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La coreografía del cuerpo como acto político
En este texto pretendo indagar sobre el papel que tiene la estética en la intervención de cuerpos (en la participación de personas que usan su cuerpo como instrumento material de su intervención) durante actos públicos con fines políticos. Esta definición considera que todo cuerpo organizado (una marcha, distanciamiento social, bailes, movimientos coordinados y uniformados que dan carácter y conectan a los cuerpos con la intención política detrás de sus gestos y actos) es un acto coreográfico, y que la distinción entre escenario y espacio público no es necesariamente relevante, ya que se asume que es el cuerpo el que trae consigo, el que ejerce, el que impone, a través de su articulación coreográfica, el contexto que hace de la plaza, de la calle, del dormitorio (intervenido por la mediatización digital) o del teatro, un espacio público.
Dicho con menos francés, el tema a tratar es cómo ciertas decisiones sobre cómo moverse en un espacio compartido con más gente hacen que un gesto sea un gesto político.
Para ello, un par de aclaraciones. En la teoría, es común hacer un paralelo entre coreografía y disciplinas del cuerpo. Ambas dictan cómo debe comportarse un cuerpo, y es común asumir que la coreografía irrumpe o distorsiona o hace visibles las maquinaciones con las que operan las fuerzas del Estado sobre el cuerpo. Si las buenas costumbres dicen “junta las rodillas” y “espera en la fila”, la coreografía posibilita otras formas de moverse, a veces justificada por la apreciación estética (buscar formas de moverse como fin en sí mismas) y muchas veces como ejercicio de resistencia a tales buenas costumbres.
Pero la coreografía y las disciplinas del cuerpo se distinguen aquí por dos razones. Una, porque la coreografía está constreñida a un momento y lugar, mientras que las disciplinas que nos subjetivan operan, presumiblemente, todo el tiempo. Son incansables lo mismo que invisibles, o son sólo visibles cuando las ejecutamos. La coreografía tiene, desde esa lectura, una capacidad limitada para revertir los efectos de las disciplinas del cuerpo, porque queda reducida a ese momento separado del resto de nuestra experiencia, un momento que puede ser un estado de excepción, que notoriamente termina cuando cae el telón. Pero, por otro lado, y precisamente porque las disciplinas del cuerpo dependen en estricto sentido de su reproducción en el cuerpo, carecen de las fuerzas impositivas que posee la coreografía: que nos dice, con pelos y señales (o al menos nos tendría que decir) qué hacer, cómo movernos. O sea que la coreografía ejerce una voz innegable donde las disciplinas del cuerpo permiten poner en duda la extensión misma de su existencia.  
La segunda aclaración es sobre la relación que hay entre lo político y la distinción entre público y privado. Esta separación –desdibujada en las teorías de lo pospolítco—tiene ecos interesantes en la naturalización del cuerpo llevada a cabo en los albores del capitalismo. En la transición, por demás salvaje, del feudalismo al capitalismo en Europa, el cuerpo, y en particular el cuerpo femenino, quedó recluido al espacio privado. Antes de que se lograra el sometimiento de la mujer en la economía de mercado, y que la economía de mercado fuera la directriz en el desarrollo del Estado, el cuerpo fue un lugar de grandes batallas políticas: desde los peligros que el deseo por el cuerpo provocaba en la toma de decisiones y en el sometimiento de las fuerzas del trabajo, hasta la función del vientre como ente procreador de la clase trabajadora, se debatieron ardientemente en la construcción de la era de la política y en la articulación de lo que terminaría siendo el Estado-nación.
Decir entonces, hoy en día, que el cuerpo es la última incorporación a la esfera de lo político, o que es el último recoveco invadido por la avanzada del neoliberalismo, es dar por sentado que las divisiones que conocemos entre público y privado son naturales, y sobre todo que el espacio íntimo y, su cúspide, el cuerpo, no pertenecen al orden de lo político.
Resumo entonces, 1) que la estética de los cuerpos, entendida como las decisiones que dan sentido y discurso al movimiento de cuerpos, juega un papel fundamental en la concepción de lo político en la construcción del espacio público contemporáneo; 2) que la coreografía de los cuerpos determina su estética con una capacidad similar a la de las disciplinas del cuerpo pero que goza además de una materialidad palpable, y 3) que la separación entre público y privado que vuelve al cuerpo poco menos que un recurso desesperado para hacer política es en realidad un constructo que tiene su génesis en la construcción del capital y su instauración en el centro de la vida y en la política del Estado.
Me parece que, ahora, para poder concebir el papel de la estética del cuerpo en lo político, lo siguiente es definir la esfera pública. La esfera pública es un término de Jürgen Habermas que se refiere al terreno de la vida en sociedad donde puede formarse una opinión pública en asuntos de interés general. Es en la esfera pública donde el colectivo de la sociedad—lo público en República—se forma y se debate.
Me parece importante subrayar el carácter imaginario del público en esta definición. Por un lado, hay que reconocer que no hay nada más marginado que el espacio donde se pueda debatir la opinión pública. Ni la cámara legislativa, ni el mercado, ni la Iglesia, ni la plaza pública, ni la Universidad, ni Twitter, ni la fila del banco. Ciertamente tampoco el teatro (tampoco este blog, ya de paso). No hay lugar, virtual o real, donde lo que concebimos como asuntos de interés general sea expuesto a la opinión pública, y que dé espacio al universo de personas que integran esa opinión. Es decir, que todos los espacios discriminan quién puede opinar en ellos en formas que no incluyen a los directamente impactados por dicha opinión, y están además regulados y modulados para reducir las formas de participación y el contenido de quienes opinan. El ejemplo escandaloso reciente es la censura que las redes sociales ejercen contra la derecha radical en Estados Unidos desde el ataque al Capitolio del 6 de enero.
Pero incluso si no hubiera una manipulación de lo que puede ser o no inscrito en el interés general de la opinión pública, haría falta, como en chiste de Monty Python, un lugar donde se pueda decidir, primero, qué es del interés general, quién integra la sociedad a la que se le pide su opinión, cómo se establecen (democráticamente, si se quiere) los criterios y recursos para el debate de diferencias, etcétera. Una esfera pública que anteceda a la esfera pública. El hecho de que vivamos en un colectivo como actores políticos, en pleno desconocimiento de espacios donde esto sea posible (o peor, en conocimiento del desengaño en el que operan símbolos de la esfera pública, como el debate de candidatos o el pleno de la cámara de representantes) nos debería ya alertar de que la esfera pública no es directriz de lo político. Jordan Peterson reclama que la política en la posmodernidad es una red de minorías autodeterminadas alzando la voz para hacerse oír a costa de acallar a quien opine distinto. Si bien, muy de acuerdo con él, me pregunto cuándo ha sido distinto.
Y por último, para terminar de rematar a la esfera pública, me da por señalar que, desde luego, la esfera pública no corresponde a ningún espacio concreto, sino a la interacción o a la suma de los espacios donde la opinión pública tiene lugar y debate. Esto no debe engañarnos como una solución al dilema del déficit de los espacios particulares, puesto que dicha acumulación tampoco tiene una organización y/o administración consciente, ni distingue entre los espacios donde la opinión vertida puede ser escuchada o simplemente es desahogada, ventilada. Para concebir la esfera pública es necesario recurrir a una doble virtualidad: el espacio virtual de la esfera pública y el colectivo virtual de un público presente o representado. Si a esto le agregamos que la cultura, como el conjunto de comportamientos y expresiones del colectivo que se expresa en la esfera pública, se define también en relación con estos términos, lo que queda claro es que esta mutua interdependencia explica y entiende lo político como un perro que se persigue la cola.
Llegado a este punto, la intervención política del cuerpo a partir de la estética goza de la poca materialidad que nos permite el territorio de fantasmas que es la teoría política: que ni lo público, ni las disciplinas de los aparatos estatales, ni la opinión de interés general, tienen otra materialidad que el cuerpo. Es así que me permito concebir a la organización del cuerpo que ocurre, en los supuestos paréntesis estilizados del performance, como el único lugar real de la política, y que ésta no debe ser concebida como ocurriendo en respuesta a, como un rito sacrificial frente al mundo de lo político que está ocurriendo en realidad en otra parte (como lo sugiere la teoría pospolítica), sino como el único gesto visible, real, entre nubarrones de nada. Que la coreografía del cuerpo como acto político es el acto político por excelencia, y que lo ha sido siempre, y que ha alimentado—en las coreografías del trabajo y en las coreografías de la guerra y en las coreografías de la sexualidad y de la salud, entre quizás otras—con sus retazos, a formar la maquinaria teórica de lo político. La estética del cuerpo como acto político no debe verse como respuesta liberadora ante un sistema opresor, sino como el único gesto en la mesa.
Lo único que queda por decir es todo. Si el cuerpo intervenido por la coreografía es el único acto político, si no ha de leerse el gesto como un manotazo frente al diluvio sino como una totalidad, si leer al gesto es la única lectura posible que no es radical, entonces ¿qué se lee, cómo se responde al cuerpo?
José Eduardo
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Memorias de nuestro primer ciclo
Lo pospolítico indica que lo político deja de organizar, deja de ser operacional en la vida en común. Aceptando los términos de José Eduardo, en una entrada anterior a este blog, lo político ya no constituye no sólo cómo interpretamos el presente, sino también de cómo estructuramos lo pretérito, lo presente y lo virtual en un móvil habitable, modulando toda vez los elementos articulados en su estructuración. Según se defina lo político, se bifurcan las definiciones de lo pospolítico. Lo impolítico de Roberto Esposito nombra una suerte de impasse en la fundación de lo político, impasse que pulsa toda vez que se invoca o se pone en marcha lo político, relacionable con la idea del vacío que es lo común en el pensamiento de Jean Luc Nancy. Sobre la base de la distinción de Jacques Rancière entre “police” (administración, “política”) y lo político como evento irruptivo, han habido también varios diagnósticos de lo pospolítico después de la guerra fría, el triunfo del capital, y la administración del presente eterno neoliberal. Alain Badiou nombra “materialismo democrático” un materialismo que colapsa lo dado con lo posible, lo material con lo pensable, abdicando lo político no sólo como crítica sino también como poética. Hay detours alrededor del impasse, como a mi entender lo son la infrapolítica de Alberto Moreiras, el reverso de lo político de Diego Sztulwark a base de trabajos de Silvia Rivera Cusicanqui, y la parasemiosis de R. A. Judy que atienden a aquello que persiste – siempre persistió – al margen de lo que registraba como político; tal y como la imagen de la estela de Christina Sharpe nos invitó a pensar.
Más allá de que algunas declaraciones de lo pospolítico nos limitan, lo pospolítico comparte el problema no meramente terminológico de todas las superaciones mediante el “post” que quedan en deuda del término dominante negado. Al nombrarse “pospolítico,” el momento niega su politicidad en un a ratos melancólico aferramiento a un concepto limitado de lo político que es negado o dizque superado. Al estar tendido desde lo político, la declaración de lo pospolítico así arrastra un sesgo al cerrarse en el obituario de lo declarado muerto a aquello que persiste, que persiste en movimiento – como en la estela, in the wake – o al enceguecerse a lo que en lo persistente se conforma o se distingue de y dentro de lo muerto. Inclusive lo que vive muerto, lo que vive muriendo, lo que vive en muerte y todas las capas intermedias de la oposición entre vida y muerte. En vez de apuntar a un vitalismo que sobrevive o incluso que renace, las preguntas que tengo ante la declaración de lo pospolítico tiran contra el reduccionismo del obituario, en dirección hacia lecturas posibles de lo que se mueve en y con lo caduco, lo que genera la muerte y su pulsión, lo que marca la impronta de la ausencia.
Estas preguntas me ayudan por dos razones: Primero, parece claro que los reclamos y las reformulaciones de lo político desafían su superación en simples términos. Tampoco parece útil categorizar como administración o mera política (la “police” rancièriana) movimientos como el Ni Una Menos, opciones artísticas a expensas de la representación gráfica de la violencia feminicida, redes que se trenzan en espacios fronterizos por y contra fronteras militarizadas. Segundo, igualmente parece claro que precisamente estas reformulaciones consisten en deshacerse del ideario de la representación política, y con ello, sus predilecciones por la presencia, la identificación y el reconocimiento, entre otros. Una cosa que parece estar sucediendo es el reclamo, la apropiación, el desvío y la revisión de los representantes de lo político por quienes anteriormente fueron, si acaso como bien dice José Eduardo, representadxs. Dicho de otro modo, lo que constituye la política, lo que representa no es la única pregunta de las performances, sus reclamos. El reclamo no sería por algo representado, un reclamo transaccional, sino por representar lo político, “representarse” a sí mismo en la necesidad llena de paradojas y reversos precisamente de representarse a sí mismo una vez que tanto la representación política como la presencia del sujeto estén desacreditadas. Representarse en la deriva de todo concepto de lo político y de todo sujeto a esa captura fantasmal.
En la entrada al blog anterior, me refería al “poner el cuerpo.” Al nombrar las coreografías de poner el cuerpo en sus estilos y pautas, señalaba también hacia el pensamiento que consiste en la coreografía que pone cuerpos. Pero cara a la representación política, digamos, el verbo poner asumía sus asociaciones teatrales (escenografía), lúdicas (apuesta) y formales (arreglo). Quiero ahondar en estas reflexiones y someterlas al rigor de las conversaciones que hemos tenido desde agosto en el grupo de investigación colaborativa y con las invitadas que hemos tenido la suerte de recibir. En trabajos que discutimos durante el otoño con el tema “territorios,” vimos vez por vez que diferentes espacios se presentan en escenarios y en espacios públicos como formas, gestos, y que se estilizaban y formalizaban para explorar lo que la forma producía ante la frontera. Las miradas que dirigimos a formas y gestos me ayudan a pensar que “poner el cuerpo” no contradice una despersonalización de lo performático-político. Cuando enfatizaba que “Mujeres en bolsas” y “Un violador en tu camino” no estarían predicadas en nociones de subjetividad individualizadoras o estables, sino que incluso apropian la objetivación de las mujeres* o la despersonalización de la violencia contemporánea (de allí el predicativo “accidental” de Catherine Malabou) podemos ver que la creatividad y experimentación formal y gestual proveen un espacio para la exploración de acción y agencia política.
En su charla de Octubre, la coreógrafa y crítica Minerva Tapia describía cómo observaba gestos del “border crosser,” una figura que veía habitar el cruce de la frontera de modo habitual. Luego, Tapia desarrollaba este gesto a la vez formalizado como anónimo, en sus coreografías fronterizas. Tal y como las fronteras que se interiorizan en el cuerpo en las obras de arte de x que analiza la dramaturga y académica Sandra Noeth (una invitada nuestra en Noviembre), lo fronterizo – lo político – habita al cuerpo difuminando la interioridad y la exterioridad de la persona, tal y como lo hace el gesto (con Flusser, entre otros). En esta zona borrosa de la actividad, lo accidental con Malabou se contornea más claramente como lo despersonalizado y lo no-intencional en la persistente gama de acciones y eventos.
El cuerpo puesto, digamos, en las movilizaciones de Ni Una Menos escenifica el cuerpo, escenifica la masa de cuerpos. En Potencia femenina de Verónica Gago, la idea de que la coreografía piense es formulada como pensamiento-práctica. Un pensar colectivo que es situado por los cuerpos colectivos. La situación, la neuralgia del pensar y del cuerpo, se halla en la calle que es – como insisten – la protección colectiva y la seguridad relativa ante las amenazas del espacio doméstico, la puerta del médico cerrada al aborto gratuito, legal y seguro, la exposición del cuerpo femenino* individual en la calle. La situación, a la vez, es el tiempo y el espacio del poner, del cuerpo puesto, de la coreografía y el pensamiento-práctica. Aunque claramente Ni Una Menos tienen más metas prácticas claramente comunicadas – y triunfos concretos, como lo celebramos recientemente – de igual modo la situación de estar juntas, de estar seguras, de estar poniéndose-representándose-presentes con las miríadas ausentes nombradas es una finalidad en sí. Esta situación no es ni trivial ni poco. No sólo se inscribe la precarización neoliberal sobre la explotación arcaica de los cuerpos femeninos* para desposeer siempre el tiempo y el espacio de los sujetos políticos, sino la desprotección y la guerra contra las mujeres en la vivencia cotidiana de otras situaciones ponen en relieve que libertad existe en la situación que nombré arriba: segura, juntas, poniéndose en la presencia-ausencia fantasmal del sujeto que no tiene otra finalidad que no delegarse, de ponerse, de conocerse en colectivo.
En el trabajo de otra invitada en nuestro ciclo de eventos públicos agrupados bajo el tema “Territorios,” una invitada que también es colaboradora en el grupo y amiga, conocimos una exploración de representar tanto en sus énfasis formales - ¿cómo dar forma a lo que parece informe, intocable? – como en sus énfasis fantasmales - ¿cómo acercarme a lo que se define por la distancia abrumadora, tajante, enmudecedora? Los video-poemas de Elena Cardona que se enmarcan en el proyecto “Measures of the distance,” parten de la imposibilidad de representar la distancia impuesta en la diáspora venezolana para experimentar con medidas – representaciones – de la distancia que la hace vivible. Medir no es ni experiencia ni inmediatez; medir es mediar y dar forma a lo que permanece obligatoriamente distante, ausente. Pero medir es una insistencia, como lo aclara “[l]a lluvia [que] mide nuestra distancia.” La distancia que se repite, ligera, efímera, miríada, provoca incontables veces la “[p]recipitación de no verte.” Abismo, profundización repentina del espacio e interior al espacio, caídas como gotas de lluvia dentro del ejercicio mediático. El que la distancia no cesa de abrirse, quizás incluso de extenderse, introduce la precipitación, la explosión, como un clivaje en lo grande: el espacio. El instante repetido y cotidiano de la lluvia, del grano de sal, del nombre de la familiar extrañada, introduce un movimiento fractal y en cascada dentro de lo pequeño: “La medida de la distancia es un grano de sal. Un proyectil que retrocede y explota.” Esta apertura del espacio introduce una reversibilidad del espacio que pareciera involucrar medida y espacio, forma y sustancia en una experiencia mediada y de lo mediado inextricable.
De manera sorpresiva en su insolencia, “Un proyectil que retrocede y explota” también introduce un deseo de agredir o de vengar ya que se devuelve la explosión del proyectil al que disparó. Esta imposibilidad me parece dialogar con la pregunta de José Eduardo al colectivo I Can’t Hear the Birds (al que pertenece Elena): ¿Qué les impide escuchar los pájaros? La violencia que disparó a la diáspora venezolana a todos los rincones del mundo no es reversible. La captura fantasmal de lo político de Maduro, por ejemplo, significa sin duda que los muertos, los emigrados, los silenciados, no son recuperables. El duelo confronta esta irreversibilidad, inclusive el duelo de la que queda en Venezuela, que nombra Fabiola Ferrero. El duelo que simboliza el no poder escuchar los pájaros de las plazas de Caracas. Acaso el no poder escuchar pájaros de otra ciudad. “Un proyectil que retrocede y explota” es sin embargo un ejercicio que moviliza. En primer lugar, aboliendo la invulnerabilidad del que vulnera, invirtiendo la jerarquía de la representación política. En segundo lugar, el proyecto I Can’t Hear the Birds y también la acción poética “Trenzando una a una nuestras historias de mujeres migrantes,” convocada por Adriana Rondón Rivero, pensando el retorno de la diáspora. Una inversión, una explosión, una reversibilidad especulativa y poderosa. Con estos trabajos podemos pensar en una reversibilidad que agota lo que puede ser una comunidad y permanece al hacerlo estallar.
Más allá del paso entre política y pospolítica: Hay restos, siempre los hubo. Reverberan en el antes y después, en el mientras, en lo multitemporal que calla el “post.” La periferia siempre era constitutiva de la política, tal y como nos lo muestra cualquier estudio de la subalternidad. Dicho de otro modo, el teatro de símbolos que mencionó José Eduardo siempre ha estado en sesión, antes de que Nelly Richard hablara del carnaval de la diferencia, antes de que Alberto Moreiras declarara la extenuación de la diferencia – pero anteriormente hubo un público iluminado y una turba inescrutable cuya separación, como la cuarta pared en el escenario, volvía operacional la diferencia. Siguiendo a esta imagen por un momento más, si la periferia “turba” funcionaba como la cuarta pared, lo hacía también en tanto garantizaba la separación entre acción (en el escenario) y recepción (en el público). Garantizaba la creencia en la ficción de la representación la inescrutabilidad de la movediza turba. Ahora bien, si entramos con “voluntad de periferia” (para parafrasear la voluntad de saber en una academia que también se nutre de diferencias) llegamos tarde, pues cayó la pared y ya no constituye nada – según la hipotesis pospolítica. ¿Qué lecturas desarrollamos ante lo que se visibiliza una vez que la visibilidad ha dejado de importar en el “teatro de los símbolos”? ¿Cómo igual afrentar lo que ocurre en la paradójica muerte y persistencia de lo político, en su estela, urgidxs tanto por las violencias neo-arcaicas (así Bernadita Llanos llama a la violencia feminicida) como por las viejas y nuevas disidencias?
Una lectura que afrenta lo popular, pero sin caer en la trampa de esta complicidad es el video-archivo Disidencias de Minerva Cuevas, artista que nos visitó en Noviembre. El video “muestra” lo popular en sus movimientos citadinos, entendida la ciudad como espacio heterogéneo urbano y rural, desigualmente arrojando desarrollo y pobreza y en contextos diversos, desde residencias a protestas a niños a un sin número de pancartas inscriptas con reclamos. Pero sobre todo muestra lo popular periférico que se auto-performa, no sólo consciente de la cámara, sino dirigida a la mirada ajena. Las incontables superficies inscritas con el texto del reclamo popular registran un espacio público donde en la escritura y su legibilidad están en pugna lo popular, la repartición de acción y recepción, centro y periferia. Lo popular periférico que se escribe y se presenta a sí mismo en el video son más que los reclamos literales a dirigentes políticos u otros votantes: Delata la textualidad (no la obra) de lo popular periférico. No siendo obra, sino más bien proceso, lo popular deviene un espectáculo sin público. A caballos en este proceso, Disidencias da cuenta de su difícil e incompleta lectura.
Gwendolen Pare
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Nuestro siguiente evento en diciembre con las invitadas Paula Calavera y el proyecto I Can’t Hear the Birds.
Para atender al evento, hagan su RSVP acá: https://docs.google.com/forms/d/e/1FAIpQLScxv6-DLGhQqcSid8IZH4OLFcwznco5LvLOMspGUDDSjypk9A/viewform
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Alguien me explica recientemente que cree en el Tarot no porque crea que el Tarot le dice la verdad, sino porque reorganiza la verdad que quiere entender. El Tarot baraja sus preguntas, sus esperanzas, como quien organiza el universo, como si su duda y el destino tuvieran un mismo espacio en la mesa. Visto así, el Tarot y el trabajo coreográfico de Minerva Tapia tienen algo en común.
Minerva Tapia se pregunta el significado de la frontera en la danza, como quien va revelando arcanos que hablan de violencia, de identidad, de privilegios. No porque la danza diga la verdad, sino porque la verdad en la danza tiene otra forma. Como un pez, dice Minerva, que logra ver el agua.
El 15 de octubre charlamos con Minerva Tapia sobre su danza fronteriza, y nos compartió quizás no el significado de sus danzas, pero las preguntas que arroja en ellas. La figura coreográfica que nos relata se aleja de los anhelos del coreógrafo moderno y premoderno. Contrario a los genios de Isadora Duncan, quien decía moldear en el cuerpo de sus bailarines la imagen que ya tenía trazada en su cabeza, la danza de frontera es posmoderna en tanto que no reproduce las formas espectrales sólo fijas en la mente de su autora, sino algo aún más etéreo—que apenas se nombra y desaparece—el alma de la duda.
En veinticinco años mirando y cruzando la frontera (y viendo a otros estancarse, regresar, volverse punto de fuga: desaparecer en Tijuana es ser frontera uno mismo) Minerva se ha vuelto experta en preguntas. Y en representaciones. Y en el fracaso de las representaciones. Nos cuenta que después de intentar imponer al escenario símbolos de frontera, optó por darle a la frontera literal ínfulas de escenario. En lugar de trabajar con personas que son bailarines siendo signos en un teatro, ahora Minerva prefiere trabajar con personas y en la frontera misma, en la garita y en el muro y en la playa quebrada por prismas de acero. El símbolo ya no lo pone ella—el coreógrafo ya no interpreta las cartas--, lo pone la frontera misma.
Su charla fue rica en figuras incompletas porque la frontera es informe. A ratos la frontera era una asíntota, un lugar intocable: la frontera en mi niñez, confiesa, era la pared entre la cocina y el salón de danza. La frontera entre el México público y el Estados Unidos privilegiado. La frontera luego es punto de reunión, es cuello de botella en que no sólo se sedimentan cuerpos y anhelos, sino que se acumulan sus historias, las fronteras que van cargando. La frontera de Tijuana tiene un sino que es México y es Centroamérica y Centro del Universo. Ahí está todo el dolor y todo el anhelo que mueve a sus merodeadores. ¿Cuál es el papel del coreógrafo una vez que ha fracasado la representación?
La frontera es centro como en la semiosfera de Iuri Lotman, que a fuerza de alejarse de los centros del discurso se vuelve orden ella misma. Tijuana es a la vez el lugar menos y más mexicano de todo el territorio. La frontera por último es la clara confluencia de dos espacios y esos dos espacios se repelen claramente entre un lado y otro de su injerto de tierra. Hay una frontera cuando estás al sur, y otra frontera cuando estás al norte. Minerva, de tanto ir y venir, a veces no se da cuenta si emigra o inmigra, nos dice. No sabe si baila (y hace bailar) de un lado o del otro, pues ella no es ya punto de referencia.
Y cierro con esa idea. A finales del siglo XVII Feuillet creó uno de los primeros sistemas de notación de la danza hoy conocidos y éste tenía algo de revolucionario: la perspectiva. El movimiento no estaba descrito desde la perspectiva del bailarín sino desde un ojo de águila, de modo que fuera el espacio, y no el cuerpo, el que conservase los puntos geográficos. Pero la danza se niega a pertenecer a un escenario; quiere ser movimiento y lugar al mismo tiempo—inmanencia y trascendencia. No es entonces que Minerva Tapia, y el arrabal de cuerpos fronterizos, vayan y vengan por una frontera a ratos lógica, muchas veces violenta, siempre difusa, sino que es la frontera misma, cargada a lomo, la que deambula por el gesto, como una duda.
José Eduardo
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¿Antes del gesto? Por una cartografía anti-genealógica
Un trazo, una ruptura asignificante acaso en respuesta. Un gesto que responde a otro a su interpelación. Así escribo esta nota, como gesto (no huella, no aspiro ninguna fijeza en las próximas líneas) apenas desde el movimiento físico de teclear pensando - pensar tecleando, como quien camina y siente-piensa y camina, hacia adelante y hacia atrás, procurando que la  lateralidad de la escritura no imponga su teleología. ¿Puede la escritura en tanto movimiento físico expresar el sin prop��sito específico de quien sigue una urgencia?  Divago, sí, para hacer lugar en mí a esta suerte de inscripción académica, que José Eduardo ha hecho tan cabalmente como fundación (fundamento) de nuestro debate, y a su posible ruptura. 
No es mi intención rebatir ninguno de los nombres de esa fundación (ahora) ni cuestionar o desmontar su funcionalidad y alcances. Mi intención es más simple, si no, al menos más pequeña: interrumpir el flujo de esa genealogía ya descrita para “rasgar” una de sus líneas y derivar un posible territorio en clave menor para nuestro encuentro: La fuerza gestural que abre la experiencia en su variación potencial, desde la experiencia misma activando un cambio de tono una diferencia de cualidad (Deleuze & Guattari). 
En esa clave menor que Erin Manning interroga las alternativas políticas que el gesto apunta (abre, ¿sería mejor decir?). Eso que nos toca, y acá me parece podrían confluir (sin renunciar a sus tensiones) las visiones de Leroi-Gouhran, de Vilem Flusser, de Erin Manning, por supuesto, de Carrie Noland, estará por verse.  
Me interesa de eso que estamos llamando gesto la puesta en límite de la idea de objeto interpretable, dada su transitoriedad, su indeterminación: entre pensamiento, sentimiento y emoción; su emergencia como impulso irreprimible sin propósito específico (Erin Manning), al menos en el sentido que una lógica racional o sistema afirmativo le daría a un signo semánticamente determinado por un cierto campo pre-circunscrito por criterios de referencialidad o atribución cultural sostenida en la estandarización. Me interesa insisto, la diferencia en la repetición del gesto, su inscripción como resistencia en la resistencia a la inscripción, en el necesario acordamiento (según Flusser, al menos) que lo nombra y reconoce más allá de la representación (de ideas, hechos, emociones) como performativo: movimiento que se realiza a sí mismo y en el “trayecto” toca-mueve-transforma la realidad pre-existente, y cuya significación se ofrece más acá del corte histórico del contorno cultural y a la vez más allá de la auctoritas y la expresión autárquica; en un intervalo resonante por/en el efecto que produce desde/en los cuerpos. Borde, frontera, intersticio.
Apuesto sí, por ese “a la vez” que afecta incluso el peso del acuerdo en la afirmación del hacer-ser de los cuerpos en el espacio político; por el pensamiento del gesto (en el doble genitivo de la expresión).  No es acaso ese “a la vez” necesario para “una consideración del gesto como ente político”. Hasta aquí apenas, una rasgadura. 
Elena Cardona
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Nuestro programa para el trimestre de otoño!
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Nuestro primer evento será el 15 de octubre a las 5pm PST con la coreógrafa y crítica Minerva Tapia como invitada!
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antes del gesto
Este post inaugura una discusión sobre “el gesto” como unidad de análisis del performance –o de lo performático, como cualidad de los cuerpos en su quehacer social y político: de los cuerpos en el espacio público.
Mi interés es trazar una genealogía de la inclusión de lo gestual en las disciplinas humanísticas en la Academia (así, en mayúsculas, porque es una institución discreta), o al menos desde la perspectiva de la Academia estadounidense. Para ello sigo en buena medida el trabajo de Helen Thomas en The Body, Dance and Cultural Theory (2003), quien dedica un par de capítulos a ubicar “el cuerpo” como unidad de análisis en la sociología y antropología a lo largo del siglo XX.
El cuerpo, que no el gesto, ha sido central en el debate humanístico. El cuerpo, definido ya sea como constructo cultural o como herramienta no-discursiva (y anti-discursiva), ha ganado un papel protagónico en la influencia del feminismo, del posestructuralismo y de la fenomenología en las disciplinas sociales. Groseramente simplificado, el debate ha sido algo así: (1) el cuerpo es universal, (2) no, el cuerpo es el resultado de disciplinas culturales, (3) el cuerpo se divide en dos (o tres, o cinco), y uno de ellos es el cuerpo material y otro es el cuerpo de la cultura, (4) la noción de un cuerpo material es también un constructo cultural, (5) los constructos culturales sólo pueden ser posibles si hay un cuerpo biológico, que en sus límites biológicos, los asimila, (6) pero sólo tenemos acceso al cuerpo como constructo, porque todo en nuestro pensamiento es discursivo; si existe el cuerpo biológico, sólo podemos llegar a él a través de su ausencia o de sus contradicciones.
A la par con ese debate (que desde luego es mucho más interesante y complejo que como lo detallo aquí, y no es tampoco claramente dialéctico: las posturas coexisten, no simplemente se contradicen) surge, primero tangencialmente, y cada vez de manera más importante, un debate que se centra no en el cuerpo, sino en los gestos.
Thomas ubica a Marcel Mauss como el primer teórico del gesto. Mauss experimenta, debido a la Primera Guerra Mundial, hábitos en el comportamiento característicos de diferentes culturas que distinguen y modelan los cuerpos pese a su anatomía común. Mauss describe como “técnicas del cuerpo” estos gestos, que son socialmente compartidos, que permiten reconocer a su autor como miembro de una comunidad. 
Michel Foucault retomaría (al menos parte de la) teoría de Mauss. Foucault seria quizás el primer teórico en considerar seriamente el cuerpo como lugar donde se manifiesta la cultura—y en llamar a usar el propio cuerpo como espacio de disidencia, como aquello que puede resistirse a las estructuras de poder gobernantes. Si Mauss veía que los gestos en común eran resultado de la influencia del entorno, consecuencia de las prácticas culturales, Foucault entendía los gestos como evidencia de la disciplina organizada que subordina al cuerpo a la cultura en que habita. El gesto y sus variaciones culturales son para Foucault resultado de nuestra constitución como sujetos, producto de la ideología o del sistema de poder.
También digno de mencionar es el trabajo del arqueólogo André Leroi-Gouhran, quien elabora una teoría del gesto pero que no depende de sus funciones instrumentales. Es decir, considera el gesto no como un signo de algo más, no como una articulación que depende de su significado para tener una función. Leroi-Gouhran establece una teoría del gesto que se basta a sí mismo, que es relevante porque se inscribe en el cuerpo, y que en esa inscripción (y la forma en que el cuerpo percibe, siente, que ha gesticulado) se sostiene su sentido, más allá de cómo lo interprete el otro. Esto lo retomaré más tarde, si bien quizás no en este post. Carrie Noland agrega esta noción del gesto-en-sí-mismo para tender un puente entre Merleau-Ponty y Foucault.
Las posturas de Leroi-Gouhran y de Foucault le dan importancia al gesto pero por razones distintas. Para Foucault, el gesto es la huella de la imagen de la cultura que define a las personas. Es decir, el gesto es el residuo material de la ideología, y lugar donde podemos comprobar sus operaciones. En otras palabras, el gesto es la prueba kinestésica de que la ideología existe, pero es para la ideología un mero accidente, un excedente. Para Leroi-Gouhran, lo importante no es qué determina al gesto, sino el resultado, en el cuerpo, de su ejecución. Foucault busca una comprensión crítica de la historia y por lo tanto la perspectiva del individuo le estorba, así que construye una noción de la historiografía que ocurre más allá del sujeto. Leroi-Gouhran escribe en medio de un debate sobre si el gesto es natural, esencial y universal, o cultural, artificial y determinado, a lo que propone una perspectiva evolucionista y fenomenológica que dice que el gesto depende de la percepción del que lo produce (la propiocepción del gesto) no de si lo produce una emoción o una idea o una tradición.
Para Helen Thomas, el debate llega a buen puerto en el trabajo de Nick Crossley. Crossley junta la idea de Mauss de las técnicas del cuerpo con la intersubjetividad de Merleau-Ponty (de quien soy consciente que no he hablado, y seguramente no hablaré). Crossley propone la sociología del cuerpo, aunándose a aquéllos que piensan que el cuerpo es un lugar adecuado para cuestionar la cultura, pero concibe al gesto como resultado no de una determinación cultural, sino de una interpretación de esa cultura, producida empíricamente. Y, además, de una interpretación mediatizada, porque regulamos nuestros gestos en función de nuestra relación con otros. El cuerpo en Crossley es, entonces, biológico e ideológico, individual e intersubjetivo a la vez.
Hasta aquí. No he dado una definición de gesto, y he reducido un sistema complejo de ideas a bosquejos de unos cuantos autores. Pero espero haber trazado las directrices de algunos debates en la Academia sobre el papel del gesto en la determinación de lo social. El gesto se ha leído, entre otras formas, como resultado natural de la convivencia, como fruto de un sistema de orden simbólico, como fenómeno del cuerpo que lo autodetermina, o como parte de la mediación entre individuos. Una consideración del gesto como ente político habría de dialogar con dichas posibilidades, sea para apoyarse en ellas, complementarlas o negarlas. En mi siguiente entrada, espero ahondar más en cómo interpreta Noland, en Agency and Embodiment, el gesto desde la teoría de la danza y del performance.
José Eduardo
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Lo pos-político y la estructura
En este post pretendo hacer dos cosas: (1) elaborar una noción—simplificada e inexperta— de lo pos-político que no niegue la existencia ni la función política del activismo social contemporáneo, y (2) cuestionar una premisa estructuralista en la que la definición—esta definición—de lo pos-político se sustenta. La idea de escribirlo surge como reacción al post anterior de Gwen Pare, Performance in the wake – una apertura “en la estela”, donde acusa que las movilizaciones performáticas quedan, dentro de la teoría, reducidas a reclamos obsoletos, melancólicos, incompatibles con su momento social.
A mi entender, lo pos-político es una condición de la realidad social Occidental que desvanece las diferencias entre entidades políticas históricamente discretas, donde la ciudadanía no es representada por (y no vota por) aquéllos con quienes identifica sus intereses y necesidades sociales, sino que simplemente no está representada. Izquierda o derecha, liberal o conservador, establecen diferencias obsoletas, melancólicas, incompatibles con el momento actual del Estado: corrupto y neoliberal.  
El ejercicio político en tanto tal no tiene cabida en la lógica del Estado, y los reclamos políticos de los movimientos sociales, mientras repitan los ritos simbólicos basados en las diferencias políticas que aún acechan, fantasmalmente, nuestras contiendas democráticas, son también, apenas, ecos de lucha, que no alteran el curso (mercantil) ya trazado para la vida política actual.
Ciertamente, en lo pos-político, lo político no está enteramente caduco, pero ha sido llevado a la periferia. No es constitutivo sino contingente, y adorna con lo local el ímpetu y las circunvoluciones de los movimientos transnacionales, de los mercados globales, de los tratados de libre comercio, de la resistencia al glifosato. Con cierta gracilidad, lo político, concebido así, como un teatro de símbolos, llama Mapuche y no Negro, maíz y no McDonalds, minga y no marcha, piratería y no Potlach, a las piezas de un tablero que se juega--¿que ya se jugó? —en otro lado.
Ahora, lo pos-político no niega de lleno las posibilidades de lo Político. Chantal Mouffe distingue para ello “politics”, de “the political” –que yo aquí, por economía de esfuerzo, distinguiré respectivamente como político(a) y Político(a). La Política es el ejercicio fundamental del derecho a exigir intereses de grupo dentro de un contexto social. La política es la forma que toma la Política dentro de un orden de símbolos. La Política es la esencia y la política es la práctica.
Aquí lanza Mouffe su primera bocanada estructuralista. De forma similar a Gramsci, sostiene que no existe el Estado sin su oposición, puesto que el Estado es el establecimiento de una hegemonía dentro de un espacio plural; que el sistema ya establece, en su dimensión ontológica, el conflicto: lo político. Y más, que dicho conflicto debe ejercerse dentro de los modos de representación institucionalmente establecidos, o de lo contrario carecerá de inteligibilidad. Es decir, que todo gesto político debe atenerse a las reglas del sistema para poder intervenir en el sistema, que el Estado espera y necesita del conflicto como parte de su lógica interna.
Si el reclamo político—o el arte—renuncia a sus formas simbólicas de representación (de ser representado), queda separado de sus dimensiones constitutivas.
La manifestación política garantiza la existencia del Estado y es esa garantía la que persiste en la dimensión pos-política. Así, las alternativas radicales al Estado, como la disidencia organizada de Ranciere, fracasan porque existen más allá del sistema inteligible del estado, donde habita lo abyecto.
Por supuesto, no estoy de acuerdo.
(Y aquí cabe un minuto de celebración a los teóricos que celebran lo abyecto, precisamente como un lugar de residencia. Pienso en José Esteban Muñoz, Anne Cheng y algunos bostezos en Judith Butler)
Pero antes de explicar por qué, siento la necesidad de completar la raíz estructuralista del argumento de lo pos-político. La mitad de ese argumento es la creencia de que todo gesto, para ser inteligible, debe adscribirse a las reglas vigentes de interpretación. Pedestremente, que para hablar con un alemán (y que me entienda) primero debo aprender alemán.
Lo segundo es que toda definición, que todo símbolo, que todo elemento de un sistema de representación, se define por oposición a los otros elementos de dicho sistema. Esta idea antecede al estructuralismo (ya está, por ejemplo, en las discusiones nacionalistas de Marx y Engels) pero se consolida en Saussure, cuando propone que cada subsistema del lenguaje se define como un sistema de oposiciones: que el fonema “a” no se define por su relación con el mundo, sino que en tanto, dentro de un sistema lingüístico, “a” es “no b” –ni “c”, ni “d”, etc. y que basta esa coherencia dentro del sistema, esa red de oposiciones, como argumento para su validación.  
Ése, me parece, es el problema de lo pos-político. Creer que todo gesto Político, es decir ontológicamente político, debe su razón de ser al sistema hegemónico, al Estado; que requiere para su justificación, para su satisfacción, la promulgación de una ley o la concesión a una demanda pública, la renuncia de un ministro. Lo pos-político modela los elementos del devenir del Estado y determina que ni el espacio público, ni el espacio virtual, ni la salud, ni la precariedad, serán indicadores del porvenir (económico) del Estado, pues el Estado pos-político sólo escucha ya a determinados actores. Lo pos-político decide que la resistencia a la hegemonía perpetúa la hegemonía porque es parte natural de ella. Que la resistencia política existe en tanto, y solo en tanto, puede definirse en mutua oposición con el Estado: que el reclamo social no puede ser ni aspirar a ser el Estado.
Pero lo pos-político olvida que es un modelo él mismo. Que los elementos que definen a una sociedad no pueden ser y nunca han sido concebidos en el vacío, pero sobre todo, que el Estado no existe. Es un ente virtual, un conjunto de interpretaciones, el común denominador de un colectivo de imaginarios. Y así como lo Político tiene cabida en una dimensión ontológica, así también el Poder, la Imaginación (Appadurai, por ejemplo, cree sólo en la imaginación, con minúsculas, como sustrato del sistema hegemónico) y la Interpretación.
Es nuestra capacidad de interpretar el mundo la que (1) hace posible—de la misma forma en que puede hacer imposible—lo pos-político y su poder sobre la sociedad, (2) da coherencia al activismo político, artístico y no, en el teatro o en la calle, sin depender de oposiciones a una ficción prestablecida, y sin pedir nada de ella para darle sentido, y (3) permite aprender a imaginar en la contemplación de cuerpos en movimiento, sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos, antes que en la Convención Nacional Republicana, el diario El País, los libros de Alain Badiou o en las conferencias de prensa matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Es decir, la teoría de lo pos-político, desde esta comprensión limitada y neófita, depende de dos falsas premisas: que sólo nos comunicamos dentro de sistemas prestablecidos (pero sí sólo tenemos para decirnos lo que ya sabemos, ¿para qué  nos comunicamos?) y que basta una red de oposiciones para justificar, como premisa, la existencia de un sistema. Pero cada acción, en tanto acto y no ejercicio mecánico, existe fuera y más allá e indistintamente del modelo hegemónico, y son los modelos políticos, virtuales y traslúcidos ellos, y no los cuerpos, los que acechan fantasmalmente el quehacer político y nuestra capacidad para interpretarlos.  
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Performance in the wake – una apertura “en la estela”
Bienvenidxs al blog de nuestro multicampus research group de la Universidad de California
La imagen de portada de nuestro Tumblr visualiza una imagen para pensar con la que empecé a plantear nuestra colaboración alrededor de la performance: in the wake, en la estela, las formaciones de nubes o del agua que, en olas, corrientes, quietudes e inquietudes, patrones e irregularidades suceden a un cuerpo en movimiento. Christina Sharpe, en su estudio reciente In the Wake: On Blackness and Being (2016)denomina a la formación del agua que sigue al barco esclavista como una condición de pensar (en el caso de su libro, Blackness en Estados Unidos). El pensamiento que en esta condición puede darse queda descrito por la autora así:
“Wakes are processes; through them we think about the dead and about our relations to them; they are rituals through which to enact grief and memory. Wakes allow those among the living to mourn the passing of the dead through ritual; they are the watching of relatives and friends beside the body of the deceased from death to burial and the accompanying drinking, feasting, and other observances; a watching practiced as a religious observance. But wakes are also “the track left on the water’s surface by a ship; the disturbance caused by a body swimming, or one that is moved, in water; the air currents behind a body in flight; a region of disturbed flow; in the line of sight of (an observed object); and (something) in the line of recoil of (a gun)”; finally, wake also means being awake and, most importantly, consciousness.” (2014, 60)
La presencia del pasado esclavista que describe Sharpe, a la que se enfrentan sus estudios, es a la vez diferente entre los continentes americanos como a la vez encuentra, desde Estados Unidos, en el archivo de pensar en y desde América Latina, uno reverberante de teorías preocupadas por las heterogeneidades y conflictos temporales en la modernidad colonial (Rama, Canclini, Gilroy, Kraniauskas). Los ejercicios de pensar en la estela de la esclavitud de Sharpe encuentran interlocutoras también en los estudios latinoamericanos, como Denise Ferreira da Silva y Zita Nunes.
Tomo la imagen de la estela para pensar “tras” de lo político. Si lo político, que se ha declarado caduco por variadas voces, es una forma de vivir en común el tiempo, entonces lo pos-político (Rancière, Badiou), lo impolítico (Esposito), el impasse de lo político (Terada), por un lado, y desde los estudios latinoamericanos lo pos-hegemónico (Beasley-Murray), la institución defectuosa (Lezra), y lo infrapolítico (Moreiras) son nombres que denotan formaciones sino fracasadas al menos debilitadas de proyectarse en el tiempo. Denotan un vanguardismo perdido en la política, transformándose la política en police (Rancière) o en administración de lo dado (Thayer).
Por mi parte, extrapolo las aportaciones de Sharpe para acercarme a las corrientes performáticas de las que somos testigos en la América Latina contemporánea precisamente porque la imagen del agua en movimiento descentra la caducidad del cuerpo central en movimiento mientras centra aquello que persiste en movimiento, un movimiento que perlabora, defiende, articula conciencias. Simplemente no es el caso que las movilizaciones performáticas y políticas – es decir, tanto en escenarios teatrales como en calles y plazas públicas – sean (todas) ilusas al reclamar lo político aunque sea obsoleto, ni tampoco son melancólicas, residuales, o meramente reactivas. Pero no sólo se da el dato de por sí interesante de que las performances y movilizaciones políticas perduran más allá de la declaración de lo pos-político, sino que además ellas complican la secuencialidad de la terminología del “post,” ya que en su vasta mayoría circulan y se reinscriben sobre repertorios añejos. En algunos casos, el repertorio se nutre de la longue durée colonial; en otros casos, los repertorios de movilización anti-neoliberal llevan unas décadas en formarse; todavía más, los límites entre estos repertorios son porosos, sus recursos polisémicos. In the wake of the political podría señalar, entonces, unas formaciones de lo político que van operando y pensando a una cierta distancia u opacidad a los conceptos arriba citados. La vigencia del concepto de lo político queda cuestionada, de esta manera, incluso mucho antes de que se declarara su muerte.
¿Qué hacer, qué pensar ante la efervescencia performática en las calles y en los escenarios del continente a nuestro Sur? ¿Cómo afrontar el reto al pensar que nos extiende la aparente paradoja de un reclamo de lo político en las calles y en los escenarios en un horizonte llamado pos-político? ¿Cuáles son los planteamientos y conceptos de lo político que conocemos si nos adentramos en el reclamo de lo político? ¿Cómo podemos repensarlo desde sus raíces un intercambio franco entre el despacho universitario, el escenario teatral y la calle (re)politizada? Son algunas de las preguntas que nos convocan como grupo. Adónde llegaremos, como decía el Colectivo Situaciones a principios del milenio, lo dejamos abierto.
Algo que tienen en común lo pos-político etc. y la idea del “in the wake” de Sharpe, es el rol apremiante de la negatividad. Lo pos-político arroja dudas sobre las capacidades de lo político que, al menos hemos de suponer, antes sustentaba. Describe un horizonte dentro del que el conflicto verdaderamente político ya no tiene cabida, radicalmente determinado y cerrado. Para volver sobre la provocación de Sharpe, “in the wake” evoca una vida en la estela de la muerte, una omnipresencia mortífera dentro de la que se enmarca el ser negro en Estados Unidos. Aquí volvemos sobre la meditación sobre la existencia bajo la extenuación biopolítica de la vida que según Moreiras ofrece la infrapolítica. Algunas movilizaciones feministas que atraviesan lo performático y lo político muestran una afinación pragmática (¿) a la existencia extremadamente precarizada con ciertas similitudes. “Un violador en tu camino” de Las Tesis globalizó una performance que insistía que mujeres* vivimos en estados violadores. Aunque todo se haya dicho con anterioridad, no es ni un ápice trivial que mujeres* en todo el globo denunciaban la normalidad e inminencia que es la violación. Sobre la acción “Mujeres en bolsas” hacia finales del 2018 por parte de la compañía Expresión Mole, Carolina Yuriko Arakaki explica:
“Por eso nos metimos dentro de bolsas que remiten a la muerte, pero también a la basura que pretende el patriarcado hacernos creer que somos. No admitimos ese mensaje violento y por eso pusimos el cuerpo […].” (“Mujeres colgantes” Clarín 6 de diciembre del 2018)
Las bolsas son un objeto que de nuevo condensan la extrema cotidianeidad y letalidad de la violencia patriarcal. A su vez, los ojos blindados de las mujeres que denuncian “Un violador en tu camino” y las bolsas de basura claramente colectivizan un reclamo a la vez que rechazan la despersonalización de la violencia patriarcal. Sin embargo, en el “poner el cuerpo” y en los estilos y las pautas de poner el cuerpo – estas coreografías – se presencian formas de pensar. No es sólo que las coreografías en sí piensen (Cvejic, Lepecki) sino que la efervescencia performática del momento clava una atención álgida en la forma que toma la presencia performática y/o política y en las formas que toma el colectivo en ella (por ejemplo, el concepto de inteligencia colectiva de la publicación del 2018 de Ni Una Menos).
Se entiende la irrepetibilidad del “poner el cuerpo” en masa, toda vez que localizan en el cuerpo feminizado los riesgos y las exposiciones sufridos por él. El cuerpo multitudinario, en ocasiones hasta despersonalizado simbólicamente, permite una extracción subrepticia de la violencia cotidiana y el rechazo de la normalidad vivida. Claramente está en juego aquí también una explotación de la subjetivación que la acepta sólo en tanto se entiende como plástica o dinámica.  El cuerpo “puesto” no se arroga a la representación, pero entiende el “poner” entre otras acepciones en aquella de la escenografía. “Poner el cuerpo” así formula lo que es una movilización política no representacional en el sentido de delegar la decisión democrática (democracia representativa). Es más sueltamente representacional en su formalismo, creatividad, teatralidad. Teatralizando la política, para decirlo bastante polémicamente, no a la libreta de pugnas políticas anteriores, sino para volver a poner sobre la mesa lo político.
Tanto “Mujeres en bolsas” y “Un violador en tu camino” son hitos dentro de una estrategia más extendida de masificar, multiplicar cuerpos en las calles, incidiendo en repertorios históricos de movilización masiva, pero modificándolo no sólo para lxs sujetos políticxs del momento sino también para un horizonte trans*medial. Antecedentes políticos de estos grupos en específico, abarcan desde las brigadas muralistas, la militancia clandestina, el CADA de Chile, hasta la organización de lxs piqueterxs y de las fábricas tomadas después del 2001 argentino. A diferencia de las primeras, las movilizaciones feministas rechazan vanguardismo. Pero en continuación de la toma de las fábricas, las dos acciones performáticas intervienen en una cotidianeidad entendida como campo de guerra (neoliberal, contra las mujeres*, genocida). Como las dos acciones performáticas nombradas ya, “Pequeños territorios de reconstrucción” del Teatro Línea de Sombra también juega con la despersonalización cuando problematiza la representación banalizada de los feminicidios y elige protagonizar la obra por objetos y animales de juguete. Deshaciéndose, acaso, del heroísmo y de la identificación con un sujeto dramático, se erigen barricadas dentro del campo de guerra – se trazan líneas y formaciones - donde experimentación y solidaridad devienen posibles. Estas posibilidades marcan la relación “en la estela” de lo político en tanto aquello que le sucede y le ocurre a lo político como movimiento.
Gwendolen Pare
(La imagen de portada es de una estela Kelvin fotografiada por la NASA)
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