Tumgik
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La niña de la estación de Morón
Todo a mi alrededor era oscuridad indistinta y repentinamente comencé a caer ¿hacia abajo? Mis manos se hacían inservibles ante las lisas y negras paredes del túnel por el que – supuse – caía. Trataba inútilmente de aferrarme de algo que no existía cuando vi; en el fondo, allá abajo, lejos, muy lejos hacia abajo; arder un punto de luz. Eso tenía que ser una salida – pensé – una desesperadamente ansiada salida. Dado que yo caía a una enorme velocidad el pequeño punto de luz se iba agrandando rápidamente en todas direcciones. Pronto me di cuenta de que esa luz poseía una tonalidad verdosa; un aspecto malsano, repugnante, putrefacto. El alivio que produjo en mí el pensamiento de una salida se transformó en terror, en pánico. Yo no podía evitar caer de lleno hacia esa luz que me asqueaba; me sentí terriblemente desesperado. Comencé a mover frenéticamente brazos y piernas intentando frenar la caída.
La que había sido negra oscuridad en un principio comenzó a cambiar de color, ahora un verde-negro (como ya dije) putrefacto me rodeaba.
El pequeño punto de luz ya no lo era. Hacia abajo se observaba un gran círculo blanco brillante bordeado de verde, era mi antes ansiada y ahora temida salida. Se agrandaba, emanaba esa verdosa claridad, yo no podía detenerme. El terror dominaba ya todo mi cuerpo y mi mente, no podía detenerme. No podía, el círculo cada vez era más ancho. Yo no podía detenerme, seguía cayendo. No podía… No pude…
Desperté. El ruidoso estrépito con el que crujían las vías cuando el mugriento tren les pasa por encima ya resonaba en mis oídos, taladrándolos. Mi cuerpo percibió el crudo y penetrante frío de la noche de invierno.
Miré ahora a mi alrededor y mis ojos dibujaron las líneas de un asqueroso, rajado, despintado y mugriento vagón que se bamboleaba al son del taladrante ruido de las vías.
La fuerza de este movimiento errático y repetitivo hubiera podido derribar a cualquier persona que no se sostuviera con perseverancia de algún caño oxidado. El vagón avanzaba veloz con el resto del tren, sus pasillos estaban desiertos y hasta había asientos vacíos. Situación que se contraponía – pensé – a las que ese mismo día y días anteriores (y seguramente posteriores) suceden en este arcaico medio de transporte; cuando en las horas pico un innumerable conjunto de seres humanos se amontonan en esta sucia caja metálica (el vagón).
¿Sus razones? Ir a trabajar, volver de trabajar, volver a casa. No crean que alguien usa esta línea para viajar turísticamente.
Las ventanas estaban abiertas y convertían al frío de la noche en ráfagas que helaban el cuerpo. La noche era oscura, sin estrellas ni luna; dando una sensación de inmensa soledad ante el universo.
El tren se detuvo. Me puse de pie. Caminé hacia las puertas torpemente corredizas por el piso del vagón, en el que se entremezclaban varias capas de mugre y suciedad con el detalle de unas cuantas porquerías tiradas y dispersas (paquetes de plástico, latas de gaseosa, botellas de gaseosa, tanto de plástico como de vidrio, etc.)
Baje en la estación de Morón. El tren siguió su camino con su estrepitoso andar. Caminando por el andén me dirigí hacia las insaciables máquinas tragaboletos.
Siempre me gustó pensar que la estación, más que una estación era un gran basural por donde pasaba el tren. Gran basural en el que se podían encontrar todo tipo de inmundicias y desechos. Las vías, con sus durmientes y sus vigas metálicas, pedían permiso a la multitud de botellas, papeles, plásticos, cartones, ratas y (en una desmesurada proporción) boletos, para dejar pasar al ruidoso tren. Pero a los andenes no les gusta quedarse atrás, así que la mugre y especialmente los boletos se extendían también sobre ellos.
Lleno de boletos y de mugre se encontraba también el suelo de los alrededores. ¿Quién tiene la culpa? ¡¿Quién es?! ¿Hay más de un culpable? Después de reflexionar un poco, los encontré, encontré a los culpables. ¿Quiénes son? Concluí que la culpable de estas asquerosidades era la gente. Personas (¿personas?) muy ocupadas, ocupadísimas en sus propios asuntos y totalmente indiferentes a los asuntos comunes. Esta era una definición que incluía no sólo a los que tiraban las porquerías al suelo sino también a los dueños de la empresa de trenes que, parece, nada saben de higiene y salud.
Luego de que la máquina escupiera mi boleto, mis pies me llevaron por las escaleras al túnel que comunica los dos andenes.
No diré nada del túnel, sería demasiado, además quiero dejar la descripción libre a su imaginación.
Subiendo por las escaleras, ví a una de las principales víctimas de esta sociedad enferma que detesto amargamente.
Era una niña, menuda y desnutrida.
Más bien, no era una niña sino un pequeño ser humano de corta edad. Esta pobre criatura desgraciada, ya hacía mucho que había perdido la inocencia, la alegría; y con ellas su infancia, ya que esta va de la mano de las otras dos. Pequeña; flaca; morocha; de ojos oscuros, grandes, que miraban hacia la nada. Su cabello lacio, largo, tijereteado con descuido se extendía hasta la mitad de su espalda, era de color negro o de un marrón oscurísimo. Su rostro chupado podría haber sido hermoso sino hubiera estado desgarrado por una expresión de profundo dolor, de odio latente, de petrificante miedo y de cruda indiferencia. Parecía como si su alma expresara, hiciera físicos mediante la distorsión del rostro, todos esos sentimientos terribles.
La desdichada criatura vestía una remera, un buzo viejo de algodón, un pantalón jogging rotoso; sus pies, calzaban un par de agujereadas zapatillas. Se había sentado en el último escalón de la parte superior de la escalera y a cada ser humano que pasaba le pedía unas monedas. Estimé que debía tener unos ocho, nueve años y deduje que su pequeño cuerpo estaba calado por el penetrante frío de la noche de invierno. Al pasar a su lado me dijo:
– ¿Tiene una monedita, señor? – su aguda y desesperanzada voz me carcomió la conciencia.
–Si, ya te doy, esperá un poquito – contesté.
Le di unas monedas, y como habiendo pagado un permiso me senté a su lado, en el último escalón.
– ¿Cómo te llamás? – pregunté.
–Yanina – dijo solamente.    
– ¿Tenés frío? – pregunté estúpidamente y, como para ahorrarme el insulto que me merecía, dije antes de que ella contestara: – Tomá, tomá mi campera, hace mucho frío –
Yanina tomó mi campera y rodeó su cuerpo con ella. De pronto me estremecí. No sé si fue el frío que sentí al desabrigarme o el tomar consciencia de que yo, a la edad de Yanina, en una noche como esta, a estas horas (las once aproximadamente), me encontraba durmiendo en mi caliente cama, en la seguridad de mi casa, rodeado de un ambiente de amor y paz.
Luego pensé ¿qué futuro le espera a la pobre criatura que tenía sentada a mi lado? Como una ráfaga, la respuesta apareció en mi cabeza, la prostitución. Yanina, ahora una niña, pero no en mucho tiempo una mujer, no encontraría – supuse – otra solución para subsistir que vender una de las pocas cosas que le pertenecían, su cuerpo. Imaginé que no faltaba mucho para eso, ya que ni bien comenzara a crecer y desarrollarse, entraría en ese asqueroso negocio.
Al pensar en todo esto sentí mucho dolor, pero un dolor raro, un dolor ajeno, una extensión del sufrimiento que padecía la niña que estaba sentada a mi lado. Entonces recordé. En mi bolsillo tenía un chocolate que había comprado justo antes de subir al tren. Lo compré para combatir al frío; pero una vez sentado en el vagón, el cansancio y el olvido me derrotaron, me dormí y el chocolate siguió en el bolsillo.
– ¿Querés un chocolate Yanina? Tomá, agarralo, te va a hacer bien – dije ofreciéndole la golosina.
Yanina me miró, después miró al chocolate, lo agarró y me dijo:
– Gracias –
Luego sucedió algo inesperado. La niña de la estación de Morón sonrió. Sonrió demostrándome que a pesar de todo el dolor, su alma seguía siendo capaz de expresar alegría.
                                                                                                       M.M.
                                                                                                      2005
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