SENTIMIENTOS DE LA NOCIÓN
Todo comenzó el día que cobré la quincena después de renunciar a la librería. Quizá miento, el asunto tiene raíces. Me cansé. No congenié con nadie. La animadversión no nacía de mí, pero bastaba mi sola presencia para verla descuajarse y escurrir en las caras de los otros. Peor aún, cuando ocurría, yo mismo la sentía bullir en mi interior y, en vez de atacar a mis fustigadores, se azotaba contra mí. Llegué a odiarme. Nadie, salvo una librera, me trató como persona. Su ligero estrabismo, el mismo que a la vista de mis colegas fuera el factor determinante para no entablar con ella un serio lazo afectivo, era atrayente y de verdad cautivador desde mi perspectiva. Un día, cuando me dijo ¿qué haces?, yo respondí ya ves, hablando con mis amigos. Recuerdo su desconcierto, no la culpo. Aquí no hay nadie, dijo. Discúlpame, no te los he presentado, repliqué, y enseguida hice desfilar a un montón de escritores, personajes literarios y dibujos animados frente a ella. Pareció incomodarse, pero sonrió. Luego sacó un libro forrado y se puso a leer. La sentí mi cómplice. Me saludaba (si bien no diario), y, como nadie, tenía la humanidad de mirarme a los ojos. De ahí mi incomprensión ante lo sucedido. Vino a preguntar por mi trabajo, libros que no terminaba de acomodar pese a las varias horas. Perdóname, no me dejan, señalé. ¿Quiénes no te dejan?, inquirió, ¿los clientes?, no hay ningún cliente. Mis amigos, respondí, tú los conoces, ya te los… presenté. Ah, sigues con eso, balbuceó. No comprendí su enojo, ella los conocía. Sí, bueno, continué, llevan rato dándome sugerencias, quieren… No me interesa, dijo. Los libros, ponlos en su lugar, ya. Asentí, confundido. Estaba a punto de agrietarse mi calavera; sus ojos tintinearon, dio media vuelta y, aun cuando las dijo quedo y entre dientes, pude capturar sus palabras a la perfección: Pinche raro, ya madura, güey. Una ciudad en miniatura, dentro de mí, un terremoto, edificios pequeñitos derrumbándose uno a uno. Callé, no pude explicarle que mis amigos, hartos de mi torpeza, me interrumpían a cada rato para aconsejarme sobre cómo enamorarla. Me aguanté el llanto, me encerré en el baño. El espejo no mentía, vi a un hombre solo, patético, a punto de llegar a los treinta años, barbado, pero infantil, solo, un individuo solo que jamás estuvo cerca ni siquiera de atreverse a imaginar el sabor de la fruición de un coño, carajo, solo, solo, solo, un tipo solo, mierda, cómo me aborrezco.
El vidrio del azogue me salvó de mi propio escupitajo. Ninguno de ellos me asistió en la epifanía. Cobardes. Lo supe: había consumado, sin querer, su desaparición. Renuncié, quiero decir: salí en mi hora de comida con la firme intención de no volver. Caminé un tramo de la Avenida Revolución, doblé en Manuel M. Ponce, di vuelta en Villalpando y seguí andando hasta llegar a Plaza Inn; en el segundo piso extraje de un cajero automático mi escaso capital y puse especial interés en un billete de bajo valor, pues un ser peculiar usurpaba el lugar del prócer que escribiera los Sentimientos de la Nación. Ah, qué cosa tan bonita: esa criatura, hermosa como sólo ella, esos ojitos…
Temiendo ser blanco fácil de un asalto, guardé los billetes, salí de la plaza y crucé la Avenida Insurgentes. Como sabía que los próximos meses viviría al límite del ayuno, me dispuse a degustar un último manjar; en consecuencia, entré por Vito Alessio, cogí Lombardo Toledano, arribé a la Avenida Miguel Ángel de Quevedo y en un puesto afuera del Metro pedí una torta de milanesa con piña y quesillo. Chipotle y rajas. Los dos, es correcto. Y una coca. De vidrio, gracias. Mordiscos despiadados, onanismo lingual, deglución extática, suficiente, basta, basta ya, no quiero llorar. Pagué con el billete de 50. Y otra vez: esos ojitos, esa sonrisa tímida. ¿Lo va a soltar o no, joven?, dijo el tortero al momento de tirar del billete. Avergonzado, dije que no y le extendí uno de 500. Uh, no la friegue, dijo el señor, vengo empezando. No le hice caso porque seguía mirando los ojitos de mi nuevo amigo, sus manitas y sus ramas. De pronto fui consciente de que otros comensales callejeros me miraban extrañados; me marché, tardo, desatento y despistado, sin recoger mi cambio. En Avenida Universidad, afuera de un Vips, mientras hacía fila para tomar la combi, extraje de mi cartera el billete de 50 pesos. Los minutos que antes transcurrieran pasmosos desde mi lugar entre la muchedumbre hasta el abordaje, ahora sucumbieron en un santiamén y esa dicha se la debo a los ojitos de José María. Así es, le puse nombre (soy un nostálgico irremediable). Al subir a la combi, quise saldar el servicio de mi transporte con un billete de 200. Nel, padre, ¿cómo una Inés?, dijo el chofer, enojado y con razón, ¿no traes cambio? No lo traía. Me excusé. Si ya vi que ahí traes uno de 50, padre, dijo el muy entrometido, esmerado en figurar como mi vástago. Sí, pero no, este billete no lo doy, respondí, alterado y sobreprotector, porque sentí amenazada mi más preciada posesión. Pues a ver cómo le haces, carnal, si no, deja pasar a los de atrás, sugirió altivo el barbaján, travistiendo en el acto nuestro lazo consanguíneo y engordando los labios. Así. Más pudo la presión social, fui despojado de mi lugar y en un segundo me vi de nueva cuenta a la saga de la Avenida Universidad, aferrado con todas mis fuerzas a José María. Ha de ser falso, dijo un checador y me arrebató el billete de la pinza de mis dedos. ¡Eh, traiga para acá!, alegué ipso facto y, brazos cruzados contra el torso y dedos constreñidos al papel moneda, me eché a correr con Chema por toda la Avenida Miguel Ángel de Quevedo hacia a Insurgentes. Desvié mi carrera a la altura del Parque de la Bombilla, no me detuve sino hasta que ascendí la escalinata del Monumento a Álvaro Obregón. Sudaba en exceso. Jadeaba a más no poder. Miré mi puño y, temiendo que mis maneras rústicas hubieran maltratado la carita de mi camarada, lo abrí despacio. ¡Estaba bien! Más que bien… Ese brillo de sus ojos, el fino talle de las manos, la coquetería de la sonrisa y la elegante exuberancia de su crin… No, mi camarada no era José María. ¡Era María José! Un mareo súbito me tumbó, no sentí cuando mi nuca tocó el piso. Se me vino a la mente un cuento. Apresurado, saqué de mi mochila una libreta y me puse a escribir sobre un tal Humboldt y su improbable asistente, el muy atento, perspicaz y honorable Señor Lotz.
Los describí en un canal mexicano, el panorama es este: se vislumbran en el horizonte dos montes soberbios; Humboldt, empapado y en la orilla, respira hondo, posa una bota sobre los gajos de una piedra ígnea y se lleva las manos a la cintura. ¿Herr Lotz, no es increíble?, pregunta el naturalista, pero un ruido le arrebata la atención a quien, en la práctica, es su ordenanza. Mañana subiremos a aquel cerro, ¿y por qué digo mañana, si puede ser hoy mismo? El Señor Lotz, hundido hasta la cintura en el fangal, ajeno a las declaraciones del entusiasta trotamundos, mira al mismo punto al que mira una garza en el sinuoso cauce; antes de que el ave encaje su pico, él, con un ágil y fino movimiento, clava su brazo y saca de las profundidades algo extraño. Lo guarece entre los dedos mientras la garza, malhumorada, permanece a la expectativa. Eso que tiene en la cuna de su mano es la criatura más extraña y, aun así, más hermosa que jamás ha visto. Caramba, qué raro organismo, es un ser vivo mitad animal, mitad planta, las hojitas le crecen sobre el montón de varas de la testa y la delicadeza de sus garritas provoca una inusual ternura. Sin embargo, los ojos… los ojos parecen… atravesarlo todo, sí, parecen capaces de robarse incluso el más recóndito y oculto de los secretos. ¡Herr von Humboldt!, dice en voz alta el Señor Lotz, embelesado o sorprendido, ¡tiene que ver esto! Pero el explorador en jefe no atiende porque lleva caminando con el pecho inflado un buen trecho de llano con dirección a un volcán. El Señor Lotz intenta salir del canal. Fracasa, su labor resulta vana. Alarmado, pega sendos gritos de auxilio; no obtiene respuesta, ni de su empleador ni de nadie. Sus piernas están atoradas en la raigambre acuátil y, peor aún, mientras más lucha por zafarse, más se enreda. Asciende sobre el valle la noche ingobernable, sabe que Herr von Humboldt, si acaso volvió sobre sus pasos, ya pernocta por ahí salvo y seguro, y que sólo al despuntar el alba continuará su errada búsqueda, porque es probable que juzgue mal el carácter de su asistente, y crea que, por no tener su brío y coraje, en vez de enfilar rumbo a la montaña, haya vuelto a refugiar sus delicados huesos en el campamento donde guarda por ellos una cohorte de abrumados estudiosos.
Un brusco batir de alas lo devuelve a su infortunio. La garza lleva la tarde entera observando a quien osó arrebatarle su bocado, por eso el Señor Lotz aún conserva sobre su costillar a la criatura, protegida, además, en la jaula de sus dedos. No percibe el cansancio, pero se vence poco a poco y, cuando menos lo piensa, ya tiene al ave picoteando, feroz, sobre su tórax. Se alarma: adherida a su hombro, la criatura sigue viva, la encapsula con una mano aferrada a un pectoral y con la otra sorraja dolidos manotazos al pico de la invasora. Desatina, un golpe sí, dos no; lo entiende, debe ahogarla, una zarpa, un arañazo, triunfa la palma, ase el pescuezo, brega el pajarraco, lucha largo rato para no ser inmerso y de repente se detiene, cruje algo, un hueso se disloca, vibra un espasmo dilatado, zumban las plumas tras la rotunda vacilación del espinazo y, derribado, choca el cuello guango contra el agua. Tiembla quien derrota. Y aspira. La faena lo ha enredado más, la crecida del canal ya aplaude contra su quijada. Consciente de la inminencia de su muerte, mira a las alturas, a su pureza la trastoca el relumbre de constelaciones bárbaras; maravillado, nota que el aguijón de luz extra planetario atraviesa también el cuerpo de la criatura que aún yace a su costado: sus nervios se iluminan. Carente de toda pretensión religiosa, agradece al cielo y, sin querer y por desgracia, topa contra su tráquea el primer trago pantanoso. Aunque áspera y amarga es, acusa calmo la condena. Cuando la hondonada cubre sus cabellos, aprieta los ojos, extiende su brazo y libera de forma delicada al fascinante ser al que amparó y por quien entregó, acaso accidental, pero decididamente, la propia vida. A su vez, el fenómeno, la rareza ambivalente, el portento planta y animal, lucha por pelar los párpados de su salvador como ansiando escrutar sus ojos y extraer de ellos los resquicios ácidos del miedo. Es imposible, la corriente lo devora. La mano de Alfons Lotz, biólogo egresado de la Academia de las Ciencias de Prusia, entrevistado y elegido por el mismísimo Herr von Humboldt para ser su asistente en ese viaje por las tierras salvajes de México, queda extendida en el lecho acuático liberando ligeros hilos de sangre que danzan alrededor de un dulce ademán, el cual, en otras circunstancias, bien pudiera decir lo que expresa, cautiva en espiral, la palabra ven. Punto final. Alzo la vista; enflaca, chupada por un tiempo súbito, la mano del Señor Lotz hasta desaparecer. Y no hay canal, el llano es una alameda cuya explanada aloja niños con patines dando vueltas.
Busco a María José, no la veo en ningún sitio. Temo que el viento me la haya arrebatado durante mis lapsos elusivos en los que disecciono los sentimientos de la noción. Calma. Me tranquilizo, está en mis piernas. Me duele la memoria, una velada desazón me sala el paladar, aún me siento conectado a la tragedia de mi expedicionario ilusorio y a su extravagante hallazgo. Llevarás su nombre, le digo a Majo mientras acaricio las hojitas de su cabeza y me pierdo en su dispar mirada, después de todo, él te salvó la vida. Lo advertí, por supuesto que lo advertí, aquella transfiguración, el malestar de un desanclaje, el desgajamiento abrupto del espacio y la torcedura desalmada del reajuste. Me vi mirándome. Yo me miraba. La mía debe ser la expresión de amor o asombro más estúpida sobre la faz de la tierra. A veces digo que daría todo por permanecer guardado en mi billetera con tal de no volver a verme, pero, en el fondo, sé que me engaño. No me acostumbro a la planicie, no me acostumbro a este marco bidimensional, por más que alegue contra mi necedad que mi morada nueva pertenece a la tercera dimensión.
Y qué desgracia la de mis pupilas: víctimas de una repentina exotropía, han segado una de otra su relación unívoca. La saliva se me escapaba de la boca. Sentí terror. Majo Lotz, una quimera gráfica a la que mi insobornable bobería le dio vida, regía ahora los impulsos de mi cerebro, mis instintos, y miraba su antiguo cuerpo a través de mis ojos. En el momento en que intentó (bruta desde luego todavía) ponerse de pie, una combi roja dio un frenón recio donde principian los juegos fontales del monumento y un hombre barbado, de melena profusa, portador de unas espléndidas gafas de sol y una holgada hawaiana, y quien estuviera (no interfiere la desobediencia de mis ojos en mi enfoque) bien acompañado por una rubia señorita de cabello corto, sacó medio cuerpo del auto por la ventanilla y gritó, no sé por qué: ¡Fagsante! ¡Eso ya se ha visto! Volvió al volante de inmediato y arrancó. Las cosas en las que piensa uno cuando muda de dimensión: después de que mi cuerpo rodara por la escalinata y de que anduviera dando tumbos por calles y avenidas que nunca pisó antes, yo me puse a especular en el vacío, evadido a lo mejor ante la magnitud del drama, si mi nuevo yo se deslizaría fácil entre los dientes incisivos de aquel sujeto refunfuñón y escandaloso. Creo que sí. Ojalá me rescatara. Ojalá viniera a este canal de aguas podridas y viera el cuerpo en ruinas de un desgraciado tipo, más animal que hombre, y lo arrastrara a la orilla y le dijera al oído: Escuchame bien, escuchame bien lo que te voy a decir, María José, el Señor Lotz no es real, no lo fue nunca, dejá ya de buscarlo, María José, dejá en paz esos cadáveres; y ojalá, a la sazón, cuando lo juzgara pertinente, la empujara por el asfalto y con su voz de trueno apaciguara a la criatura cuando sus ojos se posaran en los ojos de los pasajeros atónitos del Metro que va y viene, medular, por la Avenida Central, y ojalá, al llegar a la fachada del Hotel Ecatepec, entrara decidido por una habitación y en ese cuarto despojara a la alimaña de sus harapos y la arrojara a la bañera y abriera las llaves y, por piedad, por conmiseración, entibiara el agua y volviera a los andrajos y hurgara en la cartera y de ahí extirpara al primo hermano de un Faustito, un Sarmientito mexicano, el Chemita que ya no lo es más, la Majito que algún día ya no será, a pesar de la mismísima evidencia de mi ser, y entonces, ojalá, se acuclillara en la ducha ante la jeta de la aberración y ahí la cacheteara, la cacheteara una y otra vez hasta lograr su atención y le dijera: mirá, qué precioso que es, de acá saliste, volvé al papel, mirá qué lindo, volvé a ser quien vos sabés rebién que sos; y así, por consiguiente, de nuevo, se diera el dolor, la transfiguración, el reordenamiento cruel de las sinapsis, y de esta manera, ojalá, por favor, cediera el dolor, la transfiguración, el reordenamiento cruel de las sinapsis. Ojalá. Ojalá pasara, porque me estoy desintegrando. Porque no creo resistir otro día más a lado de mis propios despojos, aquí, en este Río de los Remedios en el que Majo se sumerge entre la mierda y con mis manos arroba cuerpos maltratados y sostiene sus cabezas y abre, con mis dedos, párpados ajenos dado que quiere, tosca, famélica, inmisericorde, penetrar sus ojos con mis ojos para hallar, tarde o temprano, al hombre que le salvó la vida en el más desafortunado de mis desvaríos, pues su designio es, no me cabe duda, ofrendarle de una vez por todas a su bienhechor las ruinas de mi cuerpo, y así, al fin dejarse hundir, ya sin apetencia de retorno, en el légamo insaciable de los siglos que no fueron.
Escrito: diciembre de 2021.
Publicado originalmente en la Revista Tura el 29052023.
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Causa DCXXVIII, 2da Parte.
El espíritu Y letra le este artículo, es claro: que transcurrido el término de seis meses, que el legislador reputa bastante para la definición de las causas, el exceso de prisión sufrida, se impute en cuenta de la condena.
Las repetidas resoluciones de la Suprema Corte, en las causas números 528, 546, 555 y otras publicadas en sus Acuerdos y Sentencias demuestran la inaplicabilidad de ley, que existe en la sentencia de la Cámara respecto al tiempo desde que empieza a contarse la pena. Voto en consecuencia afirmativamente respecto a ese solo punto la cuestión propuesta en el Acuerdo.
Los Doctores Villegas, Gonzalez y Escalada manifestaron estar conformes con la opinión del Dr. Kier y se adhirieron al voto de este.
Con lo que terminó el acto firmando los Señores de la Suprema Córte.
Escalada
Gonzalez
Villegas
Kier
Sentencia
Buenos Aires, Agosto 23 de 1879.
Resultando:1.º — Que la sentencia de la Cámara a quo corriente a f. 121 vta. confirmó la de primera instancia en cuanto declara á Cecilio Heredia, autor del homicidio perpetrado por él en la persona de Eleuterio Ponce de Leon, así como que dicho homicidio fué cometido en riña provocada por aquel.
2.° Que la sentencia de 1ª Instancia impuso al reo la pena de siete años de presidio a contar desde su prisión que tuvo lugar el veinte y uno de enero de 1876.
3.° Que la de la Cámara sustituyó esa pena por la de seis años de Penitenciaría a contar desde quedará ejecutoriada la sentencia.
Y considerando — 1ª Que siendo la pena impuesta en la segunda instancia, menor que la fijada en la primera, el recurso de inaplicabilidad no procede en cuanto á ese punto, con arreglo á lo prescripto en el artículo 219 de la Constitución y resoluciones de esta
Corte publicadas á f. 46, tomo 5.9 y 367, tomo 6.º de sus Acuerdos y Sentencias.
2.º Que el único punto en que la sentencia de la Cámara es por la revocatoria perjudicial al reo, y por consiguiente susceptible del recurso de inaplicabilidad de ley, es el relativo á la época desde la cual debe empezarse á contar la nena impuesta.
3.° Que según el artículo 171 del Código Penal, cuando la detención preventiva exceda de seis meses sin culpa del acusado, la duración de la pena impuesta se disminuirá en proporción á la detención indebidamente sufrida.
4.° Que ese artículo está en armonía con el 83 del mismo Código y es su complemento, pues si bien este último dispone que las penas que tengan tiempo determinado se empezarán a contar desde el día en que llegue a ser irrevocable la sentencia, el mismo
establece que el tiempo que el reo hubiese estado preso le será contado como atenuación, del modo que se explica en el lugar respectivo.
5.º Que ante el texto claro de esos artículos y las repetidas resoluciones de esta Corte en las causas 528, 546, 555 y otras, publicadas en sus Acuerdos y Sentencias, es evidente que la sentencia de la Cámara no es arreglada á dichos artículos.
Por estos fundamentos v los del precedente acuerdo, la Suprema Corte falla, que existe inaplicabilidad de leve en la sentencia recurrida, corriente á f. 121 vta en cuanto dispone que la pena de seis años de penitenciaría impuesta á Cecilio Heredia debe empezarse á contar desde que quede ejecutoriada dicha sentencia, debiendo imputarse como parte de dicha pena el tiempo de prisión sufrida por el reo desde el vencimiento de los seis primeros meses de detención y devuélvanse los autos certificados por el Correo.
Manuel M. Escalada.
Alejo B. Gonzalez.
Sisto Villegas.
Sabiniano Kier.
Originally published at on https://sguera.com.ar/ May 01, 2023.
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