A Rosalía y esa niña que fue
Como el olvido es nuestra sombra de todos los días, a veces recuperamos las mismas cosas varias veces. Un ejemplo es que imitando la obra perfomativa de mi amiga Ana Volonté sobre Myriam Stefford, busqué sobre ciertxs artistas viejxs de Mendoza y su dedicación a la escritura. Encontré y compré en internet el libro de Rosalía Levinsky de Flichman (¡una joyita!) y luego me enteré que siempre estuvo la Biblioteca San Martín, pero que había sido re-encontrado y recuperado de las sombras de los anaqueles cuando alguien preguntó por él, queriendo estudiar sobre la gente venida de Ucrania, hace muy pocos años. A continuación unos fragmentos:
Ta-ta-ta-ta. ¿Qué es ese ruido, será la puerta entreabierta y sin aceite? No, dice mi tío adolescente. Es una ametralladora. Tratan de detener a los "blancos" a una cuadra, en la plaza.
Los "rojos" contra los blancos. Mi mente infantil reflexiona rápidamente. ¿Será mejor que vengan los blancos? Pero arrasan con todo lo que encuentran, son como una furia a caballo, cosacos endemoniados. ¿Le cortarán la cabeza a mi abuelo?
Lo cierto es que los rojos tampoco nos quieren. Mandaron a mis tías jóvenes a trabajos forzados, y obligaron a mi abuelo a entregarles el gran manojo de llaves del depósito de yerbas medicinales que nos convertía en burgueses. Sí, somos burgueses, vivimos en una linda casa, en el primer piso, y ocupamos toda la esquina. Las ventanas miran a las dos calles más importantes de la ciudad, "Iecaterínenskaia" y "Priiútskaia".
Antes de la revolución y de la guerra civil muchos jóvenes paseaban por estas calles hasta altas horas de la noche, conversaban, reían. En verano, con la ventana abierta, me dormía escuchando. En mis sueños también paseaba como los grandes, conversaba y reía como ellos.
(...)
Parece que los blancos avanzan. ¿Entrarán antes del amanecer? El trueno de las armas se escucha más y más próximo.
Mi abuelo, con su barba y su imponente figura de patriarca aún joven y fuerte, llama a los vecinos que viven en el dvor. Vienen los ancianos y las madres con sus hijos. Los hombres jóvenes quedan en sus casas. Puede ser que no los maten los cosacos.
El abuelo nos lleva al escondite. Es la buhardilla de mi casa. Subimos con dificultad. La escalera es estrecha y oscura. Los ancianos se quejan, les duelen las piernas; los niños están llorosos.
¿Quién grita? ¡Tapen la boca a ese niño! ¡Nos van a descubrir por su culpa! ¡Nos matarán! Pónganle un trapo en la boca. ¿Y si se asfixia? ¿Y si morimos todos? Siento latir mi corazón con fuerza y me parece sentir el de toda la gente acurrucada alrededor de mí. Que no se asfixie el niño, que no maten al abuelo. El es un judío valiente y fuerte, pero es un judío, y los blancos no nos quieren. Gritan por las calles. Maten a los judíos, que mataron a nuestro Dios. ¿Quién les dijo eso? Son ignorantes, no saben leer, sólo van a la iglesia. ¿Quién les dijo que los judíos mataron a Jesús? ¿Nosotros lo matamos? No, no lo hicimos. El abuelo me contó que Jesús era un gran judío, dulce, humano, genero- so; su pueblo lo seguía, lo adoraba. El decía "amaos los unos a los otros". ¿Nos aman los cosacos? ¿Quién les enseñó a odiar tanto?
(...)
La "intelligentsia", la gente culta, sabe también de teatro y música, de óperas y operetas. Mi hermana y yo cantamos cientos, miles de canciones. Conozco la música y la letra de óperas y de operetas traducidas al ruso. Aprendo a cantar en ruso un tango que llega de Argentina, "El Choclo". Por cierto, las señoras elegantes usan vestidos color "tango". Mi tía grande tiene un abrigo precioso de ese color, un hermoso anaranjado.
Somos de la intelligentsia judeo-rusa. Nacimos judíos, pero somos rusos a pesar del antisemitismo, tan famoso, de Rusia, Polonia y otros países de la actual Europa Oriental. Y yo amo la cultura rusa, su naturaleza, su gente.
Amo este bello país de anchas llanuras, bosques, montes, mares y grandes ríos navegables. Amo lo que sus poetas escribieron, sus cantos a la naturaleza de Rusia. Pues a nosotros, los chicos, no sólo nos estimulan a leer, nos obligan a ello; tenemos que aprender a pensar y a desmenuzar lo comentarlo con los mayores. Y somos que leemos y bastante selectivos. No queremos tener amigos simples o incultos. Así nos lo inculcan y así lo sentimos.
(...)
Los cosacos cabalgan por las calles. Matan, matan. Son brutos y asesinos. Y como son analfabetos sólo escuchan las voces que los estimulan. No se cansan nunca de su obra macabra.
Ya terminó. Se fueron los cosacos. Todo se apacigua, todo acaba. No mataron a mi tía, la recitadora, ni a mi tía chiquita. Han corrido desesperadas, buscaron refugio, pidieron ayuda, imploraron, rogaron. Ahora están en casa, lloran, pero están vivas, contentas, salvaron la vida. Yo las abrazo, las acaricio.
En la habitación contigua se está muriendo mi querido primito de dos años. Su mamá, la tía grande, lo mira, llora. Tristeza. El nene está muy grave, tiene pulmonía. ¡Yo lo quiero tanto! Siento el dolor de una pequeña madre. Sashenka empeora. Y llegó la horrible noticia. El nene ha muerto. Mamá me consuela, me acaricia.
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Ahora ya no soy tan pequeña. Crecí un poco, me siento más grande. Me llevan a pasear en tranvía, que es una novedad. También fui al cine, otra novedad. Vi una película que se llama "Cuánto más brillantes son las estrellas, más oscura es la noche". Me impresionó mucho y pasé largo tiempo pensando en lo que vi y no entendí muy bien.
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Llegó el día feliz, ya voy a la escuela. Está nevando, han abierto en la vereda un angosto camino entre dos altas paredes de nieve y a los costados no ve nada. Mi cara, el pelo que asoma de la gorrita de lana, están blancos, húmedos. Camino con dificultad sobre la blanda nieve. Al fin llego. Estudio bien, y sobre todo dibujo, siempre dibujo. Ahora reparto mi amor entre mamá y la maestra. Su sola sonrisa me llena de felicidad. Cuando falta a clase me pongo triste y nada me interesa; cuando vuelve todo se aclara, se ilumina. Al acostarme deseo soñar con ella. La necesito, necesito verla, acariciarla con la mirada, tenerla cerca. Soy feliz cuando a ella le gusta lo que hago en clase. Siento por mi maestra un puro y maravilloso sentimiento de amor sin límites.
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Los alemanes cruzaron el río Dnieper. Viajaban en tren. Veían ventanillas las "isbas" blancas diseminadas por las colinas con sus techos de paja, como cacerolas invertidas. Todavía había pan y leche en los graneros.
Llegaron a mi ciudad. Todos temían la ocupación. Yo pienso y pienso. ¿Por qué tienen miedo? Para nosotros, los chicos, fue como revivir. Se encendieron las luces, se abrieron las puertas de los comercios, sobre todo las de las panaderías y confiterías. Veía pasar por las calles a muchachos rubios que invitaban a los chicos a comer masitas, chocolate y otras cosas que faltaban hace mucho.
Parece que los cosacos y el resto del ejército zarista apoyan a los alemanes.
Quieren derrotar al soviet y a la revolución. Eso no me gusta: odio a los cosacos, quiero que se queden los bolcheviques. Oigo nombrar a Lenin, a Trotsky, a Stalin y últimamente a Voroshilov, que conduce la guerra contra los alemanes y es un valiente lleno de fe y de coraje.
Al fin los alemanes se retiran y queda el soviet. Mucha sangre derramada, pérdida de hijos, esposos, padres. Todos sufrimos hambre y frío, no hay leña para calentar las casas ni para cocinar. Se desarman las empalizadas, los muebles y todo objeto que arde sin que su valor importe. Por un atado de leña se entrega a los mujiks un mantel con fi- papas nos bordados, y por un "funt" de un espejo con marco francés. La nieve se espesa, lo cubre todo. La falta de comida nos debilita, el frío se tolera menos.
(...)
Con la primera claridad del amanecer mi pobre abuelo encuentra a su hermano en medio de la calle, en un charco de sangre; todavía respira. Lo levantan entre varios y lo traen a casa... muerto. Su barba rojiza está más roja, mezclada con la sangre inútilmente derramada.
La mujer ha sido violada y asesinada. Quiero que vuelvan los rojos; cantan la "internacional" y nos asustan, pero que vengan pronto. Los blancos son peores, ignorantes, desalmados, asesinos.
Pasan cosas importantes en mi ciudad. ¿Es un día de fiesta? ¿Por qué corre la gente? Cientos de personas acuden al mismo lugar. Yo, tan chiquita, entro en el enorme gentío que me arrastra, me lleva, me asfixia, me aprisiona; voy a caer. Pero me levantan en alto; ahora respiro y escucho. Es León Trotsky, el político y orador que atrae multitudes. Quieren escucharlo, tienen esperanzas de algo mejor. Su poderosa voz se oye claramente; la gente se calla, casi no respira. No entiendo lo que significan sus palabras, pero igual siento una rara atracción. Veo su pequeña figura recortada contra la multitud; lo miro: he oído hablar tanto de él. La gente está fascinada, electrizada, sólo algunos rostros expresan dudas; los demás lo ovacionan. Termina de hablar y lo siguen, lo aplauden. Estoy impresionada, aturdida. Cuando llego a casa no sé que contar, sólo que escuché a Trotsky, que oí
su voz.
(...)
Soy grande, casi una adolescente. ¿Por qué no me cuentan qué pasa? Pregunto a mi hermana, no me contesta, no dice nada. Mi tío, el alegre viajero, le habla a mi madre en secreto. No escucho nada, pero presiento algo bueno, algo diferente.
Por fin me entero. Es un viaje. ¿Un viaje? ¿A dónde? ¿Cuándo? Es un viaje muy largo, hacia el sol, hacia la paz, hacia papá. ¿Pero cómo haremos? ¿Nos dejarán salir del país? Está prohibido, nadie puede salir de aquí. Pero nosotros lo haremos. Yo ya viajo en sueños, vuelo sobre ríos y montañas, soy feliz, me siento liviana y trasparente. Vuelo al sur, no me gusta el norte ni el frío; adoro en cambio el sol, los hermosos paisajes y los colores que he soñado.
(...)
El tiempo pasa lentamente con los preparativos. Mamá trata de conseguir comida. Sigue faltando azúcar, harina no hay nada, sólo pan negro con un gusto tan feo que no se puede comer. La familia baja la voz aún más, murmura, planea. La casa cambia de aspecto, aparecen bultos por todos los rincones Mi hermana quiere despedirse de amigos, no se lo permiten. ¡No lo hagas! ¡Nos pueden descubrir! No hablen, no cuenten. Todo se hace en silencio, en secreto. El viaje parece lejano, inalcanzable.
(...)
Guiados por mi tío, el alegre viajero, llegamos a la estación. Silencio, que nadie hable. El solo arregla todo, muestra papeles, discute con alguien y se impone a fuerza de inventiva e inteligencia. Él es un alto funcionario que va con su familia al casamiento de un primo que vive en una aldea cercana.
Quedo adormecida y no sé cuánto tiempo pasa. Ya no vuelo más, los vuelos quedaron atrás; sólo queda uno, vuelo a la libertad. Pasa una noche, un día, el tren se detiene. Otra vez papeles, conversaciones, discusiones. ¿Nos mandarán de vuelta a casa? ¿Nos arrestarán? Pero no, el tren arranca, sigue despacio, luego más rápido. Papá, canto sin voz, para mí, sólo para mí.
(...)
Llegamos a un lugar que parece campo de concentración. Una barraca, en "Sarno", un pueblo polaco. Hay mucha gente, estamos arrestados. Un terreno seco y frío rodea el galpón; más allá, alambrados de púas. No podemos salir, no se permite, somos prisioneros, sospechosos de ser comunistas.
Mamá explica, cuenta que hemos escapado del soviet, que somos fugitivos, que papá nos espera en Argentina, América del Sur, que los abuelos quieren ir a América del Norte, donde esperan los hijos, los hermanos. Todo inútil, no creen a mamá, nos tratan mal. Dormimos entre tablones desnudos, uno al lado de otro, hombres, mujeres, niños, viejos y jóvenes. De noche iluminan los catres con linternas para controlar si alguien se ha escapado. Entonces nos despertamos todos. Alguna vez la luz de la linterna cae sobre una pareja joven; los demás ríen, comentan. Yo pienso en algo nuevo, excitante, algo prohibido que no alcanzo a comprender del todo. El deseo de una adolescente de penetrar el misterio de la vida, me despierta la imaginación, descubro cosas que hasta ahora me estaban ocultas. Lástima que esto me pase en un lugar tan absurdo, tan feo, tan sucio.
(...)
Vestidas de blanco, subimos a la parte más alta del barco que ya está atracando al muelle. Abajo se ve un enorme gentío. Miro y no distingo nada ni a nadie. Mamá busca ansiosamente. La veo nerviosa, excitada. ¿Estará papá allá abajo? Ella mira, busca. ¡Es papá! Se tambalea, se desmaya. Nos ayudan a levantarla, se repone pronto y estamos listas para pisar suelo argentino.
Papá ya compró los pasajes y hoy partiremos en tren. No puedo dejar de comparar, de recordar aquel otro tren, el de la fuga. "Vamos al casamiento de un primo, en una aldea cercana". Oigo la voz de mi tío, el alegre viajero. "¡No olviden!" Me acuerdo de la paja en el piso, de las ventanas sin vidrios, atravesadas por tablas, de los gitanos. Todo es tan distinto ahora. Nos instalamos en dos camarotes comunicados.
Al día siguiente papá nos cuenta, nos habla de nuestra vida futura. Dice que toca el violín, y nos enseña el tango que está de moda. Lo escuchamos con interés y atención, y sin conocer el idioma aprendemos "mozo traiga otra copa". Me gusta su compás, su melancolía. Antes de llegar a Mendoza ya lo estoy cantando sin entender su letra.
Llegamos a la provincia de Mendoza. En una estación, donde para el tren, vemos músicos que tocan marchas de bienvenida, de salutación. Papá, un poco en serio y un poco en broma nos anuncia que nos están dando la bienvenida. Quiero creer, me ilusiono, soy tan feliz. Y en otras estaciones se repite lo mismo, la gente se asoma, aplaude. Al fin llegamos a Mendoza. Acá la música es casi estridente. Todos aplauden. Dan la bienvenida a un personaje importante que viaja con nosotros en el tren, el gobernador electo por la provincia de Mendoza.
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