Tumgik
#vaina desechable
newjerconvapes · 3 years
Video
youtube
Buyestech Twins Mega - The Redefined Dual Flavor Disposable Pod ★1200mAh Battery ★6ml eLiquid Capacity ★Up to 2000 Puffs ★Equal taste to single flavor disposables ★Unlimted graphic design ★OEM/ODM
0 notes
naranjamolesta-blog · 6 years
Text
Descripción de tu patio There are places I’ll remember all my life Lennon/McCartney No sé a qué viene la pregunta pero voy a contestarte: Claro que me acuerdo del patio de tu casa. Me acuerdo porque tengo esa virtud de la buena memoria, que no sé si es la causa o la consecuencia de tanta nostalgia. Me acuerdo perfectamente de cada objeto y cada detalle aunque hayan pasado tanto tiempo y tantas cosas desde entonces. La mitad estaba descubierta y había unas matas descuidadas, supongo que nunca nadie se molestó en podarlas y por eso se veían tan verdes y tan vivas. Me acuerdo de una época en que una de las niñas tuvo un conejo blanco que se escondía entre esas matas. Se escondía donde nadie pudiera alimentarlo ni consentirlo. En el rincón más oscuro, donde nadie pudiera siquiera verlo… yo también me he sentido así, como el conejo misántropo, pero nunca he tenido la suerte de encontrar un buen rincón… El patio era el centro de la casa, no tenía paredes y por eso cuando llovía el primer piso era un desastre, claro que eso a mí no me importaba, porque desde siempre he encontrado la lluvia muy inspiradora. Yo te miraba reír y pensaba cosas que yo decía que eran poemas mientras Fania corría de un lado a otro con un balde y un trapeador. De noche era diferente porque no había nadie que silenciara las voces de las gotas que se estrellaban contra todos los objetos, y las gotas hablaban, incluso una noche cantaron, me acuerdo muy bien, me acuerdo muy bien de la lluvia, del patio y de tu casa. Al fondo estaba la cocina, tenía dos estufas pero sólo una servía, esa era la menos importante. La otra era grande y vieja y, aunque todo el fuego del mundo y sus alrededores no alcanzaría para encenderla, se mantenía tan orgullosa como siempre. Doña Alcira siempre hablaba de mandarla a arreglar pero todos, incluso ella, sabíamos que eso nunca ocurriría. De atrás de la estufa salían cucarachas que corrían por el patio y llegaban hasta la sala. Nunca te lo dije para no parecer sobretrascendente - en esos días, para qué- pero yo estaba convencido de que las cucarachas tenían una misión: hacernos sentir dioses. La vida de los insectos estaba en nuestras manos o mejor dicho en nuestros pies. Las pisoteábamos como si fuéramos dioses crueles y caprichosos, así de simple, matábamos la desafortunada cucaracha que se nos acercara y luego llamábamos a Fania para que recogiera el cadáver y lo arrojara a la caneca. Mientras tanto, supongo yo, desde atrás de la estufa las demás cucarachas observaban y reían. Algún día caminarían sobre los cadáveres de millones de humanos calcinados tras la explosión masiva iniciada por algún dedo todopoderoso presionando un botón rojo. Las cucarachas habían recorrido el mundo antes de que apareciéramos y lo seguirían haciendo después de nuestra destrucción. Beberían nuestra sangre y caminarían triunfantes con las antenas en alto, orgullosas y en representación de todas las especies que destruimos, excepto de la nuestra, que a la larga era la más despreciable. Claro que me acuerdo del patio. A la izquierda estaba el comedor, bueno, me refiero a la mesa con cuatro sillas donde las niñas hacían las tareas. “Comedor” sería inadecuado, jamás vi a alguien sentarse a comer en esa mesa. Doña Alcira tomaba los alimentos en su cuarto. Desayunaba a las siete, almorzaba a la una y comía a las seis, con la impresionante exactitud de un tren ruso. Fania le subía todo en una bandejita. Las niñas almorzaban en el colegio y ustedes en los comedores de la universidad. Los fines de semana pedían arroz chino o sacaban algo fiado en la tienda de enfrente, donde atendían una señora que era fan de Vicente y un señor de bigote chistoso que dizque era músico y había tenido una academia… No, espera, una vez comimos ahí, era un domingo por la noche y en la televisión Pacheco hacía chistes estúpidos en uno de sus programas de concurso. Preparaste sandwichs y Chocolisto. Creo que esa fue la única vez, de resto la mesa sólo era para que las niñas hicieran sus tareas. Día tras día ellas escribían planas y planas de una misma frase. La más pequeñita se moría de ganas por dibujar pero nunca le quedó suficiente tiempo. Fania, siguiendo las ordenes de Doña Alcira, las vigilaba toda la tarde. A veces le escondía los colores y a mí me daba embarrada pero ni modo, tampoco podía alegar porque después te la montaban era a ti. Lástima, de pronto la niña hubiera dado para artista. Como muchas cosas nunca lo sabremos, supongo. Hace poco me la encontré, está de cajera en un banco por los lados de lo que antes llamaban Cabecera. En el momento no supe quién era pero al rato me acordé del anillo que tenía. Me dijo que el conejo - se llamaba Pepo, yo no lo recordaba - se había perdido un día que lo llevaron a pasear por los lados de la UNAB. Un día de estos, de pronto, pues, no sé, si te nace, pasamos a visitarla. Yo creo que de ti se acuerda mucho porque le enseñabas canciones y juegos, bueno en fin, vainas así. Quién lo diría de una estudiante irresponsable, fumadora compulsiva y medio alcohólica, que uno clasificaría mas bien como una mala influencia para las nuevas generaciones. Al fondo, pasando el patio, quedaba el cuarto de Fania. No creo que ninguna de ustedes hubiera entrado alguna vez, ni siquiera de sapas cuando ella no estaba, porque dejaba con llave. Fania tenía dos obsesiones, los ratoncitos y el Atlético Bucaramanga. Ella hablaba todo el tiempo de los ratoncitos (y con los ratoncitos), aunque nadie llegó a verlos porque aparte del conejo nunca hubo en la casa otro roedor y aparte de las cucarachas no hubo otra plaga. Los ratoncitos y el Atlético. Ella no cachaba partido de los Búcaros y los idolatraba a muerte. De hecho creo que el momento cumbre de su vida fue el partido contra el Barcelona de Ecuador, el único que alguna vez jugó Bucaramanga por Copa Libertadores. Fania estaba medio loca, pero era buena gente. Abría la puerta y saludaba siempre con la misma frase “Qué más mi rey, hace rato no venía” (aunque yo me hubiera ido hacía quince minutos). Luego pegaba el grito “¡Aleja ya llegó su flaco!” y se entraba cruzando el patio y murmurando quién sabe qué cosas. Luego salías o me invitabas a entrar, sobre todo los domingos, cuando solías estar vestida toda desechable y te daba pena que te vieran así y tras de todo haciendo visita en la puerta. Si nos quedábamos afuera nos sentábamos en el anden y hablábamos mierda un rato largo, luego íbamos a comer a los carritos de perros de enfrente del estadio; una porción de papas o si había plata un cóctel de camarones, porque te encantaba el cóctel de camarones que vendían en un carrito azul que tenía una sirena dibujada. Entrando a mano izquierda, frente al comedor, quedaba el centro de la vida social de la casa y me imagino el de casi todas las residencias de estudiantes del barrio San Alonso: La sala de televisión, el “Templo del Cíclope Catódico” como la llamaba tu amiga. Fania veía novelas todo el tiempo pero los momentos cumbre eran las telenovelas de las ocho y las diez, la paca y el perro, la divorciada y el diablo, etcétera. Audiencia total y prohibición implícita de que alguien hablara. Casi siempre desconectaban el teléfono. Más tarde, cuando todos se iban a dormir, nosotros también desconectábamos el teléfono… Ahí estaban nuestros cómplices: el sofá de cuero beige y la promisoria estática del televisor después del mal final de una mala película en un mal canal peruano… …una casa como todas las otras y una cuadra como todas las otras. Una cuadra que escondía en cada metro de pared toda la bulla que hacían los estudiantes desde hace años y la revolvía con el más absoluto silencio de la época de vacaciones. Una cuadra donde mínimo habría cinco casas de costeños y cinco casas de boyacos y una tienda sostenida por las tomatas de los estudiantes. Una señora que vendía almuerzos caseros y una taberna en la esquina donde varios ancianos pasaron los últimos años de su vida viendo fútbol y boxeo. Una calle con una papelería y una iglesia de garaje donde me encantaba observar a los animales en cautiverio. Una calle caminada día tras día por estudiantes, la mayoría de los cuales no soñaban más que ser profesionales y por eso cuando la recorrieron por última vez, ya con un diploma debajo del brazo, la recorrieron convertidos en seres sin sueños… Me acuerdo de todo, la cuadra, la casa, y el patio. Claro que me acuerdo del patio, al lado de la sala de televisión estaba la escalera, 18 peldaños y al final tu cuarto. Tu cuarto de estudiante universitaria, con un afiche de Kurt que decía “I hate myself and I want to die” y un letrero hecho a computador que decía “Carpe Diem”. Dos frases perfectas para empezar el día. Un poster del Che que te regaló algún exnovio revolucionario y otro de “La Naranja Mecánica” que te robaste el día que dieron la película en el auditorio Luis A. Calvo. Un letrero de Prohibido Parquear, robado de la puerta del garaje de los vecinos, media docena de tarjetas de Timoteo cortesía de media docena de admiradores que de seguro ya ni recuerdas y una caja de whisky vacía. Un palo de escoba para colgar la ropa y una colección de piedritas traídas de muchos lugares… tu siempre desordenado y oloroso a cigarrillo cuarto donde por reglamento interno de la casa y en palabras de Doña Alcira “No pueden subir muchachos”. Es que ella era cristiana y por eso jodía tanto, que las llegadas tarde, que la música esa “metálica”, que la Luz que duraba prendida toda la noche y todas las noches, bueno, esas vainas. Así era ella, siempre con su Biblia debajo del brazo y contando los diez mil chismes malintencionados de la gente de la iglesia, de la Sagrada Iglesia del Reino, para ser más exactos. Los chismes que por demás Fania escuchaba y complementaba y que a los demás nos importaban nada pero que por educación escuchábamos pensando en otra cosa. Claro, a veces se portaba buena gente y brindaba tinto u oncecitas. Entonces todos decían que era como una madre y lo seguían creyendo hasta que llegaba el fin de mes y cobraba una cuota por “onces y alimentación extraordinaria” y a la protesta unánime de todos los inquilinos contestaba, solemne e irrebatible, “pero cómo para tomar todos los días sí tienen plata.” Me acuerdo muy bien de todo, del patio y de Doña Alcira, de las escaleras y de tu cuarto. Y si me acuerdo de cada cosa que había en tu cuarto es porque al fin y al cabo me la pasaba ahí metido, a escondidas de Doña Alcira, por supuesto. Me acuerdo de todo y sobre todo me acuerdo del grito que pegó cuando entró un domingo por la mañana antes de que nos despertáramos y nos encontró en tu cama y encontró mi ropa tirada en el piso y coronada por una botella de vino. Me acuerdo de la vaciada que se debió escuchar desde la UIS hasta Quebradaseca, me acuerdo que no dejaba de nombrar a tus papás y a Dios, y que gritaba algo del ejemplo y que, antes de que yo tuviera tiempo de vestirme del todo, Fania y las demás peladas ya habían llegado a mirar qué era el mierdero. Me acuerdo que me pediste que saliera, que tú ibas a arreglar las cosas, que así era mejor, que volví por la tarde para ayudarte a empacar y que empacamos muertos de la risa mientras Doña Alcira oraba por nuestra salvación y que esa noche antes de que cerraran la tienda de enfrente nos tomamos un par de cervezas para celebrar tu gloriosa expulsión de la casa marcada con el número 16-66. ¿Si ves?, me acuerdo de todo. Eso es lo bacano. Me gusta acordarme. ¿Sabes qué es lo triste?; que no debí contestarte la pregunta. Porque, ya lo dijiste, ahora, después de tanto tiempo, tienes una vida perfecta y en cualquier vida perfecta yo, incluso como recuerdo, salgo sobrando.
1 note · View note
Photo
Tumblr media
Vainas malas y estas cuchillas desechables de @dollarcityco No cortan un carajo, la pasas y la pasas y ves y sientes vello en la barba. Ni para una urgencia sirven, es mejor buscar otra opción. https://www.instagram.com/p/CCHrAAjJ7Y3/?igshid=1hf6zldfj3bvk
0 notes
yeilendc · 6 years
Text
No conocía el durián. Ninguna de las personas con las que conversé sobre Singapur lo mencionó, ni entre lo que leí sobre la ciudad-estado asiática saltó su nombre. Pero bastó que soltara las maletas y me adentrara en las calles del barrio chino singapurense, para entender que aquel viaje tendría por siempre, en mi memoria, su olor. ¿Sientes eso?, me preguntó una amable señora cubana que gustosa asumió el rol de mostrarme los primeros atisbos de la ultramoderna urbe, y de paso evitar que, castigada por las 12 horas de diferencia, me fuera a dormir en pleno día. Y sí, había un aroma dulzón, levemente repugnante, esparcido en el aire. Nada más mover afirmativamente la cabeza, me dijo: «Ese es el durián», y señaló un mostrador repleto de la fruta grande, ovalada, entre verde y gris, y repleta de pinchos. La encontré poco agraciada y nada apetecible, y en ese justo instante no hubiera creído que apenas unos días después pondría un pedazo de su misterioso interior en mi boca. Mi acompañante contó en las horas siguientes que los singapurenses estaban obsesionados con el durián, y que hasta la muy estandarizada cadena McDonald’s ofertaba allí una especie de «frozzen» con su sabor. Incluso, citó la película Comer, rezar, amar, en la que Javier Bardem se la presenta a Julia Roberts como algo que huele y sabe a pies sucios. La «tapa al pomo» se la puso el metro: Singapur es célebre por sus severas leyes en contra de las indisciplinas sociales, y por la limpieza de todos sus espacios públicos, y en los vagones de ese transporte se recuerda que queda prohibido, so pena de altísimas multas, fumar, comer y ¡transportar un durián! Me explicaron entonces que la disposición se debe a que para muchas personas su olor es sencillamente insoportable. Antes de despedirnos esa tarde, mi compatriota compartió una anécdota a modo de lección: «Tomé un helado de durián y estuve casi una semana enferma del estómago». Sobra decir que después de eso, yo no quería ver ni pintado el pinchudo fruto. Sin embargo, al que no quiere caldo le dan tres tazas; y nada más abrir el programa del evento por el cual estaba al otro lado del mundo, leí azorada entre las actividades de la penúltima noche: Prueba del durián. Segundos después, respiré aliviada al percatarme de que era opcional, y enseguida decidí que me saltaría el «mal bocado». Pero no contaba con que mi decisión se torcería guiada por la necesidad de ser noble y agradecida. Al frente de nuestro grupo estaba Sian, una menuda joven singapurense con la que todos –periodistas de distintos países latinos– llevábamos semanas de correos electrónicos, siempre formales. A los 26 años funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores de esa nación, estudió dos carreras, habla inglés y mandarín y es la disciplina y la ­eficiencia personificadas. Durante las jornadas no se incumplió ni uno solo de los horarios y encuentros planificados, ni jamás nos faltó orientación; porque allí estaba Sian para coordinar cada detalle y asistirnos cuando hiciese falta. Observándola, pude saber más del carácter asiático, de lo que para ellos significa la disciplina, el trabajo, la obediencia y el respeto a los mayores. Y aunque todos la admirábamos, no dejaba de chocarnos que jamás nos abrazara o besara en la mejilla, y que se pusiera muy seria si alzábamos la voz o reíamos sonoramente. Pero esos escollos al cariño, que no eran más que barreras culturales, se fueron derribando cuando, a cuenta- gotas y como resultado de nuestros persistentes interrogatorios, nos contó, con total sinceridad, las complejidades de su país pequeño, joven y multicultural, y supimos que ella apenas duerme cuatro horas y nunca apaga el móvil porque así lo exige su responsabilidad. En una de esas conversaciones salió el tema del durián, y nos develó su particular relación con él. Cuando era niña, su abuelo tenía una plantación de durio en Malasia, y en cada viaje a Singapur, la parte de atrás de la camioneta iba llena de durianes. Cuando el sol castigaba, los frutos empezaban a oler intensamente y ella se mareaba. Por esa razón, durante muchos años, nada más de oír el nombre sentía asco. «Hasta que un día, ya de adulta, lo probé y fue como despertar». Nos confesó que lo consideraba «lo más rico del mundo» y que poner esa actividad en el programa había sido idea suya; entonces supe que estaba atrapada definitivamente, y mis compañeros también. Así llegamos a un puesto donde se escoge el durián (los hay de diferentes tipos y sabores), se le pesa y dependiendo del resultado se paga por él. Mientras nuestra anfitriona compraba el susodicho producto, al lado nuestro una familia devoraba varios, el olor (que para ese momento yo sentía como a gas de cocina) nos envolvía y un dependiente nos colocaba además de agua, una caja de guantes desechables. Sian trajo contentísima la fruta, que en su interior tiene dos grandes y pastosas vainas amarillas –cuesta alrededor de 40 dólares– y nos explicó que los guantes eran para que el mal olor no se quedara en las manos, pero que contra el pésimo aliento posterior no podríamos hacer más que cepillarnos los dientes y esperar. Aunque ahí sí que casi claudico, Sian nos miraba con tanta expectación, que terminé por colocarme el guante de una vez, tratar de no respirar y echarme en la boca una porción de aquella pasta. La verdad no sabía tan mal, pero tampoco estaba buena, así que por si acaso ni yo ni el resto del grupo se aventuró mucho más allá de probar; nos habían dicho que no hay alimento en el mundo que suba más el colesterol, y sugerido que es un poco adictivo. Para Sian, sin duda, aquel gesto nuestro significó una muestra de respeto a su cultura y el resto del evento estuvo más relajada, sonriente y hasta se permitió alguna broma. Cuando antes de la partida, pidió abrazarnos, supimos que algo de nosotros también se le había contagiado, y que se lo debíamos, en buena medida, al feo y maloliente durián.
Conociendo el durián No conocía el durián. Ninguna de las personas con las que conversé sobre Singapur lo mencionó, ni entre lo que leí sobre la ciudad-estado asiática saltó su nombre.
0 notes
Mini torta de terciopelo rojo
Nueva receta publicada en http://exquisitaitalia.com/mini-torta-de-terciopelo-rojo/
Mini torta de terciopelo rojo
Mezcle la pulpa de remolacha con 2 cucharadas soperas de yogur. Mezclar la harina con la levadura y una pizca de sal. Mantequilla de 8 moldes desechables de aluminio (diámetro 8 cm, altura 4 cm). Batir la mantequilla blanda con las batidoras eléctricas con el azúcar molido hasta que quede esponjosa y añadir un huevo a la vez. Los huevos también se elaboran a partir de remolacha azucarera mezclada con yogur y harina tamizada (compuesta). Vierta la mezcla en las plantillas de aluminio; para ayudarle a usar el bolsillo de un pastelero. Hornee a 185°C por 25-30º C. Amueblar, dejar enfriar y hornear. Batir la nata. Mezclar el mascarpone con 2 cucharadas de azúcar glasé y las semillas desechadas por media vaina de vainilla, luego incorporar suavemente la nata montada. Servir la mini torta de terciopelo rojo’ con el mascarpone de vainilla y decorarla con azúcar glasé a voluntad.
8 personas
1 hora 0 min
Fácil
Mascarpone 250 gr de harina 0 220 gr de azúcar fundido 220 gr de azúcar fundido 220 gr de azúcar fundido 220 gr de mantequilla 120 gr de remolacha roja 100 gr de nata fresca 100 gr de levadura en polvo para postres 8 gr de huevos 2 pzas de yogur glaseado de azúcar vainilla vaina de vaina salada
0 notes