Tumgik
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La fábula de Iko
Iko se encontraba sentado en la punta de un montículo, flanqueado por la maleza y una ceiba a la distancia, contemplando la luz del sol nocturno, abrumado por su propia existencia. El ser, siendo un animal, sabía que viviría y moriría sin ser acompañado legítimamente por nadie más que él mismo; sin embargo, el sabía que esa soledad no era una condena, sino una oportunidad. Una oportunidad de búsqueda. Hasta esa noche, no tenía idea de qué buscar para curar su intrascendencia, pero contemplar la bóveda infinita le hizo iniciar la búsqueda de su vida.
Iko sabía que era un tipo de animal no muy abundante cerca de los senderos del ruido. Su familia lo atribuía a los depredadores sin vello, así que se mudaron lo más lejos posible de las raíces de esos senderos malditos. Hasta donde él recuerda eran su madre y su padre cuando iniciaron esa migración; una vez asentados en su actual hogar, dos seres de su estirpe se unieron a él: hembras muy jóvenes. Las quiso y quiso como nunca a esos animales hermanos que vivieron con él tanto tiempo, ocultos en los montículos, comiendo de lo que se podía, depredando lo necesario, amando muchísimo.
En esa escaza región convivía con otros grupos similares al suyo: animales de pequeña altura, largos cabeza a cola, discretos de anchura (salvo honrosas excepciones) con orejas puntiagudas del color de la noche, hocico largo con afilados colmillos y un pelaje del color de las hojas en otoño o de los chiles habaneros muy maduros. Tanta compañía era suficiente para llenar el cántaro de la soledad, pero no era ni por asomo lo necesario para satisfacer los deseos de trascendencia, de individualidad, de completa independencia.
Tuvo que irse para encontrar su sentido. Fue triste, pero tuvo que hacerlo. Al momento en que se encontraba sentado en la punta de ese montículo (el último que había en la región y que se sucedía de una extensa llanura de maleza) contemplando la luz de luna se dio cuenta de que esa había sido la segunda luna llena que vio desde que se retiró de su grupo. Hilando sus recuerdos fue como encontró la respuesta a sus inquietudes. Muchos veranos atrás, cuando el animal era todavía más inmaduro, su madre le dijo: “Los animales como tú son de las estrellas, se pierden en ellas toda su vida y no miran lo que hay bajo ellas. Nosotros, tus hermanos, somos libres, pero tú lo eres tanto que acabarás en el cielo.” Desde que su madre le dijo eso, él había ubicado bien el paradero de 4 estrellas, cada una era la favorita de algún miembro del grupo y con ellos las descubrió. Le daban tranquilidad a la hora de moverse a través de la región de montículo y le recordaban a muchos momentos vividos en compañía de su grupo.
Esa noche frente a la reina de la as estrellas se dio cuenta de que era una estrella lo que podía estar inquietándolo. Él nunca había encontrado “su favorita” por más que admiraba el cielo nocturno. Con ella probablemente se sentiría seguro de su propósito y estancia en estas llanuras. ¡Pero dónde estaba! ¡¿Es que existía?! Hay millones, e Iko pensaba que debía haber alguna entre tantas que pudiera ser suya. Una tan brillante y hermosa a la que pudiera llamar “su favorita”.  Al momento de entrar en esa resolución Iko no estaba seguro de que existiera tal estrella, y si existía debería moverse para encontrarla. Él estaba casi seguro de que el cielo cambiaba conforme uno se movía, y eso es lo que hizo: moverse.
Vaya que se movió. De norte a sur y hacia el oeste, pero nunca hacia el este ya que no quería regresar de dónde venía. Se movía por las noches y descansaba en el día bajo la protección de las copas de los delgados árboles enmarañados de la región que simulaban un techo verde agujereado por donde pasaba el inclemente sol. Los suyos siempre habían sido así, prefieren la noche para pasar desapercibidos y gozar de una dominancia completa bajo la luz tenue de la reina nocturna. Vio dos lunas llenas más moviéndose en ese ritmo, tanto que el paisaje cambiaba y la llanura se acentuaba: el verde se hacía más espeso y la tierra mucho menos accidentada. Nunca perdía de vista a las 4 estrellas de su grupo, sabia que las usaría para volver una vez que encuentre la suya; no volvería si esa estrella no aparecía.
Una noche, antes de encaminarse de nuevo y muy desanimado por lo infructuoso que había resultado el abandono de su grupo, se encontró con un destello. Apenas era visible, como para pasar desapercibido, pero su movimiento lo hizo notar: resaltaba entre el verde de la maleza a oscuras, era amarillento, lo cual lo hacía más notorio. Parpadeaba, dejando la maleza a total merced de la luna por menos de un segundo y volviendo a destellar de manera casi rítmica. Iko se dirigió en seguida hacía el destello, temeroso de que se tratase de un objeto de los depredadores sin vello. Al llegar agitado al claro oculto por la maleza se encontró con una grata sorpresa: se trataba de un animal completamente distinto a lo que él acostumbraba a ver. Orejas largas y caídas, con mejillas repletas de pelaje similar al color de las nubes cuando se pone a llover, un pelaje que llenaba el cuerpo y claramente lo hacía parecer dos veces más grueso de lo que era. El ser era pequeño, tembloroso, con rabo corto (casi imperceptible a la vista), patas traseras enormes y unos ojos grandes de un negro profundo y penetrante. Iko no había visto unos ojos oscuros tan bonitos como esos, ni un ser tan adorable como aquél que se encontraba paralizado frente a él con nariz espasmódica y un pequeño objeto parpadeante colgando del cuello.
“¿Qué eres tú?” “Qué es eso que tienes en el cuello?” preguntó Iko con suavidad para que el ser no escapase, pues se notaba temeroso. “Soy hembra, y esto… me lo pusieron”. Iko no dudó en preguntarle quién había colocado tal objeto en su cuello a lo que la hembra no supo contestarle más que: “seres grandes de patas largas”, entonces el buscador quiso acercarse a su nueva compañera a lo que ella respondió con un gesto de huida. El macho le explicó los peligros que ella corre al estar sola por esas llanuras mientras caía en la cuenta de algo asombroso mientras observaba sus adorables ojos negros: ella también se sentía inevitablemente sola. Una vez confiada de Iko, la hembra relajó los músculos y aceptó la compañía del ser buscador. “¿Tienes nombre?”, preguntó Iko. “Enia” le dijo con la voz más dulce del mundo.
Esa noche Iko y Enia contemplaron las estrellas en silencio mientras la luz en el cuello de la hembra se sincronizaba perfecto con los destellos de la bóveda celeste. Se descubrieron en silencio, pero más allá, se descubrieron en concordancia. La concordancia era lo más cercano a la compañia que cualquiera de los dos había tenido en los últimos meses. Casi finalizada la noche, Iko le comentó a Enia de su búsqueda y le ofreció un lugar especial en ella con la excusa de que su luz era bastante orientadora durante la noche. Enia, notando la soledad de Iko, aceptó viéndose reflejada en ese ser tan distinto.
Pasando los días juntos y a la sombra de los árboles, que cada que avanzaban se antojaban más abundantes, se dedicaron a buscar comida e intercambiar memorias. Enia salió de su grupo también, pero fue atrapada por los seres de patas largas que, al parecer, solo la querían para colocarle esa cosa en el cuello. Ella no tenía idea de la utilidad del objeto, pero nunca se esforzó por retirarlo porque le ayudaba a sentirse segura en las noches. Iko le comentó acerca de su grupo y como cada uno de ellos había escogido una estrella del cielo que a él le ayudaba a orientarse en la noche, le contó sobre sus necesidades, su inquietud implacable. Ella escuchó, como si el tamaño de sus orejas fuera igual al tamaño de su generosidad: siempre callada, escuchando, con comprensión y empatía. Tan buena era Enia escuchando que Iko se olvidó de preguntar acerca de ella. “¿Buscar?... no puedo decir que busco algo como una estrella, podría decirse que… busco… ¡mi seguridad! ¡Sí!” Le escuchó Iko con las orejas hacía atrás y el pecho bien erguido enseñando la parte blanca de su pelaje, enhiesto y atento a las inquietudes de su ahora compañera de búsqueda. “Te refieres a tu confianza, ¿no?” Enia encogió los hombros “Solo quiero saber que soy capaz de cuidarme a mi misma para que nunca me vuelvan atrapar”.
El sol se inclinaba y claudicaba más rápido esos días de manera que podían quedarse hablando de sus inquietudes sobre el basto mundo en que nacieron hasta que la luna reemplazaba al sol que se asomaba entre la copa de un árbol y otro. Avanzaban en la noche, pero de manera más lenta, atrapados por las estrellas, gozando el frescor de la noche, como si las cosas tuvieran un sentido más intenso; así la luna fuera más brillante, las plantas más acogedoras y la compañía más cercana. Lunas morían y nacían como si se tratase solamente de una semana, ellos avanzaban, pero el tiempo no perdonaba. Y las copas de los árboles se hicieron más frecuentes, las platicas más largas, las estrellas más lejanas: algo les quitó la importancia, algo nubló su belleza.
Entre tanta filosofía, entre tanto viaje, Iko y Enia notaron un cambio en sus expresiones: de pronto el macho movía más la nariz y el hocico; la hembra posaba erguida mientras comía el pasto del día. Era un cambio sutil, pues él seguía siendo bastante hablador y ella bastante comprensiva. Pocas cosas tenían en común y una de ellas es que por ratos se olvidaban de que estaban buscando algo, por ratos realmente estaban acompañados. Por ratos ya no necesitaban nada más que al otro y la infinitud estelar. Solo ellos y sus ojos, su gran amistad.
Y en una de esas noches en que la vegetación se quedaba callada y el viento no soplaba, ellos veían las estrellas y se oyó a lo lejos un estruendo fugaz. Al mirar pudieron observar una luz pequeña a la distancia, pero bastante hermosa y alta como para ser una estrella entre las plantas. Iko reaccionó fugazmente, dudó, y se quedó quieto ante el estruendo de un relámpago justo a sus espaldas. Él ya sabía, el sabía que estaba Enia echa una esfera por el miedo tras de él mientras sus ojos se dirigían a la luz. “Ve si gustas” le dijo Enia e Iko se negó. Se quedaron uno al lado de otro, pensando cada uno en el tiempo que había pasado, cuánto se habían alejado, qué había sucedido con el mundo y sus miradas.  Bastante segura y confiada, Enia lo sabía, pero Iko aún lo preguntaba.
Seguros cada quién de lo que pensaba, casi jurando que el otro también tenía en mente lo que imaginaban se fueron a un lugar más oculto a esperar la tormenta. Iko, necio como solamente su especie puede ser, no pudo dejar de pensar en la inquietud que lo llevó a ese nuevo paisaje, no pudo dejar de pensar en las dudas que lo llevaron a encontrar la luz que parpadeaba en el cuello de su nueva amiga. Y la duda ya lo hacia sentir descarado, lo hacía pensar en deshonra y desgracia. Pero no podía estar ahí si su mente no lo consentía, no podía perder la oportunidad de ver la estrella que tanto quería. Así que se fue, dejando a Enia dormida en un lugar que ella conocía menos que él.
Corrió, herido, inseguro, con la cola inquieta y la mente hecha girones hacía la luz de esa noche. Corrió hasta que no pudo ver la luz de Enia entre las plantas. Y, aunque no estaba seguro de nada, debía encontrar su estrella y regresaría victorioso con su grupo. La tormenta llegó, y entre todo el escándalo de la lluvia se ocultó a medio camino. Lloró, preocupado por el paradero de su compañera y trato de dormir, pero los relámpagos eran monstruosos, los árboles acentuaban la catástrofe con los gritos de su follaje moviéndose de un lado a otro. ¿Cómo de una noche tranquila y acompañado había pasado a estar solo en esa tormenta?
Despertó. Ya había amanecido y, sin pensarlo mucho, corrió hacia donde recordó que venía la luz perdida. Iko debía esperar a que anocheciera para orientarse como quería, pero el día no pasaba, como si de jugarle una broma se hubiese tratado.
Estrellas moteaban el ocaso y la luz no aparecía; Iko preocupado se quedo esperando y e pareció escuchar estruendos cerca. Entonces la luz apareció; el corrió, pero os estruendos se acentuaban… como si de el sendero de los ruidos se tratara. Al llegar al punto más luminoso se dio cuenta de la farsa: era parte de un nuevo sendero, uno que no conocía, había sido engañado por el ocasional ruido que el sendero despedía. Miró al cielo, frustrado y corajudo, y aseguró la presencia de las cuatro estrellas que tanto quería. Pensó en su madre. Pensó en su grupo y en las personas que tanto quería, en su soledad y los días tan rápidos de las llanuras… entonces, al borde de la perdición, Iko lo entendió todo. Dio la vuelta por donde había llegado y corrió en busca de su estrella querida.
Un día pasó y la búsqueda daba frutos muy contados, parecía que la estrella se alejaba, como evitando al buscador. Él sabía que ella estaba en los alrededores, era cuestión de que ella dejara su luz verse entre las plantas. Y así pasaron más días, siguiendo las huellas que la estrella dejaba. Iko las seguía más seguro que en cualquier momento de su vida, más angustiado de lo que estaba en la tormenta de aquel día. Hasta que, en una de esas noches de soledad acostumbrada, ante una nueva luna llena, una luz intermitente se apareció debajo del follaje de los árboles y el pecho de Iko de pronto no alcanzaba para soportar su respiración. Tenue pero suficiente para seguirla, Iko corrió al lugar y, agitado, logró encontrar una bola de pelaje gris con un brillante collar. “Perdón” fue lo único que Iko pudo decir antes de romper a llorar.
Enia, después de días de silencio y la presencia irremediable de Iko preguntó:
-¿Encontraste tu estrella?.
-No… ¿Encontraste tu confianza? – Preguntó Iko de vuelta.
-Ya la había encontrado… pero creo que ahora la encontré más. – Dijo Enia con voz firme y mirada penetrante.
-Ahora que la tienes, ¿será que ahora me acompañes de vuelta? – Solicitó Iko.
 Se acompañaron durante días sin hablar mucho hasta que, repentinamente, se encontraron de nuevo observando estrellas. Uno al lado del otro, no había más que buscar. “Pensé que no regresarías” dijo Enia con tono dispensador, volviendo a los días antes de la tormenta. “Te dije que estaba buscando mi estrella”, contestó Iko y Enia enojada preguntó “¿Es que aún no la has encontrado?”. Iko rio y, mirando los grandes ojos negros de Eniam dijo: “Es que la había vuelto a perder”.
Iko no volvería a la región de los montículos con una estrella, volvería con algo que mermaba el tiempo y acentuaba los colores, algo que lo haría sentir acompañado ante la inmensidad del mundo y sus dolores. Teniéndola a ella… ¿Quién necesitaba una estrella después de todo?
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w3022es-blog · 6 years
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Nandita y el rostro
Nandita Escamilla descansaba agazapada en la esquina de su calle en lo que ella creía era “el país de Yucatán”. No se le puede juzgar a esta hermosa niña de su escaso bagaje intelectual tomando en cuenta su corta edad. A falta de oídos que acuñen sus palabras, no le ha quedado de otra que resignarse. Ella no llora. La niña es muy valiente porque así es como le enseñó a ser su hermana, la mujer que más le preocupaba de momento.
Hasta hace cinco días Fernanda, apodada ingeniosamente “Nandita” por su hermana mayor, no se preocupaba tan asfixiantemente por su madre y mucho menos por su padre o su hermana. Poco conocía de la preocupación a sus diez años; uno a esa edad tiene la sensación de ser casi invencible. Después de todo es un hecho que el amor te hace sentir invencible y este caso no era la excepción. La nena crecía en el seno de una familia católica cuyos miembros la amaban todos por igual: sus padres pedían por ella en cada misa a la que asistían, su hermana compartía los gustos propios de su edad con la nenita y, a pesar de que ella entendía poco de los tópicos que anegaban a una quinceañera, esta le seguía el juego y disfrutaba sus conversaciones. La vida era envidiable para Fernanda quien, para el colmo de las suertes, figuraba para ser una jovencita hermosa y muy lista en unos cuantos años. Maldita sea su Dios, pues el tiempo traería consigo el domingo donde empezó todo. Los padres de Nandita despidieron al padre después de la misa, como siempre lo hacían, pero esta vez fue diferente. Ver al padre antes de salirse de la iglesia era una costumbre de Nandita pues lo encontraba cómico y tranquilizador. Distante a lo usual, la mirada esta vez le hizo sentir algo muy distinto a la tranquilidad. Los ojos del padre se fijaron en las prendas de la niña, la cual se sintió completamente desnuda ante esos crueles ojos verdes rodeados de ojeras ominosas. Justo antes de girar la mirada hacía la calle, ella notó que de esa cara severamente dominante surgía un gesto canino de ira y rabia.
Una vez en su cuarto, mientras su hermana se bañaba, Nandita acomodaba sus juguetes en su estante en protesta al desorden que su hermana hacía cada vez que desvestía. Al levantar una muñeca ella notó que en el suelo había una mancha, cosa cualquiera para alguien poco perceptivo, pero para ella era un mal augurio. La mancha era de un rojo intenso, como el rojo de la sangre coagulada, un rojo que podía alarmar a cualquier ser humano lo suficientemente inocente. Verónica irrumpió justo cuando su hermanita contemplaba paralizada las losetas rosadas del suelo y, al notar la inquietud de la niña, observó junto con ella. - ¿No la ves? – Preguntó Nandita con los ojos bien abiertos y los puños bien cerrados. - Es sólo una manchita, Nanda. – Dijo la quinceañera mientras raspaba la mancha con la uña intentando retirarla. - Vero, Vero, ¡vela! Es un ojo, está feo, no me gusta, quítalo. – Dijo la nena notablemente incomodada por el supuesto ojo en el suelo. – Ha de ser pintura de uñas. – Dio un gran suspiro – Necesitaremos acetona y no tenemos. – Miró a la niña con ojos punzantes. - Vero, ¡yo no fui! ¡En serio! – Nandita cruzó los brazos e hizo un tierno gesto de enojo que acentuaba su ternura y le restaba seriedad. Verónica suspiró de nuevo – No te alteres. Mañana lo limpiaremos, no pasa nada. A dormir, ¿sí? – Las dos se acostaron y en el suelo se posaba ese pulsante ojo color sangre que esperaba paciente el momento de revelar la dirección de su mirada. Y en la esquina de su cama Verónica posaba la mirada en el techo, perdiendo el hilo de sus pensamientos y haciendo más difícil conciliar el sueño. Ideal, idónea era la noche para que ese sentimiento de simpatía por el rostro creciera. Un sentimiento confuso entre la despersonalización y la ira.
Las hermanas regresaban juntas de la escuela, no era nada complicado pues las dos salían al mismo tiempo del colegio y su madre siempre tenía tiempo de pasar a recogerlas. Desagradable la sorpresa que se interpuso en la rutina de las niñas que, al mudarse de ropa para calmar el calor, se dieron cuenta de que la mancha roja había mutado a la mitad de un rostro. Un rostro color rojo que tenía que haber sido detallado por un experto para lograr la soberbia nitidez con la que se apreciaban las horrorosas arrugas en torno a las órbitas y el relieve del iris que miraba profunda e insensiblemente al espectador. - Vamos a decirle a mamá y papá, ¡vamos! – exclamó Fernanda, vistosamente nerviosa. - ¡No! ¡Espérate! – A Verónica le urgía decirles a sus padres, lo deseaba intensamente como si de alguna manera decirles hiciese que el rostro y la energía que de él manaba desaparecieran. Pero ella sabía que no era así, tenía la edad suficiente para saberlo y una intuición lo suficientemente aguda para saber que tal vez eso empeoraría las cosas. – Yo les digo, te lo prometo. – Dijo mientras cubría con una blusa el rostro maldito. Minutos después de cenar, al momento en que Nandita hablaba con su madre de su día en el colegio, se oyó un grito encabritado viniendo de la habitación de las niñas: - ¡Verónica Escamilla Benavides! ¿Cuántos años tienes? Ya estas grande para estar haciendo dibujitos en el suelo. – Preguntó ufano el padre de las niñas. - Papá yo no fui, te lo juro. – Replicó Verónica. Nandita llegó junto con su madre para escuchar al borde de la puerta abierta. - No te hagas la inocente, Vero, tu hermana no puede hacer dibujos así. Mujer, ¡mira!, dibujó una cara. Una cara horrible. ¿Qué te pasa, hija? – El hombre miró a la madre de las hijas y esta se acercó con la hija más pequeña a un lado. Apreciaron un rostro. Era solo un rostro. No era feliz ni infeliz, era iracundo y rabioso. Era, además, un rostro conocido por los presentes por tenerlo almacenando en algo más profundo que sus memorias; precisamente a Fernanda le evocó un recuerdo cercano… tan cercano como el domingo pasado. - ¡Mira eso, niña! No sé qué me preocupa más, si el piso o el rostro tan feo que dibujaste. - Mamá, Vero no fue. Es en serio. – Dijo Fernanda sabiendo que no iba a tener mucho éxito. Vaya que no lo tuvo. Siendo encontradas culpables por sus padres su sentencia fue obvia: debían borrar ese rostro del piso y limpiar el resto del cuarto que, más que de señoritas, parecía de carroñero. Tallaron con acetona, con cloro y con limpia pisos, pero nada les funcionó. Encabritado tuvo que ir el padre a asistir a las nenas mientras batallaba con una inminente sensación de deseo, un deseo que le hacía sentir una simpatía creciente por el rostro que intentaba eliminar. Tal es así que decidió no intentar con el ácido muriático… después de todo, era peligroso para las niñas, ¿no? Ya bien entrada la noche padre e hijas se quedaron con las miradas fijas en el rostro que ahora ostentaba una cara completa. No sabían cómo llegó ahí, quién la puso ahí o cómo se desarrolló, pero ahí estaba y estaba ya bastante avanzada para detenerla. Podía ser el rostro de cualquier persona: ojos grandes con una frente amplia, sin cabello y cejas tupidas, labios delgados, nariz delicada y orejas prominentes. Era rojo, inexpresivo y no tenía el cuello, su barbilla lampiña puntiaguda era el límite de su existencia. En lo que a ellos respectaba, tenían ciertos sentimientos blasfemos con los cuales batallar. El rostro los provocaba. Querían expulsarlos, como quien quiere expulsar un mal alimento en un interminable vómito, pero sabían que dejarlos salir implicaría no solo el alivio sino un punto de no retorno en la relación con el objeto de sus miradas. Mirada que Verónica dirigía a su hermanita; mirada que el padre dirigía a Verónica. Ambas con su color, su olor, su gusto. Ambas miradas igual de malas. Igual de destructivas. Nandita sabía de las miradas, ella había sentido una mirada así de destructiva, pero de otro color, de otro matiz. No sabía de quién; no le importaba, ella solo quería eliminar el rostro sin ocasionar más molestias. No es necesario mencionar que su madre era el único recurso que le quedaba, y menos necesario sería mencionar que su madre sólo logró completar el temple horroroso del rostro en el piso de su cuarto. Es más, la madre de Nandita se quedó contemplando el fatídico rostro en el suelo a la par que un sentimiento, como una regurgitación, deseaba salir para no volver… y es que no sería necesario que regrese una vez afuera. En medio de ese espectáculo Nandita llegó a su cuarto y corroboró lo peor. - Acuéstate a dormir, preciosa. – Dijo su madre con un aire muy distinto al que siempre le rodea, un aire apartado de la tan inherente confianza que siempre caracterizaba a la señora. - Mamá, - La niña dudó mucho de hacer una pregunta que ya tenía respuesta. - ¿qué va a pasar con la cara en el suelo? - Ni siquiera sé que va a pasar conmigo misma. – Murmuró la señora con un volumen casi inaudible para Nandita, pero con un tono lo suficientemente ominoso como para que la nena supiera que su madre se rindió. No podía soportar la idea de tener ese rostro mirándola la noche entera, le bastaba con pensar que la mirada amorosa de sus familiares nunca volvería, así que decidió tomar las riendas del asunto y colocar una bolsa de basura en cima del rostro, fijarla con cinta adhesiva a los lados y dibujar una malograda cruz con gis rosado en cima de ella. Al salir para devolver la cinta adhesiva a su lugar logró ver a su madre de pie frente al espejo del baño mirándose con asco y con la mano sosteniendo lo que parecían ser pastillas. Al regresar a su habitación su hermana la miraba furibunda. -¿Tú pusiste esto?- Preguntó Verónica amenazante. -Em… sí. Verónica en seguida tomó bruscamente del brazo a Fernanda y la llevó a su cama ordenándole olvidar el rostro y simplemente irse a dormir. Con una marca roja en forma de mano esparcida por su bracito la niña se acostó percatándose de que su padre entraba en la habitación. - ¿Qué pasa aquí, niñas? - Preguntó muy tranquilo como para tratarse de un regaño. Violentamente Verónica contestó: -Nada, no vengas a molestarme – se acostó en su cama. El padre se acercó a ella y le propinó una caricia muy suave en el pie. Fernanda fingió demencia y trató de conciliar el sueño. La pobre niña, con sus cortísimos diez años, era lo suficientemente taimada como para saber acerca de nuevo tono que las miradas de sus familiares habían cambiado. Siempre supo que su madre alguna vez tuvo problemas “en la cabeza” después del nacimiento de Verónica; sospechaba que Verónica había tenido problemas en la secundaria por peleas con sus amigas y veía la manera en que su padre solía ponerse las pocas veces que llegaba a la embriaguez y su madre usaba un vestido. Muy aparte, había otra posibilidad, una posibilidad imposible a la mente de cualquier adulto, pero que la pobre niña daba por hecho… el rostro. El rostro ocupaba su mente cuando logró conciliar el sueño. Bien entrada la noche la niña no pudo evitar despertarse al escuchar un sonido; era uno de esos ruidos que te hace pensar en la presencia de alguien ajeno y te obliga a revisar el lugar por mero instinto. Verónica lo notó, pero miró a Nandita de reojo y le indicó volver al sueño en seguida… nada más difícil que seguir sus órdenes, pues el ambiente oscuro del cuarto contrastaba muy bien con la cruz que Fernanda dibujó iluminada, además, con el gris azulado de la luna. La niña no podía retirar sus ojos de esa bolsa. Era preocupante que la bolsa se moviera como si el violento viento de afuera pudiese entrar con la ventana cerrada, tan preocuparte para hacer que Fernanda sintiera una presión pujante en sus esfínteres y abriera los ojos tan grandes como la luna de esa noche. La bolsa no solo se movía, sino que lo hacía de un lado a otro como si algo dentro de ella tuviese la intención de salir. A la vez que aumentaba la rapidez de los movimientos una silueta redonda se notaba en la parte más baja de la cruz, parecía un charco, un valle, una boca; una boca que mordía incluso la bolsa encima de ella reclamando su libertad con ira. Poco tardaron en notarse la nariz prominente y la frente marcando la bolsa como si un hombre en asfixia estuviere debajo. Arrancando la cinta nacieron de debajo de la bolsa dos brazos masculinos, llenos de sangre coagulada y suciedad de incierto origen los cuales se impulsaron para elevar un torso con la piel roja lleno de heridas que más semejaban cráteres faltos de piel, pululantes de carne. Un muñón transversal poco más arriba de donde estaría la pelvis limitaba la completa apreciación del ser que, al parecer, estaba incompleto. Sin embargo, el “nacimiento” de este ser fue silencioso a excepción de respiraciones profundas, calmadas y ligeramente guturales. Con esa misma tranquilidad y la bolsa todavía adosada a su rostro, la mitad del ser que salió de las losetas se encaramó tranquilamente y reptó hacia la cama de la hermana menor todavía moviendo la cabeza de un lado a otro en un intento por enseñar el pasivo e inquietante rostro que antes estaba impreso a mitad de la habitación. La niña lo vio todo, sin ser capaz siquiera de cubrirse con una sábana. Estaba inmersa en una parálisis sin poder escapar de su habitación, ni gritar, incluso sin poder temblar. Y ese medio hombre colocó sus brazos en la colcha de la cama, una por una, se impulsó hasta encontrarse a tres pasos de la niña; irguiéndose, acortaba la distancia entre él y la única que sufría de su presencia. Quedó en frente de la niña y con un brusco movimiento colocó su mano izquierda en la bolsa. Fernanda gritó sin esperar a ver el rostro.
Nandita despertó.
Sintió lágrimas secas en sus mejillas suaves y se enjugó la cara con energía. Miró de nuevo a la habitación y, aunque trató de soslayarla, posó sus ojos en dirección de la bolsa que había pegado. No estaba ahí. Tampoco el rostro. Miró hacía arriba y se encontró con su hermana al borde de la cama igual de sorprendida que ella, pero preocupada considerablemente por cosas que la pobre Nandita desconocía. - ¿Irán a la escuela? – Se oyó la voz del padre de Nandita que entró desnudo del torso al cuarto de las señoritas – ¿De verdad vas a seguir haciendo ese drama, Vero? No pasó nada. El padre se acercó a Verónica para propinarle una caricia en la sien, pero la casi mujer se alejo y apartó la mirada. Fernanda no tenía la edad suficiente para darle cuerpo a sus sospechas, pero se imaginaba algo malo. En fin, que de pensar había mucho tiempo en el auto, en la escuela, en donde sea que no fuera ahí. Regresando de la escuela, la nena todavía se preguntaba acerca del paradero de la bolsa y el rostro en el piso de su cuarto, pues su ausencia solo significaba que algo terrible salió de ahí y de que a su familia no podía importarle lo más mínimo. Estaba sola. Y sola seguía cuando pasó cerca del cuarto de sus padres y vio a su madre pasándose el rastrillo de su padre violentamente en las muñecas. Nandita sabía que su intención no era retirarse el vello, sin embargo, su madre tampoco pretendía hacerse mucho daño… hasta ese momento. - ¿Mamá? ¿Qué estás haciendo? – Preguntó como si no sospechara de las intenciones de su madre. En parte, la niña no lo hacía, sus pensamientos todavía no llegaban a la malicia pura de lo que es el mundo en realidad. - ¡Mi amor! Nada, preciosa, sabes que soy de tener muchos pelitos y me estaba arreglando. – Se seca una lágrima naciente en la mejilla derecha. – No te preocupes. ¿Cómo te fue en la escuela? - Bien mamá. -Dijo con los ojos cristalizados por las lágrimas. – Pero ven a mi cuarto, la cara ya no está. – Dejó caer dos lágrimas amargas de un parpadeo. – Tengo miedo. La madre de la casa no pudo hacer más que abrazar a su hija y derramar una lágrima de terror con ella. Fernanda estaba segura de que su madre estaba asustada, al igual que su hermana y su padre. Si pudiera saber donde está el rostro; ¡Sí tan solo pudiera pedirle que se fuera! Ambas fueron en busca del rostro, pero cuarto de Nandita seguía limpio. En su lugar encontraron a Vero hablando por teléfono. Parecía furiosa por la presencia de su madre. La señora intentó darle una explicación a lo que sucedía, pero todos ahí sabían que eso no era posible, así que en su lugar intentó parecer segura al decirle a sus hijas que no había nada de que preocuparse. Naturalmente, ni una de las niñas le creyó. Al irse la mujer Verónica cerró la puerta y le gritó a Nandita: - ¡¿Qué es todo esto?! ¡¿Qué está pasando?! – Agitaba a la niña frenéticamente de los hombros mientras. - No sé, Vero, yo no fui. ¡Perdón, perdón! – Replicaba la niña tratando de librarse de la ira de su hermana. - ¡Deja de disculparte! – Dijo Verónica antes de darle una fuerte bofetada a Fernanda. La nena ya no gritaba, ya no lloraba, la bofetada ocasionó el mismo efecto que el cuerpo incompleto en la cama de Fernanda: horror paralizante, pues nunca en sus diez años de vida se imaginó que su hermana fuera capaz de hacerle daño. - No me veas así, Fernanda. ¡Todo esto es tu culpa! – La hermana mayor empujó a Nandita a la cama. La niña se quedó ahí: tirada mientras su hermana se iba furiosa del cuarto. Al salir su hermana, la nena notó una cicatriz en forma de mordida en el muslo de su hermana. Después de diez minutos recordando el rostro y su cuerpo desarrolló un odio terrible hacia él, hacia su esencia y lo que representaba, sabiendo que esa cosa era la verdadera responsable de los problemas de su familia… o de lo que quedaba de ella. Tenía que encontrar el rostro lo antes posible incluso sin tener idea de lo que haría al encontrarlo. Lo buscó por toda la casa: en cada rincón, en cada habitación, rogando que no llegara su padre para no tener que cesar su búsqueda por la cena. Al atardecer sintió su presencia en la sala, mientras su hermana estaba encerrada en la habitación, la sentía manar de la habitación de su madre. Fue lentamente a la habitación en el extremo del pasillo de la cual venía la luz del atardecer dorada e impersonal; pasando por la puerta blanca de su habitación, justo a mitad del camino entre la sala y la puerta abierta de su madre, creyó escuchar la calmada, profunda y gutural respiración del rostro. Ya en el borde de la habitación miró directamente a la cama y concluyó que la presencia y la respiración venían de un costado de la cama en el cual la presencia quedaba oculta a la vista. No quería acercarse, pero tenía que encontrar el rostro; tenía que hacerle frente. A un paso de la colcha gris y de cara hacía la ventana, la luz obligó a Fernanda a poner la mano frente a los ojos para poder ver y fue cuando una mano ensangrentada se asentó en la colcha gris desde el costado. La nena dio un salto del susto, retrocedió dos pasos y observó como otra mano ensangrentada se asentaba en la colcha. Estaba preparado para verlo de nuevo, escuchaba su respiración, las manos tomaron impulso y Fernanda detuvo el aliento. -Nandita, mi amor. Llama a tu padre, revisa si ya llegó. – La señora se levantó del costado de la cama cubriéndose las suaves muñecas, las cuales parecían tener un corte horizontal todavía fresco. Fernanda no paraba de decir “mamá” en una histeria – No te preocupes por tu madre, Fernanda. Tú madre está loca. – Se levantó, le dio un beso a su hija y corrió al baño. La hija menor escucho el auto de su padre arribar a la casa. Corrió a la terraza y sin esperara a que su padre apague el motor le advirtió que su madre estaba en peligro. El señor acudió al llamado y la niña lo siguió. La señora había salido del baño con las muñecas vendadas y una ligera mancha de sangre en las manos. - Hace años que no sucedía, ¿qué te pasó, mi vida? – Preguntó el padre a la puerta del baño. - No lo sé, Javier, no me siento bien últimamente. - Vamos al hospital, Mónica, esto no es normal. – Replicó el padre. - Javier, solo necesito descansar. El corte no fue profundo y tengo escitalopram en el cuarto. - De acuerdo, pero hay que llamar al doctor. – Condicionó el padre. Ambos consintieron en darle una caja de cereal a la niña y mandarla a su cuarto para que no salga hasta la mañana siguiente. Ya era de noche, la niña desconocía lo que paso después que su padre llegó a la casa y el rostro aún estaba suelto. Ella sentía su presencia. Sentada en su cama, esperaba a que Vero decidiera apagar la luz, ella también estaba en su cama ensimismada en sus pensamientos. En el cuarto se sentía una tensión tangible, las hermanas sentían el mismo miedo y el mismo deseo de irse para siempre de su hogar. -Las cosas se van a calmar, Nanda. Relájate, ¿sí?. Vamos a hacer chi chis. – Dijo Verónica un poco más tranquila que en los últimos tres días y se levantó apagar la luz. A la niña le daba igual, ella sabía que la luz no haría mucha diferencia si el rostro seguía rondando la casa. Intentó no dormirse por si lo de la noche anterior se tratase de solo un sueño. A las 3 de la mañana la niña hacía dos horas que se había dormido y pronto se vino a dar cuenta de que poco le valieron los esfuerzos para mantenerse despierta. Escuchó la bolsa. Quiso ignorarla, después de todo hasta una niña sabe lo imposible que es que ese ser tenga la bolsa todavía pegada a la cara. Pero la escuchó con más intensidad, como si alguien estuviese frotándola contra la puerta. Verónica no estaba en la cama. La puerta se abrió y Nandita se hizo la dormida, no pensó en otra salida; escuchaba la respiración del rostro fuerte y clara solo que esta vez se agregaron unos pasos firmes, fuertes, como si en vez de un hombre fuese un oso el que estaba entrando al cuarto. El rostro – Fernanda estaba segura de que era eso – dio tres pasos y se detuvo en la cama de Verónica hizo un suspiro que más pareció un gruñido y se dio media vuelta hacía la cama de la niña; ella realizó el esfuerzo posible por hacer su papel de niña dormida. Escuchó la bolsa, la escuchó al ras del oído: era él, estaba “mirándola” directamente, oyéndola respirar, así como ella lo oía a él. Nandita escuchó los pasos de monstruo de nuevo y en la habitación cortó el silencio una voz masculina, neutral y rasposa: “Sé que no estás dormida, niña”. Se cerró la puerta. Fernanda escuchó quejas, como rabietas de Verónica, no podía soportar la idea de que el rostro la hubiese atrapado. Se armó de valor y salió de su habitación enfrentando la oscuridad del pasillo en el cual tenía el cuarto de sus padres a la derecha de su puerta y el baño al frente. Los quejidos venían del baño que repentinamente se dejó ver… salió el padre de Fernanda con rostro avergonzado, confundido y ofuscado. -Mi amor, vete a dormir. – Cerró la puerta tras la cual Nandita le pareció ver a Vero llorar. – Aquí no pasa nada, tu madre está grave y no quiero que causes problemas. Te amo, hija. – El señor fue velozmente a su cuarto y cerró la puerta. La nena abrió la puerta y encontró a su hermana con una mordida en el hombro, visible gracias a que usaba una blusa de tirantes y un short de pijama. Nandita entró a darle un abrazo a su hermana y lloraron juntas antes de irse a su cuarto.
El día siguiente fue difícil de empezar para Fernanda y mucho más difícil de mantener. Llegando de la escuela la nena no tenía ganas de nada más que de dormir por horas, días, lo que fuera necesario para seguir enfrentándose al rostro. No comentarle a nadie más de su existencia fue una mala decisión que una niña de su edad tiene el permiso de tomar: no deseaba ocasionar más molestias a una familia que ya tenía problemas muy serios. Pidió el permiso necesario a su madre, la cual seguía en cama con un rostro muy distinto a la madre segura y fuerte que Fernanda conocía. Finalmente se fue acostar. Fernanda no soñó. No tuvo el tiempo de agradecerlo, pues a las 11 de la noche la despertó un grito. -Verónica, cálmate. -Gritaba el padre a la vez que protegía su rostro bañado en sangre con las manos. Verónica sostenía un cuchillo cuando su hermana llegó a la sala. - No sé qué te pasa últimamente, papá, pero te vas a detener ahora. ¡Ya basta! – La adolescente se abalanzó a su padre con el cuchillo y forcejearon. La señorita tenía ira, la suficiente para darle trabajo a su padre. Fernanda fue buscar a su madre. La señora estaba a oscuras en su habitación con muchas pastillas en la palma de la mano cuando su hija entró a la habitación y le estiró la mano llena de pastillas para que vaya a asistir a su hermana. Hasta hace tres días la señora hubiese golpeado a su esposo, pero la mujer a la que Fernanda pedía ayuda era otra; retiró la mano y le indicó que vaya a dormir sin emoción alguna, sin verla siquiera a los ojos. La niña regresó a la sala y encontró a su hermana herida en suelo. Fernanda no podía creer lo que veía. -Vete, Nandita. Vete de la casa, busca ayuda. – Dijo Verónica, pues su herida no era fatal aun. Fernanda corrió a su cuarto para asir su celular y al encender la luz vio al rostro sentado en su cama, con las manos entrelazadas y el cuerpo completo y desnudo. Era un cuerpo lleno de sangre coagulada y falto de piel en algunas regiones que asemejaban cráteres, pero ya no tenía suciedad. Se podía apreciar la piel blanca y áspera del ser que tranquilamente se levantó. -Cierra la puerta- le dijo a la niña y ella por alguna extraña razón lo obedeció. Al levantarse el ser Fernanda pudo ver su piel lleno de heridas frescas y venas prominentes, un cuerpo masculino de delgadez casi mórbida y gran altura que todavía tenía una bolsa negra de cruz rosa en el rostro. Se acercó a la niña agravando su respiración, haciéndola notar más gutural, más áspera y dejando que sus pasos caigan con más violencia en la loseta. A cada lento paso que el rostro daba Nandita pensó que la loseta no aguantaría la fuerza de sus pies y que ella saldría corriendo, pero tenía que enfrentarlo. Ya no había marcha atrás: el ser se encontraba a un paso de ella con la cabeza inclinada hacia abajo y la mano en dirección a la bolsa. Tomó la bolsa y reveló por fin su inexpresivo y paradójicamente agresivo rostro. Fernanda gritó, gritó con todas sus fuerzas. Vio al rostro por última vez y salió corriendo de su casa. Ella estaba sucia, tenía todavía el uniforme de su escuela y no sabía cómo andar en la calle. A esa hora, no había nadie en la calle. Su familia era escasa, no tenía opciones sabiendo que sus familiares de segundo grado estaban muertos o viviendo en otra ciudad. No había memorizado el número de nadie más que sus padres y no había entablado una amistad lo suficientemente fuerte para conocer algún otro hogar. Tocó la puerta de su vecino sin éxito, el vecino del otro lado tampoco hacía caso. Era una costumbre en ese lugar ignorar los llamados no esperados. Sabía de un anciano solitario en la calle de atrás que tenía una tienda, ella misma había ido a comprar con su madre. Corrió al lugar, dando vuelta a la esquina, rogando que no halla perros que la muerdan y, casi sin aliento, se irguió en frente a la tienda… completamente cerrada. Jadeando por la carrera tocó la puerta de la tienda lo más fuerte que pudo y gritó a todo pulmón: “Ayuda”. No hubo respuesta a excepción de los lejanos ladridos de los perros en otras calles. Se rindió y se regresó hacía su esquina deseando tener su celular para llamar a cualquiera. Derramó unas cuantas lágrimas: de coraje, de dolor, de la tristeza por saber que hace cuatro días todo estaba bien. Escuchó la puerta de una reja abrirse -Niña… tú eres de mi iglesia, ¿verdad? – Fernanda reconoció la voz en seguida: era el padre; a la niña le era ajeno que el padre vivía a una esquina de su casa. -Padre, padre. ¡Ayúdeme por favor! Verónica… mi hermana… mi papa… mi mamá. – rogaba mientras las lágrimas se escapaban hacía sus mejillas y los sollozos repartían sus palabras. -Tranquila, mi niña. – Le dijo mientras le daba un fuerte abrazo- sé dónde vives, yo iré a ver qué pasa. El anciano abrió la puerta de su casa y le indicó a la niña esperar en la sala mientras veía televisión. La casa era similar, pues todas eran de fraccionamiento. Ella conocía el diseño de la casa y, al cabo de un rato de pensar en sus padres y en la posibilidad de quedarse a vivir con el agradable y solitario párroco, no aguantó la tentación de ir al sanitario ya que se encontró medianamente segura. Después de usar el baño la niña notó que el cuarto frente al baño era el que el padre usaba para dormir. La luz del pasillo estaba apagada, pero la luz del baño era suficiente para iluminar el piso del dormitorio. Se disponía Fernanda a regresar a la sala, pero no pudo evitar notar algo. Entró al cuarto del párroco y encendió la luz para darse cuenta de que había una mancha roja en medio de la habitación. A la vez que escuchaba el portón abrirse ella se acercó para descartar sus temores. La perilla de la puerta en la sala giró y ella ya se encontraba a un costado de la mancha que, más que una mancha, era un ojo. Con el rostro paralizado Nandita escuchó pasos fuertes y pesados aproximarse en el pasillo y detenerse en la puerta. Con la casa en silencio se escuchaba sobriamente la respiración profunda y rasposa de la presencia en la puerta. - ¿Padre? - preguntó la niña y se dio la media vuelta. 
Entonces la niña gritó. Gritó hasta que la calle se quedó en silencio.
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