Olivares se rio, y le dio una palmadita en la espalda—. No era tan terrible.
Matias Olivares le ofreció algo para comer, explicándole que después todo sería reembolsado para cobrarle a su padre, y Sebastian aceptó con gusto comer en uno de esos restoranes caros del aeropuerto.
—¿Te puedo preguntar algo? —consultó con cautela Matias, mientras esperaban que llegara la comida que habían pedido a la mesera hace unos segundos.
El corazón de Sebastian se detuvo por unos milisegundos, como a cualquier persona cuando escucha esa pregunta. Finalmente asintió.
—¿Qué pasó con Rubén? —le preguntó con curiosidad, provocándole de inmediato un nudo en la garganta a Sebastian.
Los ojos se le llenaron de lágrimas ante la posibilidad de hablar con él. Sebastian sentía que, de alguna forma, verbalizar la situación de su mejor amigo, harían más probable que todas sus preocupaciones se hicieran realidad.
—¿Cómo sabes su nombre? —preguntó Sebastian con la voz temblorosa, queriendo desviar un poco el tema.
—Lo nombraste anoche cuando te fuimos a buscar, mientras llorabas —respondió Matias, bajando la mirada al decir la última palabra, como avergonzado.
Sebastian asintió y comenzó a sentir comezón en todo el cuerpo, en señal de nerviosismo por la posibilidad de haber dejado muy claros sus sentimientos hacia Ruben frente a ese completo extraño.
—Rubén es mi mejor amigo, y anoche tuvo un accidente —le contó en primer lugar, intentando retomar el dominio de su voz—. No sé exactamente qué le pasó, o cómo está; si está bien o no —la voz se le volvió a quebrar, y se tapó el rostro con las manos para que Olivares no lo viera llorando.
Matías acercó su silla hasta quedar al lado de Sebastian y le dio un incómodo abrazo, que a pesar de la posición, Sebastian sintió su contención.
—Estoy seguro de que está bien —le dijo Olivares al oído—. Las malas noticias son las primeras en saberse.
Tenía cierta lógica su aseveración.
—Justo su padre iba saliendo cuando mi viejo me pescó y me hizo entrar a la casa. Dijo que después de hablar conmigo me llevaría al hospital a verlo —continuó, aún con mucha pena.
—Tu viejo es un conchesumadre —murmuró con rabia Olivares, y Sebastian asintió.
Al rato llegó la mesera con la comida, y ambos devoraron lo que habían pedido, haciendo patente el hambre que tenían ya a esa hora.
—¿Te escapaste solo para ver a Rubén? —quiso saber Olivares, mientras comían.
Sebastian asintió, sonrojándose un poco, y esperó que Matías no lo haya notado.
—Estaba de cumpleaños ayer —ahondó, con pena al recordar su trágica celebración—. Iba a cumplir dieciocho.
—Cumplió dieciocho —lo corrigió Matías—. Tiene dieciocho ahora.
Sebastian asintió, avergonzado por su pesimismo.
—Debe ser un muy buen amigo, como para merecer haberte arrancado por él, y arriesgarte a los castigos —comentó Olivares.
Sebastian lo miró a los ojos, y sintió la necesidad de arriesgarse. Podía sincerarse completamente con Olivares y así apelar a su empatía para que le permitiera ir a ver a Rubén; o en caso contrario, solo aseguraría que el joven que estaba sentado a su lado fuese homofóbico y lo mandara hacia el regimiento con una nota de no liberarlo nunca más.
Prefirió tomar el riesgo, y asintió a las palabras de Matías.
—El Rube es… el amor de mi vida —admitió Sebastian con timidez, ante la posible reacción de Olivares.
Matías lo miró sonriendo con orgullo, como agradecido por la confianza que Sebastian había puesto en él para contarle eso.
—Me alegro por ti, que lo tengas claro —comentó Matías.
Sebastian asintió y sonrió agradecido.
—Cuando me fui al regimiento traté de terminar con nuestra amistad —le contó, ante la sorpresa de Matías—. El Rube estaba pololeando y, en mi mente tenía sentido que para que él pudiera ser feliz con su pololo, sin estar pensando en mí, tenía que terminar con nuestra amistad. Es una tontería…
Matías soltó una risita ante la última frase de Sebastian.
—No digas eso —lo detuvo—. Tiene sentido, al menos creo poder entenderte. Antes de irte, ¿sentías que le gustabas a Rubén?
—Es complicado —dijo Sebastian en un suspiro—. En un inicio me dijo que estaba sintiendo cosas por mí, pero yo no estaba listo. Le hice mucho daño —admitió avergonzado—. Y cuando por fin asumí lo que estaba sintiendo, él ya estaba conociendo a su pololo actual. Perdí mi oportunidad. Pudimos haber descubierto tantas cosas juntos…
Matías miraba a Sebastian sonriendo, maravillado con su historia, y escuchando atento cada detalle.
—Después de eso seguimos siendo amigos, obvio, pero yo me cerré de cierta forma. Quise negar todo, para evitarle confusiones. “Fue una tontera del momento, soy hetero, tranqui” le decía —soltó una risita sin ganas—. Pero la verdad era que lo amaba, y me moría por dentro cada vez que lo veía con su pololo.
—Creo que Rubén sería muy afortunado de tenerte como pololo —comentó Matías, casi como un hermano mayor para Sebastian, quien sonrió agradecido por sus palabras.
—¿Hay alguna forma…? —preguntó lentamente Sebastian, como tanteando el terreno—, ¿…de que me permitas ir a verlo al hospital?
Matías se puso serio, perdiendo la sonrisa agradable que tenía, bajó la vista hacia su reloj de pulsera y pensó.
—La verdad, me encantaría —le dijo con sinceridad—, pero por la hora, no alcanzas a ir y volver a tomar el vuelo…
—Podemos comprar otros pasajes, si al final los pagará mi viejo —sugirió Sebastian, algo desesperado.
—No podemos —lo aterrizó Matías—. Los pasajes ya los compró el Capitán, así que él tiene esos comprobantes. Si perdemos el vuelo ahora será muy sospechoso y pondría en riesgo mi posición.
Sebastian entendió las razones que le dio Matías, y no insistió. Al menos lo intentó.
—¿Te sabes el número de Rubén?, ¿o de su familia? —le preguntó Olivares, con una idea.
Sebastian negó con la cabeza. Era mucho más fácil para él tener todos los números guardados en su teléfono celular. Lamentablemente en ese momento su teléfono estaba requisado en Arica.
—Toma el mío —Matías le entregó un celular marca Nokia muy antiguo, con pantalla verde y botones con luces.
—¿En serio? —Sebastian se sorprendió por el gesto.
—Si, me voy a comprar otro, así que este no lo necesito —le dijo Olivares—. Escóndelo muy bien cuando llegues a Arica. Voy a averiguar del estado de salud de Rubén y te mandaré mensajes.
Sebastian se abalanzó sobre Matías para abrazarlo, con lágrimas en los ojos, completamente agradecido por el gesto.
—Recuerda guardarlo bien, en tu ropa interior o algo así, por lo general cuando vuelves después de escaparte no te revisan tan bien —insistió—. De todas maneras, ya debe faltar solo un par de meses para que te devuelvan tu celular.
—No sabes lo mucho que esto significa para mí —le dijo Sebastian al oído.
—Lo sé —Matías lo abrazó con fuerza, haciéndole saber que no estaba solo en esa situación—. Por mucho que tu vida en este momento te parezca una mierda, que todo te sale mal, que todo confabula en contra de tu felicidad, aunque creas que nunca vas a poder ser feliz con la persona que amas —continuó diciéndole, y Sebastian notó que su voz se quebraba un poco—, recuerda que no estás solo, y que al final todo mejora.
Ya era la hora de almuerzo y Javier seguía en el hospital esperando novedades.
Cuando volvió a entrar después de fumar su enésimo cigarro (que le había pedido a una señora de edad que fumaba con evidente preocupación al lado del ingreso de las ambulancias), no logró divisar ni a Felipe ni al padre de Rubén. Supuso que la conversación que había entablado con la señora le había hecho despreocuparse de su objetivo.
Volvió a salir hacia la calle, esperando divisar en el exterior a Felipe, pero no lo logró. Estuvo un par de minutos mirando en todas direcciones, hasta que la ansiedad por no tener a quien seguir le comenzó a provocar ganas de fumar nuevamente.
“Suficiente, hueón” se dijo, para enfocarse. Sentía un vacío en el estómago, producto de la falta de ingesta de alimentos desde hace más de 24 horas, y estaba seguro que el tabaquismo le hacía mucho peor, pero el vicio era más fuerte, sobre todo en esa situación de incertidumbre.
Javier decidió volver a entrar al hospital, y preguntar directamente en el mesón de urgencias alguna novedad respecto al estado de salud de Rubén, después de todo, dudaba que alguien lo reconociera después de haberse metido al box durante la madrugada.
—Oye, bonita mochila —una voz masculina no muy ronca comentó a su espalda, elogiando el diseño de camuflaje, seguramente.
Javier sabía que le hablaban a él, y tenía claro de qué se trataba.
Se quedó inmóvil por un par de segundos, evaluando la idea de salir arrancando a toda velocidad, pero realmente no tenía la energía en el cuerpo para hacerlo. Finalmente se volteó lentamente y miró a la cara a quien le había hablado: un hombre cuarentón de cabello muy corto y peinado, con la polera piqué metida dentro del pantalón. Si la idea era estar de infiltrado, el hombre no lo estaba logrando.
—Gracias —murmuró Javier, intentando no delatarse, en caso de que su suposición (de la cual estaba un noventa y nueve porciento seguro), fallara.
Retomó su camino para ingresar al recinto hospitalario mientras el hombre insistía a su espalda.
—Espérate po, ¿por qué tan apurado? —le decía el hombre a su espalda mientras Javier lo ignoraba, y de las puertas correderas de la urgencia salía una pareja de carabineros con una libreta en la mano.
“Mierda”, pensó Javier, enrolando los ojos.
—Joven, ¿puedo ver su cédula? —le preguntó uno de los uniformados, acercándose directamente a Javier tras intercambiar miradas con el hombre de polera piqué
Javier dio un suspiro de resignación e hizo como que buscaba su documento de identificación en los bolsillos de la ropa y de su mochila, sabiendo perfectamente que su cédula estaba en el regimiento de Arica.
—Se me debe haber quedado en la casa —inventó Javier, intentando sonar convincente.
—Qué mal —comentó con sarcasmo uno de los carabineros, mientras el otro conversaba con el infiltrado—. Va a tener que acompañarnos a la comisaría.
Javier protestó por la poca flexibilidad de los uniformados, lo que provocó el cambio de su forzada actitud amable a una más intransigente y amenazante.
—Nos acompañas por las buenas o por las malas —le dijo el infiltrado al oído, provocando un odio profundo a Javier, quien aceptó de mala gana al no tener alternativa.
Esa misma tarde a Rubén lo dieron de alta en el hospital. Le indicaron a su padre (y a Felipe) que fueran a almorzar mientras preparaban todos los papeleos del alta, y a las tres de la tarde Rubén ya estaría listo para irse.
Se sentía raro.
Todavía no podía creer lo que le había pasado y aun así tenía una sensación de angustia, de miedo, de vergüenza en su interior que no lo dejaba tranquilo.
La doctora de urgencias le había dicho que se podía ir a su casa y que en alrededor de una hora su padre lo iría a buscar.
No sabía cómo lo iba a mirar a la cara, después de haber traicionado su confianza y haber destrozado su trabajo de toda la vida, el regalo de cumpleaños que le había hecho con tanto amor.
Le habían dicho que solo tenía un esguince de tobillo derecho, algo muy bueno considerando la magnitud del accidente.
A nivel de tronco no mostraba mayores problemas, más allá del dolor y los rasguños, pero la doctora le había indicado que tendría que usar el cuello ortopédico por una semana al menos como precaución.
Cuando lo hicieron salir del box hasta la sala de espera en una silla de ruedas, cargando sobre sus piernas dos muletas, Rubén se sintió muy vulnerable. Vio a su padre de pie frente al mesón, quien le devolvió nervioso la mirada y se acercó a abrazarlo con delicadeza, llenándolo de cariño y preocupación.
—Me alegra mucho que estés bien, hijo —le dijo su padre al oído, haciendo saber que decía en serio cada palabra.
Su padre obviamente no lo retó ni le dijo nada negativo en ningún momento, pero Rubén no podía quitarse la sensación de que lo había decepcionado tras no estar a la altura de la responsabilidad de su regalo.
—Perdóname, papá —le pidió Rubén, con ganas infinitas de llorar, pero ocupando todas sus fuerzas para no hacerlo.
—No seas tonto hijo, no hay nada que perdonar —le dijo Jorge, pretendiendo tranquilizarlo—. Los accidentes ocurren.
Jorge bajó la mirada al decir la última frase, y luego se enderezó y se paró detrás de Rubén para empujar la silla.
—Tu hermano viene viajando —le contó—. Viene en bus, eso sí, así que mañana recién va a estar llegando.
Rubén se alegró de saber que Darío estaba viajando más de mil kilómetros para verlo, pero se avergonzó aún más por ese gesto.
Jorge hizo parar un colectivo y ayudó a Rubén a subir, y luego le pidió al conductor que esperara a que devolviera la silla de ruedas a Urgencias.
Al llegar a la casa, Rubén se tiró en el sillón del living sin mucha delicadeza, lo que le provocó un fuerte dolor en la cabeza y el cuello.
—Ya estoy cansado de todo esto —murmuró, refiriéndose a los dolores en las distintas partes del cuerpo, a la incomodidad de usar los elementos ortopédicos y las muletas, además que sentía que el olor a sala de urgencias le había quedado impregnado en la ropa.
—Agradece que puedes estar cansado de todo eso —le dijo su padre con voz suave desde la cocina, mientras recalentaba el almuerzo que había preparado más temprano.
Rubén se sintió culpable de haber dicho esa frase.
Al cabo de un rato llegó Catalina muy preocupada por el estado de salud de su amigo, acompañada de Marco.
—¿Estás bien?, ¿cómo te sientes?, ¿qué te pasó? —le preguntó Catalina, sin esforzarse en ocultar su preocupación.
Su amiga se sentó a su lado en el sillón, y lo miró atento esperando respuestas.
—Estoy bien —respondió Rubén, sonriendo para transmitirle tranquilidad.
Catalina con esa respuesta lo abrazó con delicadeza y se puso a llorar.
—No sabes lo preocupados que estábamos por ti —le dijo ella entre llantos.
—¿Qué dices Cata? —intervino Marco—, el Rubencio es una máquina, obviamente iba a estar bien.
Marco le acarició el cabello a Rubén, haciéndole ver con ese pequeño gesto lo mucho que lo apreciaba, y lo contento que estaba por saber que estaba bien.
—Anoche cuando te fuiste nos preocupamos mucho—le dijo Catalina, después de terminar de abrazarlo—. Y después cuando Felipe te vino a buscar no tuvimos más respuesta, ni tuya ni de él…
—Bueno, perdón por no contestar, estaba de cabeza dentro del auto —bromeó Rubén, esforzándose al máximo por alivianar el ambiente, y no ver el lado negativo de toda la experiencia.
Catalina dio un suspiro y bajó la mirada.
—Perdón amigo —le dijo, algo avergonzada—. Sé que lo último que necesitas en este momento es que te agobie con preguntas y con mis preocupaciones… —volvió a suspirar—. Me alegro mucho que estés bien.
—No me agobias —le dijo Rubén instintivamente para no hacerla sentir mal, pero en el fondo, sí lo agobiaban sus preguntas.
Rubén les contó con calma qué había pasado la noche anterior, por qué se había volcado y los fragmentos que recordaba. Ya le había contado a su padre lo mismo hace unas horas, y durante la noche y la mañana al personal de salud del hospital. Estaba cansado de repetir siempre lo mismo, y de recordar cada vez el accidente, que de alguna forma lo sentía tan ajeno en ese momento, como si aún no asimilara lo que había pasado, y la gravedad del hecho.
—La sacaste barata —comentó Marco, anonadado por el relato.
—Ciertamente tiene un ángel que lo protege —comentó Jorge, acercándose a los muchachos con un plato con galletas.
Rubén sintió un calor en su pecho al escuchar las palabras de su padre, pensando agradablemente que tenía razón: su madre lo estaba cuidando desde donde sea que estuviera.
La reja de la entrada chirrió al abrirse y unos segundos después golpearon la puerta. Jorge se dirigió a abrir mientras los tres muchachos miraban expectantes.
La silueta de Felipe entró por la puerta y Rubén sonrió instintivamente al verlo. Felipe estaba serio, nervioso de ver por fin a su pololo.
—Llegaste —murmuró Rubén.
Había repasado los eventos de la noche anterior una y otra vez, cada vez que la contaba a cada uno de los presentes, pero en ningún momento había pensado en Felipe como culpable en parte de lo acontecido.
Pensaba en ese momento que, cualquier cosa que pudo haber hecho (o no) Felipe, quizás ya no era tan importante. Nada se podía comparar con poder estar vivo.
Felipe se acercó lentamente, como indeciso si Rubén seguía molesto con él.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Bien —respondió Rubén, sintiendo unas mariposas en el estómago—. No de maravillas, pero bien.
Su padre le había contado mientras almorzaba que Felipe había estado toda la noche y toda la mañana con él en el hospital, y que se había ido a duchar y a cambiar de ropa a su casa. Rubén sintió que ese gesto demostraba que a pesar de todo lo que había pasado, le seguía importando.
Felipe le dio un abrazo, lleno de cariño y cuidado.
—¿Te duele algo? —le preguntó Felipe al oído.
—Sólo todo el cuerpo —bromeó Rubén, que sentía dolor, aunque no intenso, gracias a los analgésicos.
—Perdóname —siguió Felipe, sin dejar de abrazarlo—, por todo.
Rubén dio un suspiro, convenciéndose que lo que iba a decir era lo correcto.
—No hay nada que perdonar —le dijo Rubén, con calma—. Lo único importante es que ahora estamos los dos aquí —Felipe se separó de él y lo miró a los ojos, sorprendido—. Sí tenemos una conversación pendiente, pero puede esperar.
Felipe sonrió, orgulloso de la madurez de las palabras de su pololo.
—¿Cómo pude haber sido capaz de hacerte tanto daño? —Felipe le acarició el rostro, visiblemente emocionado.
—Ay, ya bésense —comentó con sarcasmo Marco, trayendo a tierra el ambiente.
Rubén se rió, aunque ese gesto le provocó un profundo dolor en el cuello y la espalda.
Catalina mantuvo una actitud incomoda tras la llegada de Felipe, pero se quedó acompañando a Rubén, que para ella era lo más importante en ese momento.
Al cabo de un par de horas, ella y Marco se fueron, y Felipe los imitó una hora después, después que Rubén le recordara que tenía clases temprano al día siguiente.
—No importa, prefiero estar contigo —le dijo Felipe, completamente convencido de quedarse.
—No hagas parecer como que soy más importante que tu educación —Rubén respondió con calma.
Felipe finalmente aceptó la petición de Rubén y se despidió, dándole un beso en la frente.
Jorge cerró la reja y la puerta de entrada con seguro tras la partida de Felipe, y luego ayudó a Rubén a movilizarse hasta su dormitorio y lo acostó en la cama.
Le quitó el cuello ortopédico para que pudiese dormir un poco más cómodo, pero la bota la dejó puesta.
Rubén a pesar de la culpa y la vergüenza que sentía por haber arruinado el regalo que le había hecho su padre con tanto esfuerzo, intentaba mantener una expresión positiva, para no afectar a su padre que, a pesar de lo que decía, se notaba en sus ojos que de alguna forma el accidente lo había afectado.
—Necesito decirte algo —le dijo Jorge, antes de darle las buenas noches.
Rubén lo miró atento y sintiendo algo de nerviosismo. Esa frase le provocaba mucha ansiedad, sobre todo después de una experiencia como la que acababa de tener.
—Anoche vino el Seba —le contó su padre.
Rubén sintió un vacío en el estómago. En un primer momento se alegró mucho de saber que su mejor amigo había vuelto, pero rápidamente recordó la forma en que se había marchado y una sensación de enojo se comenzó a apoderar de sus emociones.
Recordó también que su padre no sabía que Sebastian se había ido cortando con su amistad, así que se contuvo para no expresar la rabia.
No le costó mucho, eso sí, porque pensó que, si Sebastian había ido a su casa la noche anterior, era porque quería verlo. Seguramente quería saludarlo por su cumpleaños.
—Hoy fui a su casa a buscarlo, para decirle que te habías accidentado —prosiguió su padre—, pero su papá me dijo que ya había vuelto a Arica. Que lo habían venido a buscar del regimiento.
Rubén sintió una sensación de mareo, sumado al dolor de cabeza que aumentaba aún más, pero no dijo nada al respecto
—Bueno, quizás podrá venir otro día —le dijo a su padre, obligándose a sonreír.
Su padre le dio un beso de buenas noches en la cabeza, y le dijo lo mucho que lo amaba, y luego salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Rubén se quedó acostado en la oscuridad, mirando el techo, lidiando con los dolores y malestares producto del accidente, y de todas las emociones que había vivido en las últimas horas.
Al estar solo su cabeza comenzó a dar vuelta a todo lo que había ocurrido. La conversación con Felipe, el accidente, el dolor en la mirada de su padre, la visita de Sebastian.
Por primera vez le tomó el peso a todo, y dejó caer esa careta de optimismo que había tomado para tranquilizar a los demás. Estaba destruido, emocional y psicológicamente.
Sabía que había hecho sufrir mucho a su padre por haberse volcado. El terror de perder a un hijo debe ser lo peor que le puede pasar a un padre, de la misma forma que él se había sentido cuando falleció su madre. Tenía claro que Jorge había vivido la peor experiencia de su vida al tener la posibilidad de perder a su hijo a manos de un regalo que él mismo le había hecho. Cargar eso en la conciencia lo habría destruido, de la misma forma que Rubén sentía en ese momento.
Por otro lado, si bien lo que habían discutido con Felipe la noche anterior lo había molestado de sobremanera, Rubén se sentía culpable por no haber sido capaz de manejar sus emociones. Si hubiese sido más maduro e inteligente emocionalmente no habría tomado la decisión apresurada de irse de la casa de Marco.
Y ahora con la noticia de que Sebastian, su mejor amigo, había vuelto para saludarlo en su cumpleaños, sus emociones se mezclaron aún más. La idea de volver a verlo lo alegraba mucho, pero también sentía ese rencor del sufrimiento por el que lo había hecho pasar con su partida. Estaba enojado, pero quería verlo.
Con todos esos pensamientos en la mente comenzó a llorar descontroladamente, como si alguien hubiese abierto las llaves del grifo. Apretó con fuerza los labios, para no hacer ruidos y evitar despertar a su padre.
Su vida se había puesto de cabeza en tan solo un par de horas. Se puso a pensar en su propia vida de hace unos meses, en que se sentía feliz, viviendo su primer pololeo, viendo a su padre feliz, y tratando de disfrutar al máximo el tiempo que le quedaba con su mejor amigo.
El llanto le provocó mayor dolor de cabeza, y la tensión por no gritar le hizo doler el cuello aún más también, y la sensación de estar sufriendo físicamente lo desesperaba y potenciaba más su llanto.
Finalmente, después de varios minutos, se comenzó a acostumbrar al llanto y al dolor, y la mezcla de ambos le provocó una somnolencia irresistible, hasta que Rubén se quedó dormido.
“Vengo por el Sebastian”.
Rubén estaba a punto de conciliar el sueño, o eso creía, cuando escuchó esa frase que extrañamente se le hacía familiar.
Pensó por un segundo que había un fantasma en su dormitorio, peor luego analizó mejor la situación y recordó que nunca había tenido una experiencia de ese tipo.
Cerró los ojos nuevamente, pretendiendo volver a dormir rápidamente para evitar que los dolores volvieran a hacerse presente notoriamente.
Se convenció que esa frase en su cabeza tenía una sola razón de ser: había sido solo un sueño, condicionado por la noticia de saber que Sebastian había ido a buscarlo en su cumpleaños.
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allmenislands · 2 years
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Jamás pensé que despertaría así al lado de mi mejor amigo hetero la noche después de que cortara con su novia... Leer historia completa AQUÍ:
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anna-garay · 7 months
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Fácil (Pequeña trilogía del amor II)
(Capítulo único)
Tres historias muy cortas e independientes de cómo el amor se puede desarrollar o no en estos tiempos modernos. 
En este segundo microcuento, dos chicos se encuentra en una disco, y todo resulta tan fácil...
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caos-desigual · 1 year
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Pro bem ou pro mal, me tiraram do armário, fui pegou de surpresa, mas surpresa foi as palavras que meu pai usou, foram palavras compreensivas, de preocupação, mas não sei até que ponto isso é real, ele nao disse diretamente para me, mas para a pessoa q sentou e conversou com ele sobre a possibilidade de eu ser gay, tudo isso na minha frente. Não sei se algum dia eu contaria, por um segundo bate o desespero e quero desaparecer e sumir por que eu não sei como lidar com isso, mas por um segundo isso parece ser bom, que isso ter acontecido acelerou um processo que talvez eu nunca diria. Não sei até que ponto isso foi bom ou ruim, nem sei dizer de fato como estou me sentindo, é muita coisa ao mesmo tempo, medo e ansiedade, junto com um certo alívio e isso tá me deixando confuso, seja o que Deus quiser, vamos ver o que vai acontecer a partir de agora
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lotus-pear · 1 year
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finally finished watching aot, rainah and berutolto were my fav duo out of the whole cast 🫶🏼🫶🏼
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The End ♀️🏳️‍🌈
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mxdotpng · 7 months
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literally what other protagonist is like stocke. he's missing like 15 years of his life from his memory and never once questions it. the first thing he does upon seeing a vision of his friends die is go 'im not gonna worry about that'. he is constantly lying to himself and everyone around him so he can keep up his cool, reliable, and distant persona even as he's slowly losing his mind. "i would never hurt you" he says to the friend he kills in another timeline. "unfortunately, im not your brother" he says to the girl he is definitely the brother of. dramatic irony has made him their bitch. he dresses weird. he unknowingly stole his own identity. he went back in time to learn how to dance. he's died twice. he's even bisexual.
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teasel-backatitagain · 2 months
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And then they high five!!
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wwxchengj · 2 months
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ugh i guess i could endure the horrors if i had you by my side
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argentinosaurus · 1 year
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Los hispanohablantes tenemos palabras viejísimas para referirnos a disidencias sexuales, tanto hombre como mujer: maricón y marimacho.
El registro más antiguo que se conserva de maricón pertenece a la Comedia Seraphina, (1517), cuya trama gira sobre el amor entre un hombre hacia dos mujeres y que recoge el habla popular de la España de su época en toda su vitalidad. En un pasaje de la Comedia, se menciona furtivamente que, si un hombre no se acuesta con mujeres, “lo tienen por maricón”, es decir, esa conducta resulta sospechosa e indeseable. Casi un siglo después, el diccionario de Covarrubias (1611) fue el primero en incluir una definición para maricón: “el hombre afeminado que se inclina a hacer cosas de mujer”. En el Diccionario de Autoridades (1734), el primero de la RAE, además de afeminado, maricón es definido como “cobarde”. Llama la atención que estos tres significados de maricón, es decir, el no interés por las mujeres (que puede implicar comportamiento homosexual), la expresión de género femenina y la cobardía, continúan con gran fuerza hasta nuestros días. Sin embargo, maricón no ha sido la única palabra para referirse a la homosexualidad masculina registrada en esta época. El mismo Diccionario de Autoridades incluye los términos bujarrón y puto –palabras de uso sumamente vigente hoy en día en Cuba y México respectivamente–, ambos definidos como el “hombre que comete el pecado nefando”. Inscrita en un discurso católico homofóbico, la palabra nefando significa “lo que nunca debe ser dicho o expresado públicamente” y la frase “pecado nefando” se refiere a la homosexualidad ya sea masculina o femenina.
Con respecto al origen de maricón, en su famoso diccionario etimológico, Corominas (1973) postula que deriva del nombre femenino María y registra otras palabras derivadas que expresan un significado similar, por ejemplo, marica, amaricado y amariconado. Es bastante probable que ese sea el origen de maricón, puesto que, en otras lenguas europeas, los diminutivos del María también tienen una forma idéntica a la de marica. Por ejemplo, en el griego, el nombre femenino Μαρία (María) tiene su diminutivo Μαρίκα (Marika) que también funciona como nombre propio para niñas y mujeres. Interesantemente la partida de nacimiento lexicográfico de maricón también es la de marimacho, que Covarrubias (1611) define como “la mujer que tiene desenvolturas de hombre”. Parece que, al igual que en maricón, la lógica de la inversión sexual se aplica a marimacho: la mujer que actúa como hombre (heterosexual) y que, por eso, se acuesta con otras mujeres.
[…]
Bajo el riesgo de caer en una falacia etimológica, es decir, el peligro de creer que el significado “más preciso o correcto” de una palabra se encuentra en sus usos más anticuados, considero que hay una continuidad entre el uso medieval y colonial de maricón y su empleo contemporáneo. Tanto hace siglos como hoy en día, un hombre es tildado de maricón no solo por comportarse femeninamente, sino también porque su afeminamiento implica ideológicamente que tiene relaciones sexuales con otros hombres. Complementariamente, los hombres no afeminados que tienen sexo con otros hombres no son insultados como maricones ni tampoco son etiquetados de alguna forma en particular (o cuando sí lo son, no en la misma proporción). Soy consciente de que alguien podría argumentar que esta lógica sexual mezcla dos fenómenos distintos: por un lado, la expresión de género –es decir, cómo cada persona se presenta socialmente en su hablar, su disposición corporal y su vestimenta, entre otros elementos que pueden indicar su masculinidad-feminidad– y, por otro lado, la orientación sexual —es decir, hacia qué género una persona siente atracción erótica y con quién mantiene relaciones sexuales. No obstante, el entendimiento que separa tajantemente las esferas del género y la sexualidad es moderno y proviene de discursos globales sobre diversidad sexual surgidos en el norte global hace unas décadas. Es común escuchar a activistas decir que el género no tiene ninguna relación con la orientación sexual y que, cuando un hombre tiene relaciones con otro hombre ambas partes deben ser consideradas y llamadas homosexuales o, incluso mejor, gays. Sin embargo, en las dinámicas de muchas subculturas sexuales en Latinoamérica, la palabra maricón tan solo es aplicable a una de las partes, el hombre femenino y que asume un rol pasivo en la relación sexual. Se puede decir que, en países como Perú, por ejemplo, coexisten en tensión dos lógicas sexuales, una global condensada en el término gay, y otra más local y arraigada donde lo maricón difumina los límites del género y la sexualidad. Por esta razón, no resulta asombroso que, en la ciudad de Lima, muchas mujeres trans –es decir, personas asignadas como hombres al nacer, pero cuya identidad de género es femenina– usen la palabra maricona para referirse unas a las otras. En contraparte, maricón es una palabra que incomoda a aquellos hombres homosexuales, activistas o no, que quieren desterrar de sus vidas, además del trauma homofóbico señalado líneas arriba, toda asociación con lo femenino y la transgeneridad. 
—Maricón, Ernesto Cuba. Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española
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eldiariodelarry · 2 years
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Clases de Seducción II, parte 13: Cumpleaños Feliz
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12
—Le podemos pedir ayuda a Simón —sugirió Javier.
—Ni cagando —Sebastian desechó la idea de inmediato.
La pareja de amigos estaba evaluando la mejor forma de escaparse del regimiento para viajar a Antofagasta y así Sebastian pudiera saludar a Rubén para su cumpleaños.
Las últimas semanas de Sebastian en el regimiento habían sido bastante no-desagradables: tras el gesto de Javier de exponerse como dueño del diario ante los demás voluntarios del regimiento, la amistad entre ambos se había fortalecido considerablemente, permitiéndole a Sebastian sentirse un poco más cómodo en ese lugar, al mismo tiempo que ni Luis, Julio ni Mario volvieron a tocar el tema del diario, por miedo a Javier, de quien quedaron convencidos que era homosexual.
Con Simón, por otra parte, también habían logrado desarrollar una bonita amistad. Después del episodio del diario, Sebastian se permitió acercarse al muchacho sin autolimitarse, y aunque por su parte solo lo veía como un muy buen amigo, tenía un presentimiento de que el joven iquiqueño podría tener sentimientos románticos por él. Hasta no volver a ver a Rubén, nadie ocuparía ese espacio de su corazón.
—¿Por qué no? —preguntó Javier riéndose.
Ambos amigos se habían sentado en la última mesa del fondo del comedor en la hora del desayuno, cuando ya estaban todos sentados para asegurarse que no llegaría nadie más a molestarlos mientras planificaban su escapada.
—No quiero involucrarlo —respondió Sebastian—. Imagínate lo castigan por nuestra culpa.
—Deberíamos invitarlo —sugirió Javier.
—No, hueón —Sebastian se puso serio, ante las risas de Javier.
—No querí que se te junten tus dos hombres —se burló Javier.
—Simón no es mi hombre —lo corrigió Sebastian, bajando la voz—. Ni siquiera Rubén lo es —dio un suspiro—. Es solo que no quiero que sea incómodo para Simón. Me tinca que le gusto.
—Guau, ¿qué te hace pensar eso? —nunca Javier había dicho una frase completa con tanto sarcasmo.
Sebastian no respondió y simplemente le mostró el dedo medio.
—Me cae muy bien, pero no quiero que sea incómodo para él —se justificó Sebastian.
—Ni para él ni para ti. Entiendo —agregó Javier—. Ya, como me dices que su cumple es el miércoles, yo creo que debemos irnos de acá el lunes en la noche, llegaríamos el martes allá y podrás verlo todo el miércoles.
—Bueno, no todo el miércoles —dijo Sebastian—. Con verlo un poquito me conformo.
—No te pongai hueón —Javier lo miró serio—. Yo no me voy a arrancar para que lo vayas a saludar solamente y después venirnos devuelta. Vamos a ir, te vas a declarar, lo vas a agarrar a besos, y le vas a regalar para su cumple el mejor sexo de tu vida. O él te lo va a dar a ti, no sé.
Sebastian se sonrojó por el comentario de Javier. Aún no se acostumbraba a hablar de su sexualidad tan libremente.
—No vamos a tirar —negó Sebastian.
—¿Cómo que no?
—O sea, no necesariamente —agregó—. Acuérdate que ya no somos amigos, lo mandé a la chucha antes de venirme —Sebastian se sintió estúpido al recordarlo.
—Bueno, eso le tienes que explicar cuando te declares po —dijo Javier como si fuera obvio—. Dile por qué lo hiciste, y que cuando lo hiciste al menos tuvo sentido para ti, que solo querías que él fuera feliz.
Sebastian se puso ansioso ante la posibilidad un poco más real de volver a hablar con Rubén.
—Ya, entonces el lunes en la noche nos vamos —Sebastian quiso saber cómo continuaba el plan de Javier.
—Bueno, el martes en la madrugada, mejor dicho —corrigió Javier—. Estaba pensando que podíamos saltarnos por la torre sur. Es la más alta, pero últimamente me he dado cuenta que Ortega se olvida de mandar hueones a hacer la guardia allá.
—¿Y por qué te fijai en esas hueás? —le preguntó Sebastian, extrañado.
Javier simplemente le respondió con una mirada de obviedad.
—¿Pensabas escaparte sin decirme? —preguntó Sebastian, dándose cuenta, algo decepcionado.
—No te quería involucrar para que no te castigaran a ti —le dijo Javier, intentando sonar lo más despreocupado posible—, algo así como tú con Simon.
—Ya, entonces me voy solo —decidió Sebastian—, tampoco quiero que te castiguen por mi culpa.
—No te pongai hueón, ¿querí? —Javier le dio una palmada en la frente—. Me voy a ir contigo, y si no quieres que me vaya contigo, me iré igual.
Terminaron de desayunar y tuvieron que ir formados a la primera instrucción de la mañana, y cuando tuvieron que formar parejas para realizar los ejercicios, Simón se acercó a Sebastian para hacer equipo.
—¿Qué pasa? —le preguntó directamente a Sebastian.
—¿Qué pasa de qué? —Sebastian se hizo el tonto, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
Simón no estaba enojado ni mucho menos. Tenía una expresión de tristeza en la mirada, como si sintiera que lo estaban marginando.
—Después te explicamos, cuando podamos estar los tres —le dijo finalmente para tranquilizarlo—. No tiene nada que ver contigo, te aviso.
Simón sonrió aliviado, como si lo peor que le pudiese pasar era ser nuevamente marginado en el regimiento.
Rubén estaba decidido a tener la conversación con Felipe antes de su cumpleaños.
Si bien, tenía claro que iban a resolver todo y seguirían siendo pareja, por lo tanto el resultado no afectaría en nada, quería pasar su cumpleaños tranquilo, sin esa preocupación presente entre él y su pololo.
Igual mentiría si dijera que no estaba un poquito influenciado por su amiga Catalina, quien lo instaba a aclarar rápidamente las cosas con su pololo.
A pesar de todo, las circunstancias de los últimos días le habían impedido poder sentarse a conversar con Felipe: su pololo seguía destinando todo su tiempo libre a trabajar en la heladería, y casi cero tiempo para estar con él.
—Estoy seguro que a estas alturas eres el único que trabaja en esa heladería —le comentó Rubén, una de las pocas veces en que Felipe terminó su turno antes que él.
Lamentablemente, era domingo, y Rubén terminaba a las 12 de la noche, mientras que Felipe tenía clases al otro día en la mañana.
—Supongo que cuando haces bien la pega te llaman para cubrir todos los puestos —respondió Felipe, creyéndose el cuento, apoyado con los codos en la barra de la confitería.
—O te respetan tan poco que ni siquiera son conscientes de que mereces tener algo llamado descanso —le espetó Rubén con acidez, aunque no estaba enojado en ese momento.
—Ouch —Felipe se enderezó con una sonrisa aturdida—. Tranquila Pamela Diaz, no era necesario que me destruyeras de esa forma.
Rubén se rió, dándose cuenta de repente que hacía tiempo Felipe no bromeaba de esa forma con él, a pesar de que lo suyo no era el humor propiamente tal.
—Te extraño, Felipe —le dijo Rubén, poniéndose serio.
Felipe asintió.
—He sido un idiota últimamente, pasando todos los días pegado en el trabajo, pero te lo recompensaré, lo prometo —Felipe le tomó las manos a Rubén, y las besó con cariño.
—Espero que sea para comprarme un regalo grande. Muy grande.
—¿Regalo?, ¿acaso estás de cumpleaños? —preguntó Felipe, poniéndose ceñudo.
—Obvio que si —respondió Rubén, sin poder creer que le estuviese preguntando eso—. Te lo dije el otro día por Messenger para que no te olvidaras, el miércoles voy a celebrarlo en la casa de Marco y tienes que estar.
—Mira lo siento, pero el jueves tengo clases, así que no podré ir —Felipe respondió levantando la ceja con arrogancia.
Rubén entendió tardíamente hacia dónde iba Felipe, y se llevó las manos a la cara para que su pololo no viera su cara de estúpido.
—Obvio que voy a estar ahí —le dijo Felipe finalmente, acercándose a besarlo, con el mesón entre ambos—. Justo el jueves hay marcha, así que ni ahí con ir a clases ese día.
—¿Y si no hubiese habido marcha? —quiso saber Rubén.
—Fuiste bueno —respondió con sarcasmo Felipe.
A Rubén le llamaba mucho la atención la forma en que se comportaba su pololo en ese momento. Si bien le gustaba, era muy poco propio de él, ser tan sarcástico y bromista.
Por alguna razón, le recordó a esa vez que se fueron juntos a su casa después del trabajo, cuando lo notó muy nervioso, evidenciándolo en su verborrea repentina.
Supuso que Felipe tenía la intención de tener la conversación en ese momento, pero por alguna razón no tomó la iniciativa. Quizás por el entorno y el tiempo. El trabajo no era un lugar propicio para tener una conversación seria de pareja.
De todas maneras, a Rubén le aliviaba saber que su pololo tenía claro que había una conversación pendiente, aunque ninguno de los dos tomaba la iniciativa para tenerla.
—¡Rubén! —se escuchó la voz desganada de Cristian, su supervisor durante la semana—. A limpiar la sala 3 con Alicia.
Rubén no sabía dónde estaba Cristian, pero había escuchado la orden y no podía desobedecer. Se despidió de Felipe, y fue a cumplir con su trabajo.
—¿Prometes no contarle a nadie? —le preguntó Sebastian a Simón.
Tenía claro que el muchacho no diría nada, pero su intención era darle mayor dramatismo a la situación.
Estaban junto a Javier al lado del macetero de siempre, cuando faltaban quince minutos para irse a acostar.
Simón siempre se perdía las conversaciones interesantes que compartían Sebastian y Javier en ese lugar, reunidos con la excusa de fumar, ya que él no fumaba.
Sebastian por su parte, había comenzado a fumar en el regimiento, producto de su cercanía con Javier, y de acompañarlo todas las noches con el pucho correspondiente.
—Ni siquiera voy a responder esa pregunta —dijo Simón, enrolando los ojos.
—Con el Seba nos vamos a arrancar —Javier lo soltó sin preámbulo.
—¿Qué? —Simón se sorprendió genuinamente—. ¿Cómo se les ocurre siquiera pensar en una cosa así?
—Tengo que ir a ver a Rubén —le explicó Sebastian—. Está de cumpleaños.
Sebastian le había contado a Simón todo sobre Rubén, pero había omitido el pequeño detalle en que estaba perdidamente enamorado de él, y que se había marchado habiendo intentado terminar su amistad para que Rubén fuera feliz con Felipe.
—¿Y por un cumpleaños se van a arriesgar a que los castiguen? —preguntó Simón incrédulo.
Simón estaba de brazos cruzados, algo molesto por la estupidez que estaban planeando sus amigos.
—Es más que un cumpleaños —quiso explicar Sebastian—. Nunca habíamos estado separados para su cumple.
—¿Y tú crees que le va a gustar que vayas? —cuestionó Simón—. O sea, ¿crees que le guste la idea de que te arriesgues a salir de acá sólo por ir a decirle feliz cumpleaños?
—Vale la pena intentarlo —Sebastian se encogió de hombros, sin saber qué más decir.
—Bueno, nosotros nos vamos —intervino Javier, poniendo la cuota de frialdad en la conversación—. Te estamos contando solo porque eres nuestro amigo y no queremos que te sientas excluido.
—Gracias —murmuró con sarcasmo Simón.
—Aparte, como máximo nos irán a castigar —dijo Sebastian.
—No saben. Nadie se ha arrancado de acá, así que no sabemos cómo lo hacen, o qué les pasa después —les recordó Simón.
—No tengo problemas con descubrirlo —dijo Javier con arrogancia.
Simón volvió a enrolar los ojos.
—Solo… tengan cuidado, ¿ya? —les pidió Simón, sabiendo que no lograría convencerlos de lo contrario.
—Lo tendremos —le aseguró Sebastian.
—No le diré nada a nadie —se comprometió Simón, aún de brazos cruzados.
—Sabíamos que no sería de otra forma —Javier le dio un golpecito con el puño en el pecho a Simon, y luego le pasó el brazo por los hombros a modo de abrazo.
Simón dio un largo suspiro, aceptando finalmente que se quedaría solo por al menos un par de días.
—¿Y cual es el plan? —quiso saber por mera curiosidad, pero la verdad era que ni siquiera lo tenían claro Javier y Sebastian.
Felipe prácticamente no puso atención en clases el día lunes.
Tenía la mente ocupada dando vueltas en el regalo que le compraría a Rubén, la conversación que tenían pendiente, y la situación de salud de su padre que, a pesar de que intentaba pretender que no lo importaría mucho después de todo lo que le había hecho, aún le afectaba.
Ni siquiera se percató de las miradas de odio que le dirigía Gabriel de tanto en tanto, siempre a la distancia, aunque sí había sentido algo de satisfacción al ver que seguía teniendo moretones en el rostro producto de la riña de hace varios días.
Después de clases se fue directamente al centro comercial a trabajar, y aprovecharía de comprar el regalo de cumpleaños a su pololo.
Hace varias semanas había visto en la librería del mall un set de libros de Narnia, con un diseño de madera que los unificaba. Felipe sabía perfectamente que el libro favorito de Rubén era “La Travesía del Viajero del Alba”, la tercera novela de la serie, ya que su madre se la leía cuando era pequeño, y le guardaba ese valor sentimental, así que le pareció un regalo ideal, apenas lo vio.
Felipe entró a la librería y se acercó al primer trabajador que encontró.
—Quiero comprar un set de libros de Narnia —le dijo.
El joven trabajador, de cabello rizado y negro, y una piel blanca como la leche, se quedó pensando por un par de segundos.
—Se nos agotaron ayer —le respondió finalmente—, si no me equivoco.
—¿En serio? —Felipe sintió una gran decepción.
—Si, en serio —respondió el muchacho.
—¿Puede revisar? —pidió Felipe, con esperanza ante el tono dudoso del muchacho.
El joven trabajador se llevó la mano al mentón unos segundos.
—Voy a revisar —le dijo, y cruzó una puerta que estaba al fondo de la tienda.
Felipe esperó con paciencia el regreso, esperando que el muchacho volviera con el set de libros.
Al cabo de unos minutos, el joven regresó.
—Nos quedaba este último —le dijo, entregándole la colección.
—Gracias —exclamó Felipe, con sumo alivio.
Tras pagar los libros, y pedirlos que lo envolvieran para regalo, salió de la tienda y se dirigió a la heladería donde trabajaba. Mientras caminada, sacó su celular para llamar a Rubén, preguntarle cómo estaba y confirmar si hablarían finalmente ese mismo día o al día siguiente.
Buscó el número de Rubén, y cuando levantó la mirada para ver dónde iba caminando, vio un rostro familiar caminando directamente hacia él con expresión sombría.
—¿Estás seguro que va a funcionar?
—Por supuesto que sí, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? Confía en mí.
Sebastian estaba comenzando a dudar.
Había preferido dejar en manos de Javier todo el plan de escape, ya que sabía que tendría mucho más claro todas las posibles formas de salir del regimiento sin ser detectados, pero de igual manera, quizás por nerviosismo o ansiedad, empezó a sentir que todos sus planes podrían fracasar.
Los dos muchachos, junto con Simón, se habían ido al dormitorio a determinar el plan de escape mientras los demás reclutas disfrutaban del tiempo libre de la tarde jugando pool en la sala de estar, o viendo Calle 7 en el canal nacional, aunque no tenían cómo evitar que de tanto en tanto algún otro soldado entrara a la habitación a buscar algo, o incluso a recostarse en su cama un rato.
Sebastian dio un suspiro de resignación, como si la salida fuera ya algo inevitable, y aceptó el plan.
—Tienes razón —le dijo finalmente a Javier—. Total, ¿qué es lo peor que nos puede pasar?
—Pueden morir acribillados si es que los pillan saltando los muros y piensan que quieren entrar en vez de salir —respondió Simón, aún reticente a apoyar el plan.
—No —corrigió de inmediato Javier—. Eso no va a pasar —miró serio a Simón—. Lo peor que nos puede pasar es que nos atrapen y nos castiguen, y a nosotros ya nos han castigado, así que ya sabemos a lo que nos enfrentamos.
—No lo sabes —le respondió Simón—. Estos tipos son psicótapas, quizás qué otros tipos de castigos se les pueda ocurrir.
—Exageras —se rió Javier—. Si los odias tanto, ¿por qué no te arrancas con nosotros?
—Por lo mismo, tonto hueón—Sebastian respondió por Simón, dándole un golpe de puño a Javier en el brazo.
—Prefiero estar un par de días sin ustedes, que después tener que soportar el castigo —respondió Simón.
—¿Quién dijo que nos iríamos solo un par de días? —le preguntó Javier, y Simón abrió los ojos como plato.
—Está hueveando. Volveremos en un par de días —lo tranquilizó Sebastian, mirándolo a los ojos—. No te abandonaremos, ¿cierto Javier?
Javier bajó la mirada
Un silencio incómodo se instaló entre los tres.
—¿Cuál es el plan, entonces? —quiso saber Simon.
—Hoy en la noche, cuando sea la guardia, nos arrancaremos por la torre sur —comenzó contando Javier—. Me he dado cuenta que Ortega no envía casi nunca a patrullar allá.
—Si, porque es la torre más alta, así que es imposible saltarla —lo interrumpió Simon.
—Llevaremos las sábanas para hacer una soga —comentó Sebastian, aunque su voz no sonaba muy convincente.
—¿Ustedes quieren morir? —Simón no podía creer que el plan maestro que tenían fuera tan falible.
—¿Qué esperabas? Solo somos dos —le respondió Javier, como si sus mentes no fueran capaces de idear algo mejor.
—¿Ésa es tu excusa? —Simón seguía escéptico del plan.
—Da lo mismo el plan —Sebastian puso paños fríos—. Lo importante es que estaremos juntos ante cualquier eventualidad. No nos deben separar.
Para esa noche, Ortega designó a Sebastian y a Simón junto a otros soldados para realizar la guardia, mientras Javier podría “descansar”.
—Por la chucha —murmuró Javier, hablando con Sebastian—. ¿Qué le dio ahora por separarnos?
—Calma, que ya lo solucionaremos —le dijo Sebastian—. Me encargaré de quedar de pareja con Simón y a la una de la mañana vendré a buscarte.
—¿De pareja con Simón? —repitió Javier, sonriendo socarronamente—, ¿acaso nuestra escapada para ir a buscar a Ruben ya perdió sentido?
—Cállate hueon —Sebastian le dio un empujón en el hombro, riéndose.
Sebastian salió de las barracas y se dirigió nuevamente al patio a la formación de los soldados que harían la guardia, con Ortega frente a ellos.
—¡Soldados! —les gritó Ortega—. Esta noche las parejas son: Arancibia-Mardones y Toledo-Cortés, torre norte —comenzó a nombrar a la pareja del primer turno y la que los sucedería en el segundo turno, y les indicaba el lugar que tenían que custodiar—; Gonzalez-Rivera —había designado a Simón con Luis, provocando que Sebastian pensara de inmediato que las probabilidades de poder contar con la ayuda de Simón disminuían a cero prácticamente— y Berríos-Mendez, entrada principal.
Sebastian se percató que Ortega designó, después de varias semanas, a una pareja para custodiar la torre sur, y finalmente nunca lo nombró a él para asignarlo a alguna pareja.
—¡Guerrero! —lo nombró finalmente Ortega, y Sebastian se cuadró—, usted vendrá conmigo —anunció, provocando que un frío recorriera su espalda.
Simón le dirigió una mirada confundida a Sebastian, que al igual que él, no tenía idea qué estaba pasando.
Cuando Ortega les dio la orden de dirigirse a su lugar designado para iniciar la guardia, Sebastian tuvo el presentimiento de que Simón quería acercarse a hablar con él, sin embargo, no se iba a arriesgar a recibir un castigo por eso.
—Guerrero —lo llamó Ortega, sin necesidad de gritar, ya que eran los únicos que quedaban en el patio—, sígame.
Sebastian siguió a Ortega en silencio, hasta la armería, que le trajo el recuerdo de su último castigo junto a Javier, donde comenzaron su amistad.
—Guerrero —le llamó la atención Ortega frente a las puertas cerradas de la armería—, espere aquí.
Ortega se alejó, dejando a Sebastian esperando por largos minutos.
No tenía reloj de pulsera, pero estaba seguro que por lo menos ya llevaba al menos treinta minutos esperando en la intemperie, sintiendo el frío nocturno del desierto de Atacama.
Sebastian estaba perdiendo la paciencia producto del nerviosismo. ¿Por qué lo habían elegido a él para estar ahí solo?, ¿acaso sabían de sus planes de escape y querían evitar a toda costa que los llevara a cabo? Estaba seguro que no lo secuestrarían ni nada por el estilo para evitar que se escapara, pero todo le parecía muy raro. Justo solo él estaba en ese lugar; justo con Simón y Javier estaban todos separados; justo esa noche designaron guardia en la torre sur. Todo parecía coincidir, aunque Sebastian prefería aferrarse a la esperanza de que fuera todo una coincidencia.
Cuando finalmente se acercó alguien, Sebastian primero escuchó sus pasos sobre la gravilla, anunciando la llegada con misterio: Ortega venía de regreso, detrás del Capitán Guerrero.
—Guerrero —lo llamó el Capitán, con una sonrisa en el rostro.
—Capitán —se cuadró Sebastian, omitiendo como siempre el pronombre posesivo.
Después de todos los meses que llevaba en el regimiento, el capitán seguía provocándole un profundo rechazo. Representaba todo lo que su padre admiraba, y por lo tanto, todo lo que aborrecía de él. Por suerte, tenía la impresión de que el rechazo era mutuo, aunque después del castigo con Javier, no le había dado más razones para castigarlo.
—Esta noche tendrá una tarea especial —le anunció el Capitán, guiándolo hacia un extremo de la armería, donde nunca se había percatado que había una sencilla puerta de madera.
El Capitán le dio la orden a Ortega que abriera la puerta, y los tres ingresaron a un depósito un poco más pequeño que una sala de clases, repleto con contenedores de basura metálicos. Sebastian se preparó para lo peor, pensando que lo podrían matar en el acto, y tirar su cuerpo en esos contenedores y nunca nadie se enteraría.
—Su misión, soldado Guerrero —continuó el Capitán—, será contar cada uno de los casquillos vacíos que se encuentran en estos contenedores.
Sebastian se esforzó para no expresar con su rostro la rabia que sentía en ese momento.
—Deberá separarlas por el tipo de bala a la que pertenecen —aclaró Guerrero—, y además, indique cuántos ratones hay en esta bodega.
El Capitán por alguna razón estaba disfrutando el momento.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —preguntó Sebastian, intentando disimular su molestia.
Guerrero no le respondió, y en su lugar le habló al oído a Ortega, quien salió de la bodega de inmediato, cerrando la puerta tras de sí.
—Porque así me aseguro de que no se le ocurra hacer alguna locura, Guerrero —le respondió el Capitán finalmente, mirándolo a los ojos—, como por ejemplo, querer arrancarse.
Sebastian intentó mantener una expresión neutra ante las palabras del Capitán, pero el esfuerzo provocó que se le humedecieran los ojos.
—¿Y qué pasa si no lo hago? —le preguntó Sebastian, desafiante.
—Se quedará aquí, cada noche, hasta que complete la tarea —respondió el Capitán, antes de dar media vuelta y retirarse de la bodega, dejando solo a Sebastian.
A los segundos volvió a ingresar Ortega, y le entregó a Sebastian un papel en blanco, no más grande que una boleta de almacén, y un lápiz grafito sin punta.
—Sus implementos para la tarea —le indicó Ortega, y luego salió por la puerta.
Sebastian escuchó que le pusieron cerradura a la puerta por fuera, y se quedó de pie por varios minutos, sin hacer nada.
Tiró con furia el lápiz contra la puerta, cayendo con un ruido sordo al suelo. Se sentó en el suelo y apoyó su cabeza entre las piernas, asumiendo que ya sus planes de ir a ver a Rubén se habían arruinado por completo.
Rubén se sentía pésimo.
Se suponía que el día anterior iba a hablar con Felipe respecto a todo lo que tenían pendiente conversar, pero por alguna extraña razón dejó de contestarle los mensajes y las llamadas. Ya ni siquiera por MSN aparecía como conectado.
Sentía que su pololo lo estaba evitando, por alguna razón, pero no entendía por qué. ¿Por qué ahora?, en la previa de su cumpleaños, justo cuando tenían tantas cosas que resolver.
La inseguridad se comenzó a apoderar de él, y empezó a sospechar que probablemente Felipe ya se había cansado de él, y que estaba en pareja con alguien más.
—Ay Rube, no pienses eso —le comentó Catalina al teléfono la tarde del martes.
—¿Qué otra explicación podría haber, entonces? —le pidió Rubén, para tener alguna posibilidad, pero el largo silencio al otro lado de la línea le dio su respuesta.
—Podría ser cualquier cosa —dijo finalmente Catalina—. ¿Ya llamaste a su casa?
—Sí, hablé con Roberto —confirmó Rubén—. Me dijo que estaba bien, pero no me quiso dar más detalles. Dijo que no me podía decir nada más.
—Quizás le pasó algo —sugirió Catalina.
—¿Algo como qué?
—No sé, un accidente o algo así.
—Si fuera eso Roberto me lo habría dicho.
—No si Felipe le pidió que no te dijera —hizo el alcance Catalina.
—De igual forma, ¿por qué le pediría eso?
Catalina no supo qué responder.
—¿Vas a hacer tu celebración igual nomas mañana? —quiso saber su amiga—. No te oyes muy bien.
Rubén se tomó unos segundos para pensar qué responder.
—Sí, lo haré nomas —dijo finalmente—. Total, va a ser algo pequeño en casa de Marco, nada muy agobiante, solo con ustedes.
Rubén se fue a dormir esa noche con una sensación de vacío. Se suponía que su primer cumpleaños fuera del closet y en una relación estable sería algo especial, algo para destacar y sentirse orgulloso, pero en ese momento sentía que cualquier razón para celebrar se había esfumado, y solo despertaría al día siguiente y simularía disfrutar su cumpleaños por mero compromiso.
Sebastian estaba en su segunda noche de castigo.
Desde que lo encerraron en esa bodega no había contado ningún casquillo, y mucho menos las ratas, que por lo que había visto, no eran muchas (o eso quería creer).
La primera noche intentó hacer un estimado según lo que calculó había en el primer contenedor, y lo multiplicó por el total de contenedores. Según su cálculo había por lo menos unos diez mil casquillos en cada contenedor, lo que hacía un total cercano a medio millón en toda la bodega.
Escribió un número similar evitando muchos ceros al final para que no se notara que no hizo la tarea como correspondía, y entregó el papel por la mañana. Pensó que tendría el pase asegurado, porque no había forma de que el Capitán supiera realmente cuantos casquillos habían en esa bodega.
Se equivocó. Esa mañana al entregarle su respuesta al Cabo Ortega, éste se la rechazó y le indicó que esa noche nuevamente tendría que contar todos los casquillos. Ni siquiera las había separado por tipo de balas como se lo habían pedido.
—Viejos de mierda —murmuró Javier, cuando le contó Sebastian esa mañana en el desayuno—. ¿Cómo supieron?
—No sé —respondió Sebastian, cabizbajo y cansado—. Seguramente mi viejo llamó y les pidió que tuvieran más ojo conmigo en estos días, por el cumple del Rube —supuso.
—¿Crees que Simón les haya dicho algo? —sugirió Javier.
Sebastian evaluó esa posibilidad durante la noche, pero prefería creer que no.
—No —se encogió de hombros—. Recuerda que dijo que prefería que nos fuéramos los dos solos nomas, en vez de arriesgarse al castigo con nosotros. Aparte nos prometió que no diría nada, sin siquiera presionarlo.
—Eso es exactamente lo que diría un sapo —bromeó Javier, sacándole una sonrisa cansada a Sebastian.
—¿Quién es un sapo? —preguntó Simón, dejando su bandeja en la mesa y sentándose al lado de Javier.
—Tu, por decirle a Guerrero sobre el plan —le dijo directamente Javier.
—¿Qué? —Simón se sorprendió por la acusación, pero no se la tomó en serio—, ¿de verdad sabe que se iban a escapar?
Sebastian se encogió de hombros.
—Sería mucha coincidencia si no lo supieran, después de haberse asegurado de separarnos anoche —comentó Sebastian.
Simón le preguntó a Sebastian los detalles de su noche, hacia dónde se lo había llevado Ortega y qué había tenido que hacer, pero Sebastian tuvo que interrumpir su relato porque la hora del desayuno había terminado. Terminó de contarle todos los detalles a Simón al mediodía, mientras compartía un cigarro con Javier.
Al revivir todo lo que había pasado la noche anterior, comenzó a sentir un bajón de ánimo.
—¿Y qué haremos ahora entonces? —preguntó Javier.
Sebastian se encogió de hombros.
—Ya no tiene sentido planear nada —dijo Sebastian, sin ganas.
—Oye, pero no pueden salirse con la suya, prácticamente te están secuestrando —argumentó Simón—. Debe haber algo que podamos hacer.
—Mira donde estamos —Sebastian lo miró a los ojos—. Pueden hacer lo que quieran con nosotros y a nadie le va a importar. Todo es parte del “entrenamiento militar”.
—Ya hueón, deja de llorar — le dijo Javier, dándole unas palmaditas en la mejilla a Sebastian—. Yo me voy si o si de esta huea, y ten por seguro que no me iré sin ti.
—Si logras idear algo, sácame de esta mierda —le dijo Sebastian, casi rogándole.
Sin embargo, hasta la hora de la guardia, Javier no logró dar con ningún plan, y nuevamente como la noche anterior, los tres amigos quedaron igualmente separados.
Sebastian estaba sentado en el suelo de la bodega al lado de la puerta, con los brazos alrededor de sus rodillas, dormitando, pensando que a esa hora, ya era el cumpleaños de Rubén.
—Feliz cumpleaños, mi Rube —murmuró Sebastian, antes de bostezar y apoyar la cabeza sobre sus rodillas.
Sebastian se sobresaltó al escuchar unos chirridos provenientes de la puerta, pensando que serían los ratones que se estaban acercando a él. Se levantó apresuradamente para evitar cualquier tipo de ataque y se quedó mirando la puerta, empuñando el lápiz grafito como si fuera un arma blanca.
Pasaron unos segundos y la puerta se abrió, revelando la figura de su salvación.
—¿Me estabas esperando? —le dijo Javier al verlo.
Javier llevaba una sudadera negra y los pantalones de camuflaje, y cargaba la mochila en su espalda.
Sebastian simplemente se acercó y le dio un fuerte abrazo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al oído.
—Te vine a buscar po, ¿qué más? —le respondió Javier—. Ya, vamos, antes de que nos atrapen.
—¿Qué hora es? —quiso saber Sebastian.
—Casi las cinco —susurró Javier, saliendo de la bodega.
Sebastian simplemente siguió a su amigo, confiando en que tenía un plan definido.
Caminaron por las sombras hasta llegar a la torre norte, que era la más baja y que en teoría debería generarles menos riesgo saltarla, pero siempre tenía asegurado su resguardo.
—Tú sígueme la corriente —murmuró Javier, antes de subir por la escalera de la torre.
Sebastian siguió a Javier, y pudo respirar con alivio al llegar a la parte superior y ver con sus propios ojos que ambos guardias se habían quedado dormidos.
Javier le hizo señas para que guardara silencio, y procedió a darle las indicaciones para saltar. Se sentaron en el borde de la baranda, y contaron con los dedos al mismo tiempo para lanzarse hacia afuera, a una altura de cuatro metros.
La pareja de amigos saltó al mismo tiempo procurando hacer el menor ruido posible, y con suerte aterrizaron algo golpeados, pero sin fracturas o esguinces.
Sebastian y Javier se dieron un fuerte abrazo para celebrar que ya se encontraban en libertad, y comenzaron a caminar en línea recta, esperando encontrar alguna señal para ubicarse.
Rubén despertó la mañana de su cumpleaños cuando su padre entró a su dormitorio entonando la tradicional canción, y cargando una bandeja con una pequeña torta que llevaba dos velas con número formando la nueva edad de Rubén: dieciocho años.
Se restregó los ojos, intentando espabilar bien mientras su padre seguía cantando, con una sonrisa en el rostro, contento de ver a su hijo por fin cumplir la mayoría de edad.
Cuando terminó la canción, Rubén cerró los ojos y pidió solo un deseo: ser feliz.
Sopló las velas apagándolas rápidamente y recibió un fuerte abrazo de su padre, que dejó la bandeja sobre la cama al lado de Rubén.
—Felicidades hijo —le dijo su padre al oído—. No sabes lo mucho que te amo, y lo orgulloso estoy de ti.
—Gracias papá —Rubén lo abrazó con mucha fuerza, como temiendo que al soltarlo su padre desaparecería.
En realidad se sentía muy triste, después de todo lo que había pasado (o lo que no había pasado) con Felipe, pero el tener a su padre ahí con él, le daba la motivación que necesitaba para iniciar ese día.
Su padre, como hacía todos los años, tenía listo el desayuno en la mesa, así que le indicó a Rubén que se vistiera y saliera al comedor a probar la torta.
Mientras desayunaban, Darío llamó por celular a Rubén, y estuvieron los tres hablando por largo rato hasta que Jorge se levantó de la mesa y se fue a alistar para irse al trabajo.
—Hijo, te tengo que entregar tu regalo —le dijo su padre, mientras le hacía una seña a Rubén para que se acercara a la cocina.
Rubén lo siguió y ambos salieron hasta el patio, donde Rubén no sabía donde podía estar su regalo. Lo único que veía era el viejo Chevrolet Aska de su padre.
—Feliz cumpleaños, hijo —le dijo Jorge, entregándole las llaves del Aska.
—¿Qué? —preguntó Rubén sorprendido—, ¿es en serio?
—Si, hijo. Te lo mereces —respondió su padre—. Eres un adulto ahora, uno muy responsable, así que confío en ti que lo vas a usar bien.
—Pero ni siquiera tengo licencia —Rubén no lo podía creer.
—Bueno, tienes que ponerte a practicar entonces, e ir a sacar hora para la municipalidad.
Rubén abrazó a su padre muy agradecido.
Nunca pensó que su padre sería capaz de regalarle algo tan valioso como su primer automóvil que, si bien era antiguo, era su pequeña joya, a la que le había dedicado muchas horas de trabajo de reparación.
—¿Recuerdas cuando te enseñé a manejar el año pasado? —le preguntó Jorge. Y Rubén asintió—. Muy bien, porque ahora me llevarás al taller.
Jorge le dio unas palmaditas en el hombro a Rubén, y se subió de inmediato en el asiento del copiloto.
Rubén se subió en el asiento del conductor y echó a correr el motor. El sonoro rugido del antiguo motor le provocó una inmensa emoción: Era su auto.
Sacó el Aska de la cochera y se estacionó en la calle mientras su padre se bajaba a cerrar el portón, y luego condujo hasta el taller donde trabajaba Jorge, a unas cuadras de distancia.
—Lo hiciste muy bien, hijo —lo felicitó su padre—. Ya estás listo para sacar tu licencia.
—Gracias, papá —volvió a decir Rubén, entusiasmado.
Aún no podía creer que su regalo era real.
—Si quieres, puedes ir esta noche a la casa de Marco en el Aska —le sugirió su padre—. Con la condición de que no bebas ni una sola gota de alcohol.
Rubén no respondió, pero la idea de ir a ver a sus amigos en su nuevo auto lo tentaba mucho.
Sebastian se sentía más contento que nunca.
Acababan de llegar al terminal de Arica, después de caminar por casi dos horas, y estaban a punto de comprar los pasajes en bus hacia Antofagasta, para ir a ver a Rubén.
Se habían cambiado de ropa a unas cuadras de distancia, en plena calle, para evitar ser reconocidos como soldados. Javier había llevado una muda para cada uno, aunque la mochila aún podía delatarlos.
Se acercaron al mostrador de la agencia de buses para consultar sobre los pasajes, pero el precio excedía su presupuesto.
—Apenas nos alcanza para un pasaje —le comunicó Sebastian a Javier.
Javier bajó la mirada, pensando.
—¿Cuánto crees que paguen por ti si te prostituyes? —le preguntó Javier, bromeando.
—Cállate, hueón —le dijo Sebastian, dándole un golpe de puño en el pecho.
—Pregunta cuándo sale el próximo bus y cuántos asientos quedan disponibles.
Sebastian le hizo caso, y la vendedora le informó que estaban casi todos los asientos disponibles, y el siguiente bus salía a las nueve de la mañana.
—Llegaremos justo a tiempo para tomar once con tu Rube —comentó Javier con sarcasmo—. Mira, haremos lo siguiente. Preguntemos en todos lados los precios y la cantidad de asientos disponibles. Si están todos igual de vacíos, hablemos con el chofer nomas para que nos deje subir.
 Y eso hicieron. Finalmente lograron subirse a un bus que salía a las nueve y media de la mañana, tras hablar con el conductor y ofrecerle todo el dinero que tenían disponible.
—Gracias, por motivarme a hacer esto —le dijo Sebastian a Javier, cuando ya el bus había partido del terminal.
—¿Por motivarte a romper las reglas y arrancarte de un recinto militar, violando probablemente una decena de leyes? —cuestionó Javier—. Es todo un honor, mi amigo.
Sebastian se rió, y apoyó su cabeza en el hombro de Javier para dormir.
—No estamos rompiendo ninguna ley, ¿cierto? —le preguntó a Javier, ya algo adormecido.
—No creo —murmuró Javier en respuesta, también quedándose dormido.
Rubén estuvo intentando comunicarse con Felipe durante la tarde, pero no tuvo éxito.
El no tener noticias de su pololo le estaba afectando mucho psicológica y emocionalmente. Esa sensación de no saber qué estaba pasando con él lo ponía muy mal. ¿Acaso ya estaba cansado de él?
Al menos sabía que estaba bien, según lo que había podido conversar con Roberto.
A pesar de todo, reunió fuerzas de flaqueza y se alistó para ir a la casa de Marco y hacer una pequeña celebración de su cumpleaños. Obviamente estaría Catalina y Marco, pero no tenía claro si Felipe finalmente se presentaría o no.
—¿Va a venir? —le preguntó Catalina al oído, tras saludarlo y entregarle su regalo de cumpleaños.
Rubén simplemente se encogió de hombros.
—¿Cervecita para el cumpleañero? —le ofreció Marco, a modo de saludo.
—No puedo —respondió Rubén, mostrando las llaves del Aska que tenía en la mano izquierda, provocando la sorpresa inmediata de Catalina y Marco.
—¿Es una broma? —dijo Marco, mientras caminaba hacia la puerta para salir a ver el regalo de Rubén—. ¿Puedo conducirlo?
—No, Marco, ya te tomaste una cerveza —le llamó la atención Catalina— Estoy segura que Rubén no quiere que lo manejes con siquiera una gota de alcohol en tu cuerpo.
—La Cata tiene razón —complementó Rubén—, pero mañana podemos salir a dar una vuelta si quieres.
Los tres amigos salieron a comprar cosas para comer y preparar. En un supermercado que estaba a unas cuadras de la casa de Marco, encontraron todo lo necesario para preparar completos y pizza, y cosas para picotear como papas fritas y ramitas, aparte de todos los bebestibles necesarios.
Rubén estuvo toda la noche pretendiendo pasar un buen rato, para que Catalina y Marco no notaran su pena, pero cuando volvía a pensar en Felipe, que no estaba ahí en ese momento, comenzaba a temblar levemente y sentía incluso que se le bajaba la presión.
Sebastian y Javier se bajaron del bus en el terminal de Antofagasta, completamente doloridos por el largo viaje en esos pequeños e incómodos asientos.
El gran tablero que mostraba los horarios de los buses de cada andén indicaba que ya eran las diez de la noche.
—Bus culiao —murmuró Sebastian al ver la hora—, si no se hubiera quedado pegado en Tocopilla habríamos llegado mucho más temprano.
—Y no olvides la aduana —el cansancio se notaba en la voz de Javier—. Pero oye no te desanimes, que aún quedan dos horas del día para llegar y decirle a Rubén lo mucho que lo amas… y desearle un feliz cumpleaños obvio.
—Si, por lo menos ya llegamos —coincidió Sebastian.
—¿Viven muy lejos ustedes?
Sebastian calculó en su mente la distancia.
—No tanto —respondió finalmente—. Igual tendremos que irnos caminando. No tenemos plata para pagar colectivo.
—Lo que tú digas, Príncipe Azul —aceptó Javier, y caminó junto a Sebastian con rumbo a la casa de Rubén.
Felipe estaba temblando.
Había reunido toda la energía que tenía en su cuerpo para levantarse de la cama, arreglarse e ir a ver a Rubén a su cumpleaños. Sentía que ver a su pololo era lo único que podía alegrarle un poco su vida en ese momento, pero aún así se sentía inseguro de verlo, después de haberlo evitado los últimos dos días.
Sabía que había actuado muy mal, pero no lo había hecho por falta de amor, o al menos eso él creía. Simplemente en su cabeza tenía sentido que esas cosas tenía que hablarlas cara a cara, y en el momento no tenía fuerzas para ver a nadie.
Pensaba que cuando recibiera una noticia así podría soportarla más racionalmente, ya que según él, lo tenía superado, o asumido, pero no. Le había afectado como si no hubiese pasado ningún día desde su emancipación forzosa.
Tomó el regalo que le había comprado a Rubén y lo guardó en una bolsa de género, se puso su polerón negro favorito y salió de la casa de Roberto rumbo a la casa de Marco, listo para ver a Rubén, besarlo, y finalmente contarle todo.
Catalina, Marco y Rubén estaban conversando tranquilamente mientras preparaban una pizza con todos los ingredientes favoritos de cada uno, cuando escucharon que tocaron el timbre de la puerta de entrada. Marco salió a abrir la puerta y al volver, Rubén sintió que la presión le bajó de un momento a otro: Felipe estaba al lado de Marco, con un paquete de regalo en las manos.
Rubén notó que su pololo tenía los ojos muy hinchados, como si recién se hubiese despertado, y se acercó impulsivamente para saludarlo y abrazarlo, pero cuando estuvo frente a él se detuvo. Tenía las manos sucias con restos de aceitunas, y no lo quería manchar.
—Feliz cumpleaños Rubén —le dijo Felipe, antes de darle un fuerte abrazo que duró largos segundos.
Rubén se dejó abrazar, y permitió que ese abrazo lo llenara de energía y restaurara su presión sanguínea, algo que por el momento estaba funcionando.
—Gracias —fue lo único que pudo decir Rubén sin ponerse a llorar.
—Te traje esto —le dijo Felipe, entregándole el regalo.
Rubén lo tomó con una sonrisa, pero no dijo nada, soportando el nudo que tenía en la garganta.
—¿Podemos hablar? —le preguntó Felipe, provocando que a Rubén nuevamente le bajara la presión—, en privado.
—Pueden pasar a mi pieza —dijo Marco, desde la cocina, claramente atento a sus palabras.
Rubén escuchó que Catalina lo regañó en voz baja por eso, causándole gracia.
—Gracias Marco —le dijo Rubén, y se dirigió al dormitorio de su amigo, mostrándole el camino a Felipe.
Ambos ingresaron a la habitación y Rubén cerró la puerta a su espalda, sin saber como iniciar la conversación. Tenía tantas cosas que decirle a su pololo, pero no quería hacerlo desde la rabia.
Para su alivio, Felipe tomó la palabra primero.
—Rubén, te quiero ofrecer disculpas, por como me he comportado últimamente —comenzó a decir Felipe—. He sido un imbécil.
—No digas eso… —Rubén le iba a bajar el perfil, pero objetivamente tenía razón.
—No, es verdad —lo detuvo Felipe—. he sido un imbécil y no tengo excusa, pero solo quiero que sepas el por qué he actuado así —Felipe se sentó en la cama de Marco y Rubén lo imitó, sentándose a su lado—. Hace unos meses me enteré que mi viejo tiene cáncer, de páncreas —reveló finalmente—. Mi viejo se va a morir —agregó aguantando el llanto.
Rubén se abalanzó para abrazarlo, con muchas preguntas en la cabeza que prefirió no verbalizar para no agobiarlo, pero la principal que más lo agobiaba era por qué no se lo había contado antes.
—Un día fueron al liceo a buscarme para decirme —le contó—, querían incluso que volviera a vivir con ellos —la sorpresa era evidente en el rostro de Rubén, que se alegró momentaneamente por la idea de que los padres de Felipe lo habían aceptado tal cual era—, pero querían que dejara de lado mi “estilo de vida” para poder volver con ellos —acotó—. Ni siquiera al borde de la muerte son capaces de aceptarme.
Rubén notó cierto resentimiento en las palabras de su pololo, aunque no lo juzgaba.
—A causa de eso siento que me cerré mucho contigo, me guardaba todo, ni siquiera sentía deseo —le confesó, algo avergonzado—. El lunes mi mamá fue a buscarme al trabajo para decirme que mi viejo está en la clínica internado. Está complicado.
—¿Lo fuiste a ver? —quiso saber Rubén.
Felipe negó con la cabeza, bajando la mirada.
—No fui capaz —una lágrima silenciosa cayó por cada uno de sus ojos, aunque no mostraba señales de inestabilidad en su voz—. Mi mamá estaba… enojada, sentí yo, como si me estuviera avisando solo por compromiso. No me dijo que me quería allá, o que era bienvenido de ir a verlo cuando quisiera. Nada. Así que me fui a la casa del Robert… a mi casa, y me encerré en mi depresión. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie.
—Pero yo no soy nadie —murmuró Rubén, con pena.
Rubén sentía una pena tremenda. Los ojos los tenía llenos de lágrimas por escuchar la situación que estaba viviendo su pololo. Independiente de la forma en que sus padres se habían portado con él, la idea de perder a un padre era lo peor que le podía pasar a una persona, aunque desde el punto de vista de Felipe, él ya había perdido a sus dos padres hace un par de años.
Además, también le daba mucha pena (y algo de rabia) que Felipe haya decidido pasar por ese proceso él solo, sin apoyarse en él.
—Obvio que no lo eres —le dijo Felipe, acariciándole el rostro—. Pero no te quise contar desde el principio porque sabía lo mucho que te podía afectar esto —le dijo, haciéndole entender que se refería a que sabía lo que se sentía perder a un padre—, y no quería que me dijeras “perdónalos, haz las paces con ellos, aprovecha el tiempo que te queda”.
La última frase molestó un poco a Rubén, porque era exactamente lo que le habría dicho, pero habría tenido mucha más precaución de decirlas, sabiendo su historia familiar.
—¿Y ahora qué harás? —se limitó Rubén a preguntarle, respecto a su suegro.
Felipe se encogió de hombros.
—La verdad me ha atormentado mucho estos días, con terror de que suene mi celular en cualquier momento, pensando que podría ser mi mamá llamándome para decirme que mi viejo murió.
—¿Y por qué no lo vas a ver y te quitas esa incertidumbre? —cuestionó Rubén.
—No es tan fácil, Rubén —respondió Felipe poniéndose de pie, algo molesto.
—Si sé que no es fácil —coincidió Rubén, parándose frente a su pololo—, solo era una pregunta. No te quiero presionar.
Rubén tenía sentimientos encontrados en ese momento. Si bien, estaba contento de por fin tener una explicación por la conducta distante de su pololo las últimas semanas, y empatizaba mucho con lo que estaba viviendo, no se explicaba por qué no había sido capaz de contárselo antes, por qué no confiaba en él.
Rubén abrazó a Felipe y notó que, al igual que él, estaba temblando.
—Hay algo más —le dijo de repente Felipe, aclarándose la garganta.
Rubén se separó unos centímetros de su pololo y lo miró a los ojos, preocupado.
—¿Qué cosa? —quiso saber, al ver que Felipe no hablaba.
—Hace unas semanas, cuando fui a la casa de las niñas —Rubén sabía que se refería a la casa que compartían Anita, Ingrid y Alan—, recién me había enterado del cáncer de mi viejo —contextualizó, mientras el corazón de Rubén estaba completamente detenido, esperando la conclusión de su punto, sospechando tristemente hacía donde se dirigía—. Le conté a Alan, y mientras conversábamos, me besó.
Rubén dio automáticamente un paso atrás, como si con esa distancia Felipe no iba a ser capaz de escuchar cómo su corazón se acababa de romper.
No solamente lo había mantenido en oscuras todo ese tiempo, sino también le había confiado toda esa información a su ex pololo en vez de a él, y además se habían besado.
—¿Qué? —Rubén movió la boca, pero su voz no salió.
Se comenzó a sentir débil, pero intentó no demostrarlo.
—Lo siento —dijo Felipe, intentando llenar el silencio que se había instalado entre los dos.
—Necesito tomar aire —murmuró Rubén, antes de abrir la puerta de la habitación y salir del lugar.
Felipe no lo siguió.
Al salir al comedor notó que Marco y Catalina estaban en el patio, probablemente para darle mayor privacidad en su conversación con Felipe.
Rubén se tapó la boca, para no llorar audiblemente, y salió por la puerta de entrada, abrió la puerta del Aska y se sentó en el lado del conductor, donde por fin se quitó la mano de la boca y soltó el llanto.
No se dio ni siquiera diez segundos para desahogarse, y le dio contacto al motor con la llave. Necesitaba salir de ahí y volver a su casa.
Se puso el cinturón de seguridad y empezó a conducir a una velocidad más que imprudente.
A los pocos minutos de haberse marchado, sintió que vibraba el celular que tenía en el bolsillo. Sabía que era Felipe el que lo llamaba, pero de igual manera sacó aparatosamente el teléfono del pantalón, en caso de que realmente fuera alguien más, como por ejemplo su padre, llamándolo por una urgencia real.
Miró la pantalla de su celular, donde se leía el nombre “Felipe”, y se quedó pegado mirándola por un par de segundos, hasta que la visión se le nubló por las lágrimas. Tiempo suficiente para desviarse de su carril y subirse al bandejón central de la avenida, para luego intentar volver a su pista y volcarse por la brusquedad de la maniobra, justo a tiempo para chocar con algo, que Rubén ya no fue capaz de definir.
Rubén no escuchaba nada, solo un pitido insoportable en los oídos, y por pura desesperación de encontrarse de cabeza en un auto recién volcado, comenzó a gritar.
Sebastian y Javier iban caminando en completo silencio rumbo a la casa de Rubén cuando escucharon un golpe ensordecedor, seguido del ruido clásico de las llantas frenando con fuerza sobre el pavimento, justo en la calle que acababan de cruzar.
Se devolvieron hacia la esquina y vieron que una cuadra más allá había un auto volcado.
Sebastian miró a Javier, y sin decir ninguna palabra, ambos se acercaron al lugar a prestar ayuda.
Se aseguraron de que no hubiese mayor riesgo, y pudieron escuchar los gritos provenientes del interior del vehículo.
—Mantenga la calma —gritó Javier acercándose con cautela a la que era la ventanilla del copiloto—, ya viene la ayuda en camino.
Sebastian pensó que su amigo no tenía cómo saber eso, ya que ninguno de los dos tenía un teléfono para llamar a una ambulancia.
—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Sebastian, algo nervioso.
—Tenemos que sacarlo de ahí —le indicó Javier—. Al menos está gritando, eso signifiaca que está consciente y que respira.
Rubén no escuchaba nada, solo el pitido insoportable en su oído que bloqueaba cualquier ruido del exterior del Aska.
Dejó de gritar cuando por fin se pudo calmar, y se dio cuenta que lo primero que tenía que hacer era soltar el cinturón de seguridad.
Sebastian le quitó la mochila a Javier y la abrió buscando algo que le pudiera servir para romper el cinturón.
—¿Trajiste tu navaja? —le preguntó Sebastian, buscando entre los bolsillos.
—Si, está en el pantalón —Javier se agachó al lado de Sebastian, buscando en la mochila sus pantalones—. Aquí está —le pasó la cuchilla a Sebastian—. Yo sostengo al caballero para que no caiga de cabeza mientras tú cortas el cinturón.
Le indicó y Sebastian obedeció.
Javier se metió con dificultad al vehículo volcado para sostener a la persona que iba al volante, tapándole la visión a Sebastian.
Cuando por fin Sebastian le pudo ver el rostro, simplemente le dijo unas breves palabras.
—Lo vamos a sacar de aquí, tranquilo.
Rubén intentó de todas las maneras posibles liberarse del cinturón con cuidado, pero no lo logró. Lo único que le quedó hacer fue soltar el seguro del cinturón y dejar que la gravedad hiciera lo suyo tirándolo de cabeza hacia abajo.
Soltó un grito por el dolor que le provocó en el cuello la caída y solo entonces sintió el amargo sabor de su propia sangre en su boca.
Se arrastró como pudo para atravesar la ventanilla y salir del vehículo volcado, aplastándose contra fragmentos de vidrio, provocándose heridas nuevas en brazos y piernas, y abriendo aún mas las que ya tenía en ese momento.
Al salir del Aska, intentó ponerse de pie, pero en ese momento comenzó a sentir intensos dolores en todo el cuerpo, y le fue imposible mantenerse parado por más de cinco segundos, tiempo suficiente para darse cuenta que estaba completamente solo en la calle.
Cayó de bruces al piso, y sintió en su cara el frío asfalto. Cerró los ojos y perdió el conocimiento.
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allmenislands · 2 years
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Me encantó ir con Javi a la playa, verlo en bañador y darle un primer beso que me supo salado como el océano y dulce como el algodón de azúcar
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anna-garay · 7 months
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Intoxicación inducida (Pequeña trilogía del amor I)
(Capítulo único)
Tres historias muy cortas e independientes de cómo el amor se puede desarrollar o no en estos tiempos modernos.
En este primer microcuento, dos chicos quedan por primera vez. ¿Como irá su primera cita?
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kittenfangirl20 · 1 year
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This Tumblr profile supports gay Reiner supremacy.
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dayonnight · 2 months
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Hearing Zero Eclipse (A.K.A. The lesbians song) and noticing the parallels they have with the gays (Eremin) and kinda wanting to make a comic or something to elaborate on their parallels more.
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mithrilpen · 4 months
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Mi erección ya estaba gritando - Relato erótico gay
Un día llegas al gimnasio como otro día cualquiera y en las duchas acabas más mojado que nunca. Y no sólo de agua.
Nota: un día fui al gimnasio a entrenar y vi el mejor culo que he visto en mi vida. Este relato se lo dedico a ese chico que me dejó babeando todo el día. Cualquier parecido con la realidad (por favor que alguien me avise. Es para un amigo...), es mera coincidencia.
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Después de aparcar, saqué las llaves de la ranura del coche y me quité el cinturón de seguridad. Cuando salí por la puerta noté el ambiente fresco de la mañana aun cuando el sol se sentía cálido. Como siempre que voy al gimnasio, me puse los AirPods y después de sacar la mochila del asiento trasero, fui caminando hasta la entrada del gimnasio. 
Durante el camino, como cada vez que vengo, lo primero que pensé fue que ojalá no hubiera tanta gente entrenando. Me da una pereza terrible tener que esperar para poder usar las máquinas. Recuerdo que cuando estaba apuntado en otro gimnasio se formaban colas largas para usar máquinas. Parece que esto es algo usual en los gimnasios de Madrid y no debería sorprenderme, pero joder, es horrible. Menos mal que el último al que me apunté abrió hace poco y por ahora no se está mal: parece que hoy no habrá tantas personas. 
Después de guardar la mochila y terminar de prepararme, comencé a calentar en la cinta de correr. Fue entonces cuando miré hacia delante y ví el mejor culo que he visto en mi vida. Su dueño era un chico alto, pelo moreno, tenía un cuerpo muy bien esculpido y trabajado, más o menos de mi altura, y aparentaba unos 30 o 35 años. Llevaba puestas unas mallas con las que se le marcaba todo. Parecía que también acababa de llegar y se disponía a usar la bicicleta estática. Mientras se me caía la baba, le ví mover sus piernas bien esbeltas caminando de un lado a otro: iba, hablaba con la chica de administración y volvía. Al cabo de un rato, se subió a la bicicleta y comenzó a pedalear. 
Joder. 
No podía apartar mi mirada de su trasero redondo y respingón cada vez que caminaba. Miré hacia los lados disimulando para que nadie se diera cuenta de que me estaba muriendo por dentro, pero de vez en cuando era inevitable mirarle de nuevo.
Acabé mi calentamiento en la cinta, maldije para mis adentros al tener que alejarme de mi crush instantáneo y comencé mi tabla de ejercicios de hoy: pectorales, hombros y tríceps.
La mañana fue transcurriendo sin ninguna novedad hasta que me tocó la parte que más pereza me daba, los hombros. Miré la tabla de ejercicios y decidí comenzar por el ejercicio press militar con barra, que consiste en levantar una barra pesada por encima de la cabeza. 
Cuando fui a buscar la que me interesaba, me di cuenta de que alguien se la había llevado, así que decidí buscar quién la tenía y preguntarle si le quedaba mucho. Y es entonces cuando le vi a él usándola. Por supuesto, no pude evitar mirarle ese melocotón celestial otra vez. 
Por favor, que alguien me quite los ojos y me salve de esta tortura.
No dudé en acercarme:
– Perdona, ¿cuánto te queda con la barra? – Si no supiera disimular, mis babas estarían encharcando el suelo hace rato.
Cuando se giró y me miró, de repente me vino la sensación extraña, súper ligera, de que conectamos. Noté que su mirada recorría mis labios y, por un momento muy rápido, le vi morderse el labio inferior. Algo se había estremecido en mis adentros. 
– Me queda un rato, porque la necesito para otro ejercicio – me respondió, agitado por el ejercicio.
Por cierto, tenía los ojos de color marrón claro y facciones marcadas. Era posible que mi juicio estuviera nublado por la primera impresión que tuve de él y su impresionante trasero, pero joder, qué guapo me parecía.
– ¿Podríamos turnarnos? – Le pregunté.
De repente, lo que noté antes se esfumó porque junto al sudor que le caía por la cara, le vi expresión de fastidio.
– Venga, vale – me dijo, agitado.
Y así de fácil el culo perfecto que tenía en un altar, se cayó a lo más profundo del infierno. 
Menudo idiota, pensé.
Le di las gracias algo molesto, cogí la barra y comencé mi ejercicio. Me di cuenta de que me estaba mirando cuando le miré de reojo e inmediatamente me dijo:
– No lo estás haciendo bien, porque la barra tiene que quedar por encima de tu cabeza – dijo suspirando impaciente.
– Pues venga, hazlo tú y veo cuál es la técnica – no pude evitar decirlo con cierto mal humor.
Quizás fui muy directo, porque de repente se puso en pie, dispuesto a ayudarme.
– Mira – fue entonces cuando cogió la barra e hizo el ejercicio tal y como me había corregido, para demostrarme cómo se hacía –. Ahora tú. A ver, que te vea.
Dejó la barra en el suelo, la cogí y me dispuse a hacer el ejercicio otra vez, cansado de la repetición anterior. Debió notar mi cansancio, porque se puso detrás de mí (demasiado cerca, diría) y empezó a ayudarme a levantar los brazos en la dirección indicada. 
– Así, ¿ves? – Me susurró.
A pesar del esfuerzo y cansancio, no pude evitar sentir un chispazo por todo mi cuerpo. Era una locura: por un lado, me había fastidiado su reacción y por otro, todo me ponía a cien. No estaba entendiendo nada, pero menos mal que llevaba puesta una camiseta larga y ancha, porque mi erección ya estaba gritando.
Después de eso, seguí haciendo el ejercicio con sus correcciones y, muy a mi pesar, noté la diferencia. Pero mi orgullo iba por delante, no lo podía admitir. 
Durante su turno, no parábamos de intercambiarnos miradas. Si no hubiera tenido esa reacción de fastidio al principio, juraría que me estaba haciendo una radiografía a todo el cuerpo. Así como yo no podía apartar mis ojos de ese trasero de los dioses.
Acabé de usar la barra, se la dejé, me despedí fríamente y me fui para continuar con mi entrenamiento. 
Al contrario de lo que se pueda pensar, el malhumor que me había provocado me motivó con los siguientes ejercicios y, cuando ya había acabado toda la tabla y el estiramiento, me dirigí a las duchas. 
Cuando llegué a la puerta del baño tenía todo el cuerpo cubierto de sudor y me encontraba agitado. Al entrar, vi que sólo estaba él, sentado y sin camiseta, justo antes de las duchas. Le vi mirarme y sacó una media sonrisa. Esto me enervó porque ya no sabía qué estaba pasando, me estaba sintiendo muy confundido. Me puse en el banco opuesto al suyo y de espaldas porque si le seguía mirando, el grito de mi erección se haría visible y lo último que quería en ese momento era pasar vergüenza. Y menos por él. 
Preparé mi ropa limpia en el banco, saqué mi toalla, el champú y el jabón y comencé a desvestirme. No pude evitar sentir su mirada clavada en mi dirección. Me bajé los calzoncillos, me puse la toalla alrededor y cogí lo que necesitaba para irme a la ducha lo antes posible. 
Debido a que soy de erección fácil, uno de mis requisitos para apuntarme a un gimnasio es que las duchas sean individuales y cerradas y este las tenía. Es por eso que me sentí aliviado de haber tomado esa decisión. 
Cuando abrí el agua escuché que alguien estaba hablando del otro lado de la puerta:
– Oye, perdona, me he dejado mi jabón ahí dentro.
No cabía duda, era él. Al escucharle se me aceleró todavía más el corazón. Con los nervios, no me había fijado que se habían dejado un bote de jabón en una de las repisas de la ducha. Lo cogí y cuando estaba abriendo la puerta, de repente la empujó rápido para meterse conmigo dentro.
– ¿Qué coño haces? –le grité en susurros, aunque en el vestuario no había nadie más. 
En el fondo me está encantando.
Había entrado tal y como le vi fuera de la ducha, todavía no se había quitado las mallas cortas de hacer ejercicio.
– ¿Te crees que no me he dado cuenta de que te la he puesto dura?
Bajé la mirada para ver su paquete y yo también debí provocarle el mismo efecto: la tenía tan dura y apretada en sus mallas que era imposible no verla. Me resultó muy difícil no reírme, de lo nervioso que me encontraba.
– ¡Pero qué dices!
– Deja de disimular, guapo. No me has quitado el ojo desde que estabas calentando.
Estaba ocurriendo todo tan rápido y había tanta tensión, que el único impulso que me salió fue el de besarle. Ya habría tiempo para arrepentirnos.
Mi beso fue bien recibido, porque no opuso resistencia. Es más, me empujó hacia la pared mientras nos besábamos. Nuestras lenguas estaban enfrascadas en una lucha de la que ninguno de los dos iba a ganar. Estaba alucinando. De repente, noto su mano acariciando mi erección y no pude evitar gemir.
– Espera, que aquí nos van a pillar – le dije entre susurros y jadeos.
– Puf, estamos muy cachondos…
Se pegó todavía más a mí y noté cómo nuestras pollas se rozaban cada vez más. Sin dudarlo, llevé mis manos a su culo. Si ya era un manjar a la vista, tocárselo fue indescriptible. 
Joder, estoy tan caliente que me da igual lo que ocurra fuera. 
De repente, escuchamos que alguien entraba al vestuario y nos quedamos inmóviles. Se llevó el dedo índice a sus labios, haciendo el gesto de silencio y nos quedamos atentos a los sonidos de fuera. Le vi abrir un poco la puerta para mirar y escuché la puerta de fuera volviéndose a abrir.
– Se han ido. Vente conmigo – me dijo, susurrando.
Salimos de la ducha, cogió unas llaves que tenía en su mochila y me agarró de la mano. Cruzamos todo el vestuario y me dirigió a una puerta que ponía “Privado” en rojo. Abrió la puerta con las llaves y, cuando entramos, vi que dentro había más duchas. Supuse que son las que utilizan las personas que trabajan aquí.
– ¿Qué es esto? ¿Cómo puedes entrar aquí? – Le pregunté mientras volvía a cerrar la puerta.
– No importa – y me plantó otro beso. 
Otra vez me llevó hacia una de las duchas y cuando llegamos, decidí encender el agua para quitarnos el sudor.
Mientras nos besábamos, sus manos recorrieron mi cuerpo, así como yo hice con el suyo. Estaba tan cachondo que incluso acariciar sus músculos era placentero de por sí. Llegué con mis manos a su culo y aproveché que tenía los dedos húmedos para jugar con su agujero y empezar a dilatarle. Pero me apartó la mano con suavidad y cerró el agua de la ducha.
Decidí ir un paso más allá: empecé a recorrer su cuello con mis labios con suavidad y fui bajando poco a poco por su pecho. A pesar de que estábamos dejándonos llevar por la lujuria, me tomé mi tiempo en besar cada rincón de su cuerpo. Cuando comencé a lamer sus pezones, le escuché gemir. De vez en cuando le daba pequeños mordisquitos porque me encantaba oírle disfrutar. Después fui bajando tranquilamente por sus abdominales y su pelvis, como si quisiera imprimir en 3D todo su cuerpo, hasta que llegué a mi objetivo.
Le bajé las mallas hasta quitárselas y tenía su mástil enfrente de mi cara. Se la cogí de la base, apretando, separé mis labios y con su mano fue guiando mi cabeza hasta metérmela entera en la boca.
– Joder – suspiró, mientras me empujaba lentamente hasta llegar al fondo de mi garganta.
Empecé a subir y bajar con mis labios una y otra vez por su erección. Noté que le temblaban un poco las piernas, así que se apoyó en la pared. Fue entonces cuando sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de mis movimientos. A lo largo de mis 30 años he comido muchas pollas, pero no recordaba ninguna que me hubiera gustado tanto como la suya.
– Eres bueno chupando pollas… Si sigues así, no aguantaré mucho…
Solté su miembro haciendo un chasquido con mis labios y subí a besarle de nuevo. 
– Necesito follarte – le dije con labios hambrientos.
– Vas a tener que ganártelo…
– ¿No te parece suficiente ya?
Se quedó mirándome por un momento, sin poder disimular, mordiendo su labio inferior como había hecho antes, cuando cruzamos nuestras primeras palabras.
– Venga, dilátame – era todo lo que necesitaba oír.
Se giró y aproveché para frotar mi polla entre sus nalgas mientras fui besando cada músculo de su cuello y espalda, como si quisiera conocerle a través de mis labios. Después, fui bajando poco a poco y cuando llegué, mis ojos no podían creer la semejante maravilla que tenían delante. Debí quedarme mirando su culo con cara de tonto bastante rato porque me dijo:
– ¿Te gusta lo que ves?
– Tío, me pones muchísimo… 
Recorrí sus nalgas con mis labios, dándole besos cortos por donde pillaba, deseando que ese momento no acabara nunca. No soporté más esa tortura, así que se las abrí y empecé a lamerle con suavidad. Escuchar sus gemidos era placer para mis oídos, así que decidí aumentar el ritmo.
Después de un rato, me levanté y volví a subir hasta su cuello. 
– Voy a empezar con un dedo, ¿vale? – Le susurré.
– Haz lo que sea, pero date prisa porque no sé si podré soportarlo mucho más…
Mientras introducía el primer dedo, fui recorriendo su cuello a besos. Empecé a jugar con mi dedo para que su esfínter se fuera dilatando poco a poco y cuando fui notando que estaba menos apretado, le metí dos. Parecía que le estaba encantando la forma en la que jugaba con su próstata, porque me dijo: 
– Ya estoy listo, pero espera.
Salió de la ducha y se dirigió hacia una repisa donde había muchas cosas. Cogió una caja, sacó un condón y luego un lubricante. Yo estaba sorprendido.
– Veo que lo tienes todo preparado… 
Me sonrió mientras abría el envoltorio y volvía de nuevo a la ducha. Me dio un beso y me puso el condón con suavidad. Cogí el lubricante, me eché un chorro en la mano y, tras lubricarle a él, me eché más para lubricar el látex de mi polla hasta que quedara bien resbaladiza.
– Venga, deprisa… – En ese momento ya no me importaba nada más, sólo necesitaba meter mi polla palpitante en ese culo que tanto deseaba.
Se giró de cara a la pared, arqueando su espalda, le cogí de la cintura y empecé a empujar muy lentamente la punta para que su culo se acomodara poco a poco a mi polla. Cuando noté que se relajaba, comencé a meterla un poco más, hasta que pude llegar al final.
– Oh, Dios… – jadeó, cuando comencé a embestirle más y más. 
Al principio fueron movimientos suaves, pero cuando le vi moverse hacia atrás buscando más, empecé a penetrarle con más fuerza y profundidad. El sonido de nuestras respiraciones era tan fuerte que se podían oír por toda la habitación. Menos mal que en el vestuario de fuera también se escuchaba la música del gimnasio porque si no, nos hubieran pillado.
Miré hacia abajo donde se unían nuestros cuerpos y vi cómo mi polla se metía en tremenda maravilla.
– Puf, no te imaginas lo que me excita ver mi polla hundiéndose en tu culo… – Le dije, y aceleré mis embestidas.
Al decirle eso su cuerpo se tensó y mientras lo follaba, comenzó a masturbarse. Parecía que estaba tan caliente que no pudo durar mucho más, y vi que su polla empezó a eyacular semen por toda la pared.
– ¡Joder! No puedo aguantar más… – dije entre jadeos.
En cuestión de segundos no tardé en eyacular y llenar el condón dentro de él mientras jadeaba con fuerza. 
Apoyé mi cabeza en su marcada espalda mientras le tenía agarrado de su cintura. Necesitábamos recuperar nuestro aliento. Mi cabeza no paraba de dar vueltas después de tanto placer.
Una vez mi polla estaba fuera de él, me saqué el condón y volvimos a abrir el agua de la ducha para limpiarnos.
– ¿Trabajas aquí? – le pregunté. De repente recordé que estábamos en una habitación de uso privado del gimnasio.
– Soy el gerente que lo dirige – responde, guiñándome un ojo.
No me esperaba esa respuesta así que no supe qué responderle. Debió darse cuenta porque siguió hablando:
– Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Martin, ¿y tú?
– David – sonríe.
– Pues David, he tenido el mejor sexo desde hace mucho tiempo… – y le planté un beso mientras envolvía su culo entre mis manos. 
Si hubiese sido por mí, no lo hubiera soltado nunca jamás.
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