Rhythmic gymnastics’ ball

12.abril.20

Sin previo aviso ni intencionalidad alguna, he empezado a recordar escenas que creía olvidadas, a añorar momentos cuya evocación me dejaba impasible antes de todo esto. (Antes de todo esto.) A sentirme como la anciana que toma asiento en su sillón predilecto y se dedica a tejer su historia de vida. A narrarme; a veces desde la rabia, otras desde el cariño, tantas desde el aburrimiento. Pero estoy contenta porque me he dado cuenta de que lo he probado todo, lo he tenido todo, lo he exprimido todo. De que he sido feliz levantándome de lunes a viernes con el tapiz en el horizonte, cogiendo el macuto después de comer y caminando ágilmente hasta el pabellón. Poniéndome las mallas, ajustándome la faja y calzándome las punteras. Dándole dos besos a la entrenadora, trotando para calentar y retorciéndome en posturas imposibles para demostrarme que nada me podía quebrar. Cogiendo los tubos de color rojo apagado, alineándolos en el borde del tapiz y enrollando con manos y pies. Escuchando que apurásemos, que venían “los de fubito” y había que dejar la pista libre. Apelotonándonos en el almacén rosa chicle atestado de fotografías de la promoción dorada del club, la que tantas alegrías parecía haber traído, la que fue amonestada por la osadía de la flor en la cabeza. Comenzando la tediosa sesión de preparación física frente al espejo atravesado por una barra de ballet que nunca vi que cumpliese tal función. (Quizá en la época dorada, quién sabe.) Alineándonos para pasar por la báscula y recibir el comentario o el sermón, depende de lo que la mandamás estimase, antes de dirigirnos al vestuario. Volviendo a casa pletórica, exhausta y hambrienta. Me he dado cuenta de que mi medidor de la satisfacción vital es un tapiz y una melodía de noventa segundos, unas punteras con el logo en azul o rojo y la suela raída, una entrenadora que me observa atentamente para corregirme, guiarme y permitirme formar parte de un algo que durante tanto tiempo fue un todo.