Tumgik
#Tríptico del Tiempo la Belleza y la Muerte
villings · 2 years
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Divino halcón de oro, me es propia tu sustancia. Mis deseos irradian el fulgor de tu gloria y, a tu ausencia, antepongo nuestra proximidad. En la mítica barca, nuestros dobles etéreos surquen, por siempre unidos, la luz del día eterno.
"Adriano y Antinoo" / Pedro Gandía
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El maestro de Monóvar
Terminando en este sábado sabadete de leer La voluntad, de Azorín, que empalmaré directamente con Antonio Azorín, la siguiente novela del tríptico de José Martínez Ruiz que culmina con Las confesiones de un pequeño filósofo, volumen con el que rellenaré, por remate sucesivo, la laguna que tenía en punto a estas tres obras capitales del maestro de Monóvar.
La voluntad me inspiró hace un par de días, a media lectura, un poema que salió como una minúscula tromba y redacté en baya (BlackBerry) justamente después de dejar atrás la muerte, en el relato azoriniano mencionado, de Yuste, el mentor del protagonista (a quien este último, Antonio Azorín, llama por su parte «Maestro»), y el ingreso en un convento de Justina, el desdibujado amor platónico de nuestro héroe, de quien se nos dice que Antonio la había pretendido, y que aparece con él en alguna fugaz escena, pero sin que se nos den muchos detalles más. (La «historia apenas entrevista» de las relaciones entre Antonio y Justina me lleva, a todo esto, a la siguiente reflexión más o menos marginal: José Martínez Ruiz debió de ser hombre, en consonancia con su época —afectivamente tan cicatera—, de limitada experiencia amorosa; de eso adolecen, por cierto, muchos escritores de su tiempo; y es una «falla» que, si se considera desde el punto de vista que su importancia merece, socava el sostén filosófico de sus respectivas producciones. Un artista o pensador que no haya explorado a fondo las pasiones del corazón,* como un artista o pensador que no haya tenido hijos, es en cierto modo un ser incompleto. Yo pienso a menudo que si Sartre, por poner un ejemplo, o Cioran, o —yendo más atrás— Schopenhauer, ¡o el mismísimo Kant!, ¡o Nietzsche!, hubieran tenido vidas sentimentales más ajetreadas, y desde luego hijos, la historia de la filosofía contemporánea sería muy distinta, y quién sabe, tal vez ni existiría).
Me he vuelto a ir por las ramas (¡y ahora debo terminar, puesto que aspiro a ser breve!). En todo caso, lo antedicho —en largo, osado y conjetural paréntesis— no reviste, desde determinada perspectiva, tan fundamental importancia; y hasta podría aventurarse, paradójicamente, que no viene a cuento siquiera. Azorín es divino; La voluntad, una novela de esas que suelen llamarse «indispensables» (yo en mi idiolecto diría «medular»), y además tan «actual» como lo fue en su día. Dice Martínez Ruiz, en sus páginas, que el paisajismo es el más genuino de los estilos o efectos literarios (estoy parafraseando; sus palabras exactas son: «Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje…»); y luego, mucho más adelante, afirma en un pasaje clave  —la cita es textual—: «La belleza es la moral suprema».
Yo clamo «¡amén!»…, y sigo cabalgando líneas, párrafos, versos, años y leguas, convicciones y esperanzas, y anhelos… ¡de belleza!
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* Un artista o pensador que no haya explorado a fondo las pasiones del corazón... El masculino pretende ser genérico, pero cabe pararse a pensar; quizá la mujer creadora exigiera en este sentido un capítulo aparte, que excedería —con mucho— los límites de esta prosa. No estoy del todo seguro de que en el caso de la mujer se pueda decir exactamente lo mismo. Honda rumia merecería la cuestión, sin duda.
ROGER WOLFE · 30 de mayo de 2020
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Ignacio Zuloaga: Retrato de Azorín (1941)
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