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laazoteainfra · 4 months
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MONÓLOGO DE GELI RAUBAL
Yo solo fui
un castillo
perdido
con una
princesa
dentro.
Un castillo
con una princesa
que domesticó
al dragón,
prometiendo
volver por él.
Yo solo fui
una princesa
dentro de
un castillo
perdido,
dentro de
un dragón
depravado,
dentro de
un thriller
psicológico
tan retorcido.
Luego, oí el disparo,
y el mostruo,
con el brillo de sus ojos,
empezó a llorar,
pidiéndome perdón,
tratando de desnudarme
ante el asombro de todo su ejército.
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laazoteainfra · 4 months
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laazoteainfra · 5 months
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Adiós, señor Koch
Kenneth Koch, durante años, dio clases de poesía a niños y niñas. Este es el poema que le dedicaron sus bellos alumnos cuando todo terminó. Aunque de manera oral, aquí se transcribe:
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No te olvides de ir a los Alpes alemanes y de saludar a mi padre
Come mucho strudel de manzana en Alemania
A lo mejor puedes cavar un túnel para encontrar otro túnel por
donde se escapan los prisioneros de Berlín Este
Come todos los tipos de espaguetis italianos
Intenta hacer pizza
Come albóndigas matzah
Tira abajo la Torre Inclinada de Pisa
y será muy fácil: ya está inclinada
Ve a Nápoles a beber vino
y visita a Sibernus por mí
Puedes ir a rondar por Roma
y hacer que los leones del Coliseo se coman a alguien
O ir a una carrera de aurigas
Cómete el final del helado en Nápoles
Sé el tercer Colón
Toma clases de baile español
Ve a ver los toros en Madrid
pero no te desmayes
Cuando te elijan para ser el matador
huye a mil kilómetros de distancia
No comas enchiladas,
queman mucho
No te olvides de llevar bañador
y ten cuidado de no ahogarte,
queremos que vuelvas
Que no se te olvide tu idioma
Que no se te olvide abrocharte el abrigo hasta arriba
Mándanos un par de quesos suizos
No te rompas las piernas esquiando
Envíame un poco de nieve
dentro de un horno muy caliente
No montes en ninguna aerolínea israelí
No te encuentres con el Hombre Lobo
No trabajes para la Radium Dial Company
o pillarás leucemia
La señora B (como la llamaban) trabajó allí y tuvo leucemia
Déjate crecer el pelo y hazte Beatle, o cómprate una peluca
Tápate los oídos a las 12 si estás cerca del Big Ben
No mires a las chicas en minifalda (esto es una grabación)
Lleva un paraguas y un abrigo
Ve a ver a la reina Isabel y trae de vuelta algunas de sus joyas
Tráete a Charlie Chaplin
Pon limpiaparabrisas en tus gafas
Ve a visitar Camelot y róbale la corona al rey Arturo
y ve a visitar al estúpido del caballero rojo
y cásate con Ginebra
No te cruces con un policía inglés
Sube a la Torre de Londres pero no te caigas
Inglaterra se balancea como un péndulo
Cómprate un avión con las joyas y la corona
Hazte unas alas con plumas que hayas recogido y vuelve volando
Vuelve pronto para que no te secuestren
Vete nadando por el Canal de la Mancha y vuelve volando
Vete en barco y tómate pastillas para el mareo
(no te olvides de traer a Ginebra)
No te olvides de escribir
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Bulla para contextualizar:
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laazoteainfra · 5 months
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LA LIBERACIÓN
A mi profesor, Jhony Ballena, quien los maldijo antes de verlos convertirse en sal.
Nuestra primera víctima solo tenía tres meses de nacida y fue más fácil de lo que pensamos. Marcia estaba tan emocionada que tuve que conducir muy rápido desde el orfanato hasta la casa. Tiempo después nos mudamos a otra ciudad y pensamos en quién sería el próximo. Gemelas, dijo Marcia. Acepté porque a mí también me agradaba la idea. Con ellas demostramos un cuidado muy personal, a una la escondimos en nuestra sala especial de juegos para que no sospechara, y con la otra no tuvimos piedad, por más que lloraba extrañando a su hermana. Al día siguiente fuimos lo bastante precavidos respecto a cada entierro. Siempre alquilábamos una casa con jardines traseros y detestábamos los perros. En cuatro años llegamos a hacerlo con treinta y ocho, incluyendo las que obtuvimos de los hospitales donde yo conseguía trabajo como vigilante y Marcia era rápidamente aceptada gracias a que obtuvo notas sobresalientes en su carrera de obstetricia. Habíamos acordado exterminar a todos los que no llegaran al año, era la única manera que encontramos para descontaminar el mundo, o para salvarlos de una inevitable desgracia. Pronto crecerían y ellos serían los verdaderos asesinos. Pero las cosas cambiaron, Marcia se mantuvo muy asustada cuando me lo dijo, no creímos que llegaría a suceder por más que al principio decidimos permanecer en abstinencia sexual. Yo sabía que un aborto pondría en riesgo la salud de ella, así que lo dejamos pasar, pero fuimos más sanguinarios con cada reciente víctima, para así olvidarnos por un rato de aquello que se iba formando dentro de su vientre. Cuando nació, no supimos de qué manera actuar, era una pequeña con los ojos de mi madre y estaba saludable. Ha pasado el tiempo y nuestra niña crece día tras día, mañana cumple doce meses, pareciera que ya nos reconoce e intenta decirnos algo con sus balbuceos. Aunque, como es costumbre, con Marcia después de la cena, mientras lava los platos empieza a llorar. Yo la abrazo por la espalda y le digo que a mí tampoco se me ha olvidado cómo lograr la liberación. Ella, creo que sonríe disimuladamente, mientras mira el resplandor del cuchillo y en su reflejo descubre, un rostro nada parecido al nuestro.
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laazoteainfra · 9 months
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Epílogo: mañana o carta al futuro
Vi el resplandor. Los gatos de las azoteas presenciaron otro sueño. Una mano me sumergió hasta la desnudez del silencio. Había puentes de luz, ventanas aéreas, pasadizos atravesando la niebla. El televisor siempre apagado porque prometí disfrutar más cada instante. El cuarto donde Lara dijo su primera palabra y toda la tierra empezó a girar.
Había cuadros como paisajes rescatados durante las llamas de la infancia. La silla y mesa que soportan este impulso obsesivo por querer detener la lluvia con solo abrir ambas manos. Vi hacia afuera: las aceras, los distintos nombres, pistas escampadas, hogares lejanos, avenidas extrañas, parques rotos, tanto.
Vi mis libros acumulados en su propio cementerio marino. El almanaque y reloj de pared que siempre nos recuerdan cómo se hizo tarde para declarar aquello que alguien más pronunció por nosotros. Vi las sábanas mojadas. Sentí miedo, retrocedí. Luego volví para confirmar si todo había sido verdad. Y todavía, estabas ahí.
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laazoteainfra · 10 months
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Oración fúnebre para Rimbaud
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Querido muchacho, hijo bastardo de la ceniza,
hemos arriesgado nuestros años más honestos e inhumanos
intentando alcanzar la salvación
trazando cruces invertidas sobre cada puerta mal cerrada,
hasta ver derramarse toda la sangre del cordero,
pero tú eras el codero.
Querido muchacho,
los paralíticos alrededor de la fuente creen haberte visto primero,
las larvas, los hechiceros, Sodomistas o Babélicos,
cualquier sacerdote suplicante, predicando en otras lenguas,
ha llorado tanto al recordarte.  
Solo nos queda girar hacia tu rostro
antes de nombrar la belleza.
Preguntarnos cómo hubieras sobrevivido
en una cabaña a solas junto al fuego,
diciendo “Señor”, para domesticar al fuego.
Sin madre ni hermana.
Sin nadie más que no sienta compasión
ni logre perdonarte para cuidar de ti.
Solo nos queda descender con cuidado hacia el viejo continente perdido
desde donde a todos nosotros alguna vez también nos trajeron,
terminando por aceptar que, al atardecer tu sexo oscuro,
volverá a mostrarse como el único sol posible
tras el diluvio en África.
BULLA PARA CONTEXTUALIZAR:
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laazoteainfra · 11 months
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MINAKO DEBE SER EL NOMBRE DE LA INOCENCIA.
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Foto hurtada a "Buena pepa"
Mauricio Sebastián ha irrumpido en la escena local, como quien selecciona cuidadosamente las piezas secretas de su propio collage oriental, que a simple vista pareciera un jardín lleno de flores de loto, pero que, con algo de paciencia y contexto, adquiere la forma fluvial de un mapa geográfico, iluminando rascacielos encogidos o islas salvavidas; publicando así, su primera novela titulada, Minako Honda "London boy meets Tokyo girl", donde recrea en base a planos fotográficos, ese amor lozano-primaveral, entre el arriesgado Harry y la cantante juvenil más famosa de su tiempo.
El lenguaje que emplea, se demuestra mesurado y sencillo, evitando los aspavientos de quiebre exagerado o la necesidad para detenerse en detalles que aglomeren el fondo esencial de la novela. El éxtasis, la fiebre, un viaje, nuevos sabores, videojuegos, Disney, cerezos sin límites de velocidad. Todo está aquí, mezclado sincrónicamente y expuesto ante dos desconocidos, quienes rozarán el cálido aliento de la entrega, arrancando más de una sonrisa por lo bajo, frente al tiempo y espacio que les ha tocado presenciar.  
Era admirable, Minako tenía la capacidad de burlar hasta mis más autodestructivas inseguridades. (p. 56)
Porque Minako Honda, sí existió, sus canciones continúan siendo reproducidas e interpretadas hasta la fecha. Testigo de esto, son las fotografías de ella, fácilmente hallables en las redes. Homenajes, documentales, testimonios y cientos de fans que jamás podrían ni se atreven a olvidarla. La intérprete de “Help”, seguirá siendo parte de una tradición bastante arraigada en mantener vivo su linaje constructivo.
Lo que hace Mauricio Sebastián, es tomar parte de esa realidad y emplear los matices insaciables de la ficción, llevando a cabo aquel hilo conductor, tantas veces indomable pero vital, que empieza por cuestionarnos, cuál será la tecla siguiente a presionar. Declarando que, detrás del presente trabajo, hay evidencia de toda clase de investigaciones, recolección de datos, metáforas algo recurrentes pero válidas si se usan adecuadamente, citas, parafraseos, etc. Esto a su vez, nutre de manera beneficiosa los caracteres desarrollados para darnos una idea más acertada y poder argumentar mejor la época reflejada.
Minako recogió una de las hojas de cerezo, la miró un tiempo acurrucada en su palma y me la ofreció con suma delicadeza. -Toma, guárdala. Piensa en ella como un recuerdo de tu paseo por Japón y como un recordatorio de lo mucho que te falta recorrer. (p.62)
La pregunta a destacar sería: si acaso se ha hecho algo así antes, entre las voces regionales y/o nacionales de estos últimos años. Bien es cierto que, el apego a la cultura japonesa va teniendo cada vez mayor acogida. Animes, mangas, series, películas, ferias otaku, convenciones y todo lo que guarde relación con esto, se ha vuelto tan adictivo, llegando a tal punto de no solo despierta un interés pasajero, sino más bien, la necesidad para investigar ese subjetivismo existencial de los nipones.
Cualquier lector sabe cuándo y cómo llegar al éxtasis de la narración visualizada entre los mundos alternos de su mente. Por ello, considero que la lectura de esta novela será de corte rápido, lejos de agitaciones injustificables. Los personajes gozan varias imágenes logradas, diálogos puntuales y secuencias armónicas. Es decir, no resultará difícil dejarnos conducir hacia los campos de la invención.
Además, cabe destacar que el libro cuenta con un código especial para ir en torno a una playlist de Spotify, donde podremos escuchar los temas referidos durante el transcurso de cada capítulo.
Para concluir, Minako Honda, la cantante, siempre será quien hizo vibrar a las masas, entonando con sumo dominio, los albores de aquella voz tan privilegiada. Pero, Minako Honda, la novela, es una especie de diario secreto, donde ha quedado impresa la letra de tales canciones y el comienzo de su luz.
Bulla para contextualizar:
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laazoteainfra · 1 year
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MERCADERES, UN CUENTO PARA MI VIEJO.
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       DÍA DOMINGO, 4:47 pm. Esquina de la Av. Independencia, el sol hace figuras de origami entre los viandantes que atraviesan las aceras desgastadas. – Prendo otro– dice Leo. Sacas el encendedor y te detienes para hacer ese amague con las manos, exhalas despacio una nube desde la garganta luego se lo pasas. La calle con su tráfico modesto tiene el aspecto del lomo de un animal disecado. Memoria espacial que aligera los pasos.  Leo te mira de reojo como preguntándote  – ¿Qué fue, hasta la Plazuela del Recreo?- . Apenas asientes con la cabeza, es la vieja costumbre parches en los bolsillos y la mirada alargándose como quien no dice nada pero lo contempla casi todo. Van en línea recta pasando por la Plaza de Armas, los cómicos están alistándose probando el sonido antes de llamar al público que no tarda.                        <<  Viejo una pasadita para tus zapatos, habla para que quedes bacán… ah bah… bandidos ustedes son de los que pulsean al paso, estos conche... ah ya, ja, ja, ja, disculpa primito es que los vi con esas camisas y ya pues pensé mal, ¿normal di? >> Ahora Leo se ha detenido a observar unos lienzos hechos con lápiz de carbón, nadie más se percata de su presencia,  el arte perdido como un niño jamás adoptado está en todos los rincones. De pronto, una copa invertida y ahuecada resuena acústicamente al ser golpeada y empieza a pulverizarte los sentidos.
Ya son las cinco, oye, el Poeta A.R. tenía razón, algo así debe sentirse desde la boca del estómago cuando encuentras el Mapa del Paraíso y llegas hasta La Torre de los Alucinados.  Haces una señal a Leo para decirle por donde deben ir, pero él sigue contemplando los cuadros y escuchando. << Ah sí pues, sí… no nada… sí solo en dos años aprendí y un poco más que estuve en Bellas Artes, ya el resto por mi cuenta, claro… todas las tardes, una persona a quince soles y dos por veinticinco porque ya me quito ya… mire ve, igualito, ahora esto lo pone su marco y queda … ¿está bueno el billete? … ah ya recién hecho… tenga su vuelto…gracias también… ya…hasta luego>>
Hora de abandonar esa estancia cruzan la pista y siguen por Pizarro, suben seis cuadras más entre anuncios de publicidad, restaurantes, bares, cafés, limosnas, entre colabórame para mi pasaje, ¿tienes la hora, causita?, ¿no le regalas una golosina a tu enamorada mi amor?, chips gratis amigo, ofertas, ¿usted cree en la vida eterna? Tome este volante, pregunte nomás…  Pero al fin han llegado, tras la sinfonía de lenguajes, los ficus se postran al sentir su presencia, esperan el cambio del semáforo melancólico y observas a Leo, que se percata de algo maravilloso. Se trata según dicen del ex profe de historia que trabajó en un colegio estatal, pero que se volvió loco por tanta letra, el viejo está ahí sentado en una esquina conversando con su sombra, las moscas le hacen reverencias y le confiesan los secretos del tiempo, tiene el polo y pantalones negros, sucios, desarreglado, olor a muerte dulce, sin cerrar los ojos como esperando algo que jamás vendrá,  de rato en rato suele escribir con su dedo grande en el aire << mil novecientossss treiiintaaaaaaa milll novecientossss tree iiinnn taaaaaa* el suelo que pisas es sagrado, aquí está el orden humano de los Moches, su tradición…oh no huyan no me dejen… llévenme con ustedes….mil novecientooooossss treeeeiiii….>>
El viejo se ha levantado, se le cae la saliva y el sudor haciendo pequeños charcos bajo sus pies descalzos, ha querido seguir confesando algo más pero las palomas que estaban atentas se han volado por los movimientos bruscos, se ha vuelto a sentar, maldiciendo con una sonrisa falsa, porque sabe que ya no tiene a nadie más quien lo oiga. Leo no puede creerlo y te dice: tiene años aquí, siempre lo he visto con ese aspecto de haber sobrevivido a algo que está más allá, una vez lo oí soltar algo sobre el Haya, lokazo el tío, anda en otras pero no falla en las fechas. Solo te quedas callado y piensas en quién le dará de comer dónde dormirá. – Y hasta dicen que se enamoró alguna vez pero que la flaquita era de otro lado, si ya me acuerdo, una rusa gringa pero no lo quería, se veían muy de madrugada, tenían un acuerdo raro aunque de eso ya hace bastantes años, de aquí nos vamos a Tacora, el Cielo, hoy caen los reales mercaderes y no se puede dejarlos esperando. Así que rápido nomás tu chamba. La Plazuela del Recreo, donde hay dieciocho bancas para la separación y encuentro de los amantes, cuatro estatuas que representan las estaciones del año, una pileta que rara vez has visto en funcionamiento, quisieras no haber aprendido jamás el viejo arte, pero ya es tarde, solo sabes que Leo debe actuar rápido, y tú le  pasarás la voz porsiacaso, fino nomás, es una buena hora, Leo se mete entre la aglomeración de los pasos y hace como que va a recoger algo, distráelos, chiquillo, te alerta desde lejos, pídeles una dirección o lo que sea, tú puedes porque eres medio gringuito y a ellos les gusta tus ojos claros, diles que no conoces las calles, que te has perdido, que a tus trece años aún no sabes memorizarte las direcciones.
Pasan unos minutos, te acercas a uno de Ellos. – Espera un poco más, solo distráelos, chiquillo –  mala idea dice Leo, ya lo reconocieron de reojo – nos vamos antes de que sea tarde – .Tienes que agradecer bonito hacerte el yo no fui y luego salir en dirección contraria,  ya sabes cómo es el plan se verán en el parque frente al hotel cerca de la Av. Perú.  – Lo hiciste bien casi me friegan chiquillo mira, ¿te gusta?, se lo saqué sin hacer mucho roche, me queda bacán en la muñeca, fácil lo cambiamos donde te comenté en Tacora, pues oe, dónde más. Tengo hambre chiquillo, me da risa cuando les engañas que no vives por acá, eres una buena carnada, sí, normal, esto es para los dos, chiquillo, vamos nomás. ¿Ya te diste cuenta de quien está ahí afuera del hotel? –.
Reaccionas muy tarde, una mujer con el cabello pintado de rubio,  los ojos humillados tiene las manos entrelazadas tras la espalda como en posición de descanso – que te recuerda al cole que ya no estas yendo, porque tu madre no posee tiempo para recogerte a la salida, porque cuando te vienes solo siempre se encuentra Leo afuera esperándote, porque el director ha dicho qué será de ti, porque ya tienes vergüenza de tus zapatos, porque eres un Cínico mandándole besos robados a los auxiliares, solo por joder, porque a los demás compañeros sí les han comprado todos sus cuadernos, porque el profesor confesó frente a la clase que eres bueno y eso te dio más vergüenza, porque tú tampoco lo entiendes, porque tienes un corazón asustado y sientes ganas de llorar de abrazar a alguien pero sabes que no estará tu padre sobrio para corresponderte con el abrazo, porque a las otras casas sí les llega la electricidad, porque la poca inocencia que te queda la guardas en tu silencio – . La mujer muestra el torso descubierto y alrededor del ombligo luce un Sol tatuado, tiene algo que te entristece, pero pasan de largo. Leo te ha dicho que no cuentas con edad suficiente, que hay otras mejores que ella no tarda en subir las escaleras y así estará hasta la madrugada si es que tiene suerte y que todo en esta vida adopta un precio por más que no lo creas, ¿cuántos clientes son suficientes para saber que ninguno de ellos termina satisfecho? Y siguen en busca de su segundo destino.
Tacora, el cielo, la madriguera, perfume a quiéreme mucho entre los postes eléctricos, dime cosas ricas, cariño, quién da más. Los ambulantes con sus carretillas, las miradas lascivas mal disimuladas, la ropa de segunda mano al por mayor y menor, cuadros, revistas, libros, artesanía, juguetes, discos de vinillo, de todo en un solo lugar, pero debes meter mano ya lo sabes, los improvisados restaurantes, la espuma de cerveza, los vasos que se comparten, cláxones desde la otra Av. Vallejo sonando fuerte, las gelatinas preparadas por los carita sucia, los micros y su estancamiento, sonido de chicha en los parlantes. Y va cayendo la tarde, bestia poseída, quiéreme hoy porque mañana mi marido se entera, rápido, qué fríos somos, la cagada. A Leo le han dado buen precio por lo que te enseñó hace rato, si no han trabajado antes en Tacora es porque es un lugar que merece respeto, total aquí nace el paraíso, aquí es el Mall de los que saben sudarla, aquí no hay algo que nadie quiera dejar de vender o comprar. Es entonces cuando lo entiendes, de qué te sirven tus ojos claros tu edad a piel de flor, tus nervios ante una placa si sabes que en cualquier momento tendrás que aprender a ser más astuto, que en el fondo todo es totalmente desconocido. Ya dieron las seis y quisieras haberle preguntado algo al viejo del aspecto sucio, decirle cómo podrías retener tu infancia, cómo nunca dejar de ser niño, cómo evitar crecer porque con los años la ley será peor, cómo tener fe de que quizá naciste para otra cosa, pero no logras pensar en nada más, porque Leo te ha sujetado fuertemente del brazo te está llevando al callejón de la vuelta , te dice corre, corre, chiquillo nos han estado siguiendo corre, corre no voltees, corre tú nomás, es algo que pasa tan rápido que casi te está soltado, sus fuerzas son cada vez más débiles hasta que te das cuenta que te ha dejado que se adelantó que no puedes ubicarlo que ya lo perdiste de vista que esta parte de Tacora no la conocías.
 Ellos se aproximan, y de nuevo sientes las ganas de querer abrazar a alguien pero justo en la mañana decidiste no volver a casa aunque sabes que si regresas con todo y la vergüenza de tus zapatos las cosas no cambiarán por eso renuncias a la careta de ser un no huérfano y sigues corriendo sin detenerte, poco a poco te calmas con la respiración agitada como si hubieses cometido algo desgraciadamente pecaminoso pero no te importa, porque te salva saber que al menos mañana será Lunes y los Lunes amaneces en otro lado.     
____________________________________________________
*Año de la fundación de la “PLAZUELA EL RECREO” – TRUJILLO.
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Mi papá con 18 años aproximandamente.
Bulla para contextualizar:
(Una canción de mi tío Pedro)
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laazoteainfra · 1 year
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EXPIACIÓN EN EL CAMPO DE BATALLA
Dime por qué es tan difícil dejar de recordar tu número telefónico
como si se tratase de la última clave secreta para desactivar
las bombas atómicas que caerán mañana
desde otro mundo
sobre los arenales de mi vieja barriada.
Dime en qué piensas ahora que se han extinguido todos los refugios subterráneos
y lo único que queda es esta habitación sin cámaras de vigilancia
en la Av. Chicago
atravesada por cientos de muchachas universitarias
a quienes resulta increíble mirarlas
como si en ellas, el temblor de las palabras que pronuncian
fueran la despedida de un astro lejano,
haciendo todo lo posible para poder parecerse a ti.
#poesía#arte#la libertad#literatura#trujillo
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laazoteainfra · 1 year
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ESTE ES EL POEMA QUE DEBÍ RESCATAR DE MI ROSTRO ESTRELLADO POR EL ATARDECER, MIENTRAS DECÍAS QUE CONMIGO NO ESTABA TU VERDADERO HOGAR.
 
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es un tipo de memoria muy pobre
la que solo funciona hacia atrás.
(lewis Carroll)
Vi a Alicia descender por una madriguera
hasta llegar al bolsillo izquierdo de mi camisa de fuerza,
quise seguirla, toqué sus dedos como teclas de piano
sus muslos ardientes
a través del cerrojo de una puerta
por donde yo solo conocía el placer con los ojos afilados en forma de lágrima.
La llevé hasta la Plazuela para contarle la historia de aquella
civilización de estatuas
que sin permiso dominaban al clima.
Alicia arrojaba estrellas cristalizadas en sus palabras
como colecciones esquizofrénicas de imperios con asma,
los cuales hacen del lenguaje, jadeos y orgasmos purísimos.
Alicia sollozaba mientras yo le preguntaba sobre sus alucinaciones,
esos primeros intentos por permanecer oculta
bajo los continentes del pasado,
y sus amores de cometas musicales
entonados para la futura resaca de mi verbo insólito.
Su infancia junto a ese barrio marginado pero maravilloso
cuando ella dirigía al aire sobre una bicicleta.
Sus facciones al reconocer que estaba perdida
a punto de ser decapitada
por confiar en seres imaginarios, insólitamente agradables
quienes la guiaban asegurándole que no había otra Reina para sus Corazones.
Que yo recuerde, Alicia dijo que su país estaba
donde se escribiera un poema largo como caída sin retorno,
que se quedaría conmigo aunque nos faltara poco tiempo;
pero quién quiere seguir siendo una chiquilla ilusionada
cuando se pueden romper todos los espejos.
 Ya era tarde para retenerla.
Alicia dejó de frecuentar los parques, donde embriagado
solía hacerle un caligrama parecido a esta urbe destruida
por tantos hoteles clausurados,
que ahora me la recuerda tanto;
un viejo mapa luminoso sin gravedad entre espasmos y jardines
lejos de cualquier paraíso perdido, como una historia clínica jamás reclamada.
Pero no fue suficiente con dejarme, también debía alejarse
de todos aquellos que la vimos crecer.
(Alicia tenía a alguien más esperándola en casa)
Yo que le regalé jaulas de oro vacías,
entendí demasiado tarde que era necesario encontrar la llave que la hiciera libre,
antes de culpar a las nuevas enfermedades del siglo .
Por eso, que hoy deambulo destrozado y herido
tumbado sobre las aceras desgastadas como el lomo de un animal disecado,
aferrado a contemplar las cosas más humildes,
entre los corredores de esta ciudad universitaria,
y declarado culpable ante el juicio de la ruina.
Exhalando a solas el humo de una vieja oruga agonizante,
para que así, mi memoria sea el último cinema bizarro
capaz de proyectar escenas inéditas.
Como una enorme bestia poseída, vigilando las azoteas del fin del mundo,
mi locura muere si ella deja de pronunciar mi nombre
y mi llanto adormece el pulso de las manecillas
que danzan para la hora final.
Y mi cuerpo, se convierte en un refugio nuclear en llamas,
tallado con silabas nocturnas donde ella nunca más volverá a amanecer.
Porque Alicia al fin ha regresado
y yo, he de resignarme a ser
aquello que no me atreví a reconocer desde el principio.
Con mis delirios, esa pata de conejo blanco en el cuello
y mi sombrero.
Bulla para contextualizar:
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laazoteainfra · 1 year
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Debí seguir tus consejos. A propósito de María Emilia Cornejo.
Hay personajes claves en la poesía peruana que resultan conmovedores si los descubrimos a una edad temprana. Unos desaparecidos, otros infravalorados y existen quienes logran gozar fama, aunque ya de manera póstuma.
Como es el caso de María Emilia Cornejo, quien vuelve este 2023 a tomar más popularidad de la que ya tenía, gracias al libro “Todo lo guardo en mis ojos”, editado por el FCE. Una obra que reúne fotos inéditas y el elogioso prólogo de Evelyn Sotomayor, quien hiciera su tesis sobre la propia autora fallecida en el 72. Además, de que no es difícil de conseguir y el precio resulta accesible.
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La misma que descontroló al grupo conservador limeño con sus versos cargados por una naturalidad corporal avasalladora. La que dejó a un lado el pudor y la censura. Una de las primeras en abrir la puerta para futuras generaciones de poetas mujeres, poseídas por este goce de invocar el deseo femenino sin ninguna vergüenza posible.
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Dejo el PDF de: "En la mitad del camino recorrido" su único libro. LIBRE DESCARGA
BULLA PARA CONTEXTUALIZAR:
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laazoteainfra · 1 year
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En ese entonces, yo tenía 25 años y había recuperado un sueño.
Todo primer libro siempre está lleno de mortificaciones y ánimos en ruleta rusa. Fue gracias a la editorial independiente Paloma Ajena, que pude llevar a cabo este anhelo. Por fin publicar algo que reúna parte de esos tiempos universitarios. Ahora, después de 3 años, libero al primogénito, para quien desee darle una morada apacible.
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LINK DE DESCARGA
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laazoteainfra · 1 year
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Yo no soy paisajero ni paisajista
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laazoteainfra · 1 year
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¿Qué significaba ese gato?
Breakfast At Tiffanys, fue estrenada en 1961 con Audrey Hepburn como Holly, la preciosa meretriz que nos sofocaba con su aparente inocencia y libertades excéntricas que se atrevía a tomar. Huyendo del pasado austero, un matrimonio casi pederasta , otro verdadero nombre, un pueblo rural, un hermano al que ya no verá jamás, y tantas incontables cicatrices camufladas bajo el maquillaje.
No sé cuántas veces he visto la película sin dejar de sentir aquel estremecimiento por el aparente final. Para quienes leímos la exquisita novela de Capote, sabemos que todo acaba distinto. No hay ningún arreglo, no hay ningún­: “y fueron felices…”
Holly termina viajando a otro país con su nuevo amante, y Paul la recuerda con esa misma lentitud de los segundos que se mostraban en los cinemas, antes de empezar la función. Ya no queda mucho por hacer en tal estado, apenas escribir y sangrar con las palabras. El gato en el film, simplemente significaba esa nueva oportunidad para un futuro, dedicado hacia los expectadores como nostálgicos cómplices.
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Dejo el link de la escena final, quizás para alentar la ilusión de que, a veces, la ficción es lo único cierto si así lo deseamos. (Se puede subtitular)
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laazoteainfra · 1 year
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Paternidad y precipicio
He aquí el mejor poema que he encontrado hasta la fecha, sobre ese amor que solo puede sentir un padre por su primogénito. Del genio chileno, Gonzalo Rojas.
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Crecimiento de Rodrigo Tomás
Libre y furioso, en ti se repite mi océano orgánico, hijo de las entrañas de mi bella reinante: la joven milenaria que nos da este placer de encantarnos mutuamente, desde hace ya una triple primavera.
¿Cómo reconstruirte si ya estás, oh Rodrigo Tomás, estirando en furor tu columna, tu impaciencia de ser el monarca? ¿Cómo reconstruirte para mejor hallarte en tu luz esencial, entre el fulgor de mis pasiones revolcadas, y esa persecución que va quemando los cabellos de María?
No sé por qué te busco en lo hondo de lo perdido, en esas noches en que jugué todos mis ímpetus por un espléndido abandono en poder de las olas lúgubres y sensuales, a merced de una brisa que me daba a gustar la ilusión del cautiverio, donde el libertinaje hace su nido.
No. Tu raíz es una estrella más pura que el peligro. Es el encuentro de dos rayos en lo alto de la tormenta. Es el hallazgo de la llave que te abrió la existencia y el presidio.
Antes de verte, en nadie vi tus ojos tiránicos. Sólo las hembras tienen la encarnada visión de su deseo. Ni pretendí heredero porque fui un poseído de mi propio fantasma. Hasta que me robé la risa de tu madre para besarla y estremecerla. A lo largo de un viaje a lo inmediato mío resplandeciente.
Ahora me pregunto cuál será el límite de tu carácter si tu médula espinal fue la flor de los vagabundos que seiban con los trenes, sin consultar siquiera el silbato de su azar. Mordidos por los prejuicios. Curtidos por el viento libre. ¿Si tu madre y tu padre quemaron sus entrañas para salvar tu fuego?
¿Pero qué importa nada si hoy, por último, estás ahí reunido en materia de encarnación radiante, oyéndome, entendiéndome, como nadie en este mundo podrá entender la tempestad de un parto? -Oh, todos los mundanos te dirán que las pasiones rematan en un beso.
Tu madre y yo dormíamos cuando nos gritaste: "Heme aquí". "¿Qué esperáis a arrullarme en las ruedas de vuestra fuga?" ¿Qué esperáis a participarme vuestro fuego? -Yo soy el invitado que aguardábais antes de ser ceniza".
Tu madre y yo dormíamos esa noche en la costa mientras el mar cantaba para ti desde la profundidad de nuestro sueño, con furor disonante, arrullando tus pétalos divinos.
Tu alta dinastía se remonta al resplandor de la nieve. A las noches en que tu madre quería verte tras nuestra única ventana y allí afuera la nieve era un diálogo ardiente entre mi desesperación y el bulto vivo que contenía tu relámpago.
Así, tu madre te alumbró frente a esas dignas piedras de Atacama con toda la entereza de su Escocia durmiendo en su mirada dimanatina. Te parió allí en la madrugada de Septiembre de un día fabuloso de la gran guerra mundial en cuyo primer acto yo también fui parido. Así en la pesadilla de un siniestro espectáculo, te alumbró con un grito que hizo cantar a las estrellas.
Oh, qué frío tan encendidamente gozoso el aire de tu aparición en este mundo: traías tu cabeza como un minero ensangrentado -harto ya de la obscuridad y la ignominia-: reclamabas a grandes voces un horizonte de justicia. Querías descifrarlo todo con tu llanto.
Te di para tu libertad la nieve augusta y el lucero. Yo fui tu centinela que te veló en el alba. Aún me veo, como un árbol, respirando para tus nacientes pulmones, librándote da la persecución y el rapto de las fieras. Ay, hijo mío de miarrogancia siempre estaré en la punta de ese paisaje andino con un cuchillo en cada mano para defenderte y salvarte.
Primogénito mío: tu casa era lo alto de la nieve de Chile. De la cobriza sierra te bajé hasta las islas polares. Te quise navegante. Te arranqué de los montes. Corrimos el desierto, las colinas, los prados, y entramos a la mar de tus abuelos por el Reloncaví de perla indescifrable.
Nos aislamos. Vivimos en trinidad y espíritu. El mar cantaba ahora en el huerto de nuestra casa. Tú respirabas hondo. Jugabas con la arena y la neblina. Por el Golfo lloraban sirenas en la noche. Los pescados venían a conversarte en tu lengua primitiva.
Me veo galopando en mi caballo a la siga de las nubes, remando para dar más brío a los veleros, cortado en la escotilla de la niebla, durmiendo encima de los sacos. Junto a corderos tristes, viendo bramar el Este enfurecido. Pensando en ti, en tu madre, poco antes de morirme.
Cuando llegaba el día, yo saltaba a la arena, corría por el bosque todavía empapado por la lluvia. Vosotros me mirabais como a un náufrago viviente y me dabais el beso de la resurrección y de la gracia.
Oh madera rajada por el hacha. Oh ladrido del viento sobre el Golfo, todos los días navegado. Adiós. Ya nos partimos de vosotros, oh peces. Dadle a Rodrigo Tomás la lucidez de vuestro pensamiento. Adiós, islas sombrías. Ya el rayo nos está llamando.
Trenes. Pájaros. Playas. Toda la geografía de Chile para ti, mi hambriento hidalgo. Mi bien nacido soplo: para ti todo el fuego. Para ti lo telúrico, lo enardecido. Todo lo que te haga crecer más lejos que el relámpago.
Tierra para tu sangre. Mar y nieve para tu entendimiento, y Poesía para tu lengua.
Oh Rodrigo Tomás: siempre estarás naciendo de cada impulso mío. De cada espiga de tu madre.
Cuando estemos dormidos para siempre, oh Rodrigo Tomás: siempre estarás naciendo.
Entonces, no te olvides de gritarnos: "Heme aquí". "¿Qué esperáis a arrullarme en las ruedas de vuestra fuga? ¿Qué esperáis a participarme vuestro fuego? - Yo soy el invitado que aguardábais antes de ser ceniza".
De Antología de aire (Santiago, Fondo de Cultura Económica, 1991)
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laazoteainfra · 1 year
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Le quitaron la ciudad a Shoichiro Aizawa.
Qué tanto sabemos sobre el desastre que ocasionó la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki. Y qué tanto es necesario saber si queremos solidarizarnos con las miles de víctimas.
Encontrar este, a primera vista, sencillo poema de Shoichiro Aizawa, hace a que a uno lo embargue una recreación vital, para contextualizar la importancia del "Yo poético", el verdadero fondo que ha sabido construirse. Tan parecido a un animal salvaje que decidió alejarse de su manada y ocultarse tras la hierba, solamente porque se sentía asustado.
Las imágenes de este texto nos hablan sobre lugares comunes, interrogantes, nostalgias, ¿adioses? Desde mi apreciación subjetiva, creo que se trata de un hombre mutilado parado frente a una ciudad en ruinas, sepultada, vuelta escombros, con un mar de cadáveres. Tan solo un hombre que se aferra a hacer preguntas al aire, sin poder aceptar su presente.
Dejo el poema y el vídeo donde aparece el propio Aizawa recitándolo. No sé si esa definición sea la correcta, ya que, cualquiera no esperaría que alguien se impusiera a leer así, enérgico, suplicante, y con el coraje que causa haberlo perdido todo, sin saber a quién más culpar.
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Foto hurtada del facebook personal de Aizawa.
Yo me acuerdo de donde estaba antes el cielo azul del otro día árboles mojados telas de araña debajo del alero olor a pan quemado olor del agua al atardecer lo abultado de la arena debajo de los pies lo terso de la baldosa del baño la piel erizada después de una lluvia torrencial el aliento de la vegetación el silbido del tren
Me acuerdo de donde estás ahora donde prendías fuego donde mamabas jugabas pisando sombras comías queso frío de soja cortabas cebollas y te salían lágrimas donde volcaste una olla y diste gritos
¿Sigue sonando la campana en la colina? ¿Sigue fluyendo ese río en que flotaban como una tristeza las costillas de un perro blanco? ¿Este año también la higuera en el jardín de atrás ha dado frutos? ¿No se ha secado todavía el pozo cuya polea está oxidada?
Shoichiro Aizawa en el V Festival de poesía de Puerto Rico.
Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=1OPuysEsICI
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laazoteainfra · 1 year
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Claire Keegan o la perversidad corporal.
El nuevo canon de escritoras ha venido incrementando los últimos años, dándonos a conocer nombres como: Guadalupe Nettel, Samanta Shweblin, Mariana Enríquez, Mónica Ojeda, entre otras. Eso, por su puesto, en el idioma español. Pero, ¿qué se está haciendo en distintas lenguas?, ¿quiénes son las referentes principales?
Vagando por las redes, de recomendación en recomendación, me encontré (trágico alivio) con Claire Keegan, la narradora irlandesa con apenas tres libros traducidos hasta la fecha. Uno de los cuales, es su cuentario "Antártida", título sencillo, paisajista, trágico, sabor a homicidios en la nieve sin nadie cerca.
Los personajes que Keegan desarrolla, son como títeres de un teatro infernal que están condenandos a morar incansablemente. Aunque sus libros resulten un poco difíciles de encontrar, siempre queda la opción de Buscalibre.com, la espera del envío valdrá la pena.
Les dejo aquí el que da título a su obra, espero lo lean de un solo tirón, para hacer de la experiencia algo memorable como tener fiebre en una habitación a oscuras y la boca cosida.
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ANTÁRTIDA
Cada vez que la mujer felizmente casada salía, se preguntaba cómo sería dormir con otro hombre. Ese fin de semana estaba decidida a descubrirlo. Era diciembre; sintió que se corría un telón sobre otro año. Quería hacer eso antes de ponerse demasiado vieja. Estaba segura de que se iba a desilusionar.
El viernes a la noche tomó el tren a la ciudad, se sentó a leer en un vagón de primera clase. El libro no llegó a interesarle; ya podía prever el final. Del otro lado de la ventana, las casas iluminadas pasaban veloces en la oscuridad. Había dejado afuera un plato de macarrones y queso para los chicos, había ido a buscar a la tintorería los trajes de su marido. Le había dicho que iba a hacer las compras de Navidad. No había razón para que no confiara en ella.
Cuando llegó a la ciudad, tomó un taxi hasta el hotel. Le dieron un cuarto pequeño y blanco, con vista a Vicar’s Close, una de las calles más antiguas de Inglaterra, una hilera de casas de piedra, con altas chimeneas de granito, donde vivía el clero. Esa noche se sentó en el bar del hotel a beber tequila con lima. Los viejos leían periódicos, no había mucho movimiento, pero no le importó, necesitaba una noche de descanso. Se metió en la cama que pagó y cayó en un sueño sin sueños, y se despertó con el sonido de las campanas que repicaban en la catedral.
El sábado fue hasta el shopping. Las familias habían salido a empujar cochecitos, a través de la muchedumbre matinal, un espeso torrente de personas que circulaba por las puertas automáticas. Compró regalos inusuales para los chicos, cosas que pensó no iban a imaginarse. Al hijo mayor le compró una afeitadora eléctrica —ya era hora—, un atlas para la niña y, para su marido, un costoso reloj de oro con esfera plana y blanca.
A la tarde se vistió, se puso un vestido color ciruela, tacos altos, su lápiz labial más oscuro y volvió al centro. Una canción de fonola, «La balada de Lucy Jordan», la atrajo al pub, una cárcel transformada, con barrotes en las ventanas y un techo bajo brillante. En un rincón, titilaban las máquinas tragamonedas y, en el momento en que se sentó en el taburete junto a la barra, por la canaleta cayó un montón de monedas.
—Hola —le dijo el tipo que estaba sentado al lado de ella—. No te había visto antes.
Tenía tez rojiza, una cadena de oro debajo de la camisa hawaiana de cuello abierto, cabello color barro y su vaso estaba casi vacío.
—¿Qué estás tomando? —preguntó ella.
Resultó ser un verdadero parlanchín. Le contó la historia de su vida, que trabajaba por las noches en un geriátrico. Que vivía solo, era huérfano, que no tenía familiares, salvo un primo lejano al que nunca había conocido. No llevaba anillo en el dedo.
—Soy el hombre más solitario del mundo —dijo—. ¿Qué hay de ti?
—Soy casada —le dijo, antes de saber lo que estaba diciendo.
Él se rio.
—Juguemos al pool.
—No sé jugar.
—No importa —dijo el hombre—. Te enseñaré. Vas a embocar esa negra antes de darte cuenta.
Puso monedas en una ranura y tiró de algo, y un pequeño estruendo de bolas de billar se derramó dentro de un agujero oscuro debajo de la mesa.
—Rayadas y lisas[1] —dijo, poniéndole tiza al taco—. O eres unas o eres otras. Yo empiezo.
Le enseñó a inclinarse y medir la bola, a observar la bola del taco cuando le daba, pero no la dejó ganar ni un juego. Cuando ella fue al baño, estaba borracha. No pudo encontrar la punta del papel higiénico. Apoyó la frente contra el frío del espejo. No recordaba haber estado tan borracha alguna vez. Bebieron sus copas y salieron. El aire le dolía en los pulmones. Las nubes se estrellaban unas contra otras en el cielo. Dejó caer la cabeza hacia atrás para verlas. Deseó que el mundo pudiera volverse de un rojo fantástico y escandaloso para combinar con su humor.
—Caminemos —dijo él—. Te llevaré a dar una vuelta.
Caminó a la par de él, oyendo el crujido de su campera de cuero, mientras él la guiaba por una vereda donde se curvaba el foso que había alrededor de la catedral. Afuera del Palacio del Obispo había un viejo que vendía pan duro para los pájaros. Le compraron y se quedaron junto al borde del agua, alimentando a cinco cisnes cuyas plumas se estaban poniendo blancas. Unos patos marrones cruzaron el agua volando y aterrizaron en el foso con un leve y delicado movimiento. En el momento en que un labrador negro se apareció a los saltos por la vereda, un desorden de palomas levantó vuelo al mismo tiempo, y se posó mágicamente sobre los árboles.
—Me siento como si fuera San Francisco de Asís — dijo ella riéndose.
Empezó a llover; sintió que la lluvia caía sobre su rostro como si fuera pequeñas descargas eléctricas. Volvieron sobre sus pasos hasta el mercado, donde se habían montado puestos protegidos por una lona alquitranada. Vendían de todo: libros hediondos de segunda mano y porcelana, grandes estrellas federales rojas, coronas navideñas, adornos de cobre, pescado fresco que yacía sobre hielo, con ojos muertos.
—Ven a casa —le dijo él—. Te cocinaré.
—¿Me cocinarás?
—¿Comes pescado?
—Como de todo —dijo la mujer y él parecía divertido.
—Conozco a las de tu tipo —dijo el hombre—. Eres salvaje. Eres una de esas mujeres salvajes de clase media.
Escogió una trucha que se veía como si todavía estuviese viva. El pescadero le cortó la cabeza y la envolvió en papel metalizado. A una mujer italiana que atendía el puesto al final de la feria el hombre le compró un frasco de aceitunas negras y un pedazo de queso feta. Compró limas y café de Colombia. Siempre, cuando pasaban delante de los puestos, le preguntaba a ella si quería algo. Era desprendido con el dinero, lo llevaba arrugado en los bolsillos, como si fuera facturas viejas, ni siquiera alisaba los billetes cuando los daba. Camino a la casa de él, se detuvieron en una licorería, compraron dos botellas de Chianti y un número de la lotería, todo lo cual ella insistió en pagar.
—Si ganamos, dividimos —dijo la mujer—. Vamos a las Bahamas.
—Sí, puedes esperar sentada —le dijo el hombre y la vio cruzar la puerta que él le había abierto. Pasearon por calles adoquinadas, dejaron atrás una barbería en la que un hombre, sentado con la cabeza hacia atrás, estaba siendo afeitado. Las calles se hicieron angostas y serpenteantes: ahora estaban fuera de la ciudad.
—¿Vives en los suburbios? —preguntó la mujer.
Él no respondió, siguió caminando. La mujer sintió el olor del pescado. Cuando llegaron a un portón de hierro forjado, él le dijo «dobla a la izquierda». Pasaron debajo de una arcada que daba a un callejón sin salida. Él abrió la puerta de una casa de esa cuadra y la siguió escaleras arriba en dirección al piso más alto.
—Sigue caminando —le decía, cuando ella se detenía en los descansos. Ella se reía nerviosa y subía, volvía a reírse nerviosa y volvía a subir. Arriba de todo se detuvo.
La puerta necesitaba aceite; los goznes chirriaron cuando se abrió. Las paredes del departamento no tenían adornos y estaban amarillentas, los alféizares estaban polvorientos. En la pileta de la cocina había una taza sucia. Un gato persa blanco saltó de un sofá en la sala de estar. Estaba abandonado, como un lugar donde ya no viviera nadie; olor a humedad, ningún signo de teléfono, ninguna foto, adornos, árbol de Navidad. El gomero del living se arrastraba por la alfombra en dirección a un cuadrado de luz que venía de la calle.
Había en el baño una gran bañera de hierro fundido, con patas de acero azul.
—Un baño —dijo ella.
—¿Quieres un baño? —preguntó el hombre—. Pruébala. La llenas y te metes. Vamos, adelante.
La mujer llenó la bañera, mantuvo el agua tan caliente como pudo soportarla. Él entró y se desnudó hasta la cintura, y se afeitó en el lavabo, dándole la espalda. Ella cerró los ojos y lo escuchó batir la espuma de afeitar, golpear la navaja contra el lavabo, afeitarse. Era como si ya lo hubieran hecho antes. Pensó que él era el hombre menos amenazador que hubiese conocido. Se apretó la nariz y se deslizó debajo del agua, oyendo cómo la sangre le bombeaba en la cabeza, el ajetreo y la nube en su cerebro. Cuando emergió, él estaba ahí, entre el vapor, limpiándose rastros de espuma de afeitar del mentón, sonriente.
—¿Te diviertes? —preguntó él.
Cuando él se puso a enjabonar una toalla de mano, ella se incorporó. El agua le caía por los hombros y le chorreaba por las piernas. Él comenzó por los pies y fue subiendo, enjabonándola lenta y enérgicamente. La mujer lucía bien a la luz amarilla de la espuma; levantaba los pies y los brazos y, ante su requerimiento, se daba vuelta como una niña. La hizo meterse nuevamente en el agua y la enjuagó. La envolvió en una toalla.
—Ya sé lo que necesitas —le dijo él—. Necesitas que te cuiden. No hay una sola mujer en el mundo que no necesite que la cuiden. No te muevas —añadió y salió para volver con un peine y comenzar a peinarle los nudos del cabello—. Mírate. Eres una verdadera rubia. Tienes vello rubio, como un durazno. —Y los nudillos de él se deslizaron por su nuca y siguieron por su columna.
Su cama era de bronce con un acolchado blanco de duvet y fundas de almohada negras. Ella le desabrochó el cinturón, se lo sacó de las presillas. La hebilla tintineó cuando tocó el suelo. Lo liberó de los calzoncillos. Desnudo no era bello, aunque había algo voluptuoso en él, algo inquebrantable y recio en su constitución. Tenía la piel caliente.
—Suponte que eres América —le dijo ella—. Yo seré Colón.
Debajo de la ropa de cama, entre la humedad de los muslos del hombre, ella exploró su desnudez. El cuerpo de él era una novedad. Cuando los pies de ella se enredaron en las sábanas, se las sacó de encima. En la cama, ella tenía una fortaleza sorprendente, una urgencia que lo lastimaba. Lo tomó del cabello y le llevó la cabeza hacia atrás, borracha con el olor de un extraño jabón en el cuello de él. El hombre la besó y la besó. No había ningún apuro. Sus palmas eran las manos ásperas de un obrero. Lucharon contra su deseo, combatieron contra lo que al final les iba a ganar.
Después, fumaron; ella no había fumado en años, había dejado después del primer hijo. Se estiraba para buscar el cenicero, cuando, debajo de su radio reloj, vio un cartucho de escopeta.
—¿Qué es eso?
Lo levantó. Era más pesado de lo que parecía.
—Ah, eso. Es algo que me regalaron.
—Qué regalo —dijo la mujer—. Parece que no solo te gustan los tiros del pool.
—Ven acá.
Ella se acurrucó contra él y rápidamente se durmieron, el adorable sueño de niños, y se despertaron en la oscuridad, hambrientos.
Mientras él se hacía cargo de la cena, ella se sentó en el sofá, con el gato en el regazo, y miró un documental sobre la Antártida, millas de nieve, pingüinos que arrastraban las patas con vientos bajo cero, el Capitán Cook navegando en busca del continente perdido. Él se apareció con una servilleta en el hombro y le ofreció una copa de vino helado.
—Tú —le dijo— tienes algo con los exploradores. —Y se inclinó sobre el respaldo del sofá y la besó.
—¿Con qué te ayudo? —preguntó la mujer.
—Con nada —respondió él y volvió a la cocina.
Ella bebió su vino y sintió cómo el frío le bajaba por el estómago. Lo podía oír cortando verduras, el hervor del agua sobre la hornalla. El olor de la cena flotó por los cuartos. Coriandro, jugo de lima, cebollas. Podría seguir borracha; podría vivir así. Él volvió y dispuso los cubiertos en la mesa, encendió una vela verde y gorda, dobló las servilletas de papel. Se veían como pirámides pequeñas y blancas, bajo la vigilancia de la llama. Ella apagó el televisor y acarició al gato. Su pelo blanco cayó en la bata azul oscura, de talla mucho más grande que la suya. Vio el humo del fuego de otro hombre del otro lado de la ventana, pero no pensó en su marido, y su amante tampoco mencionó la vida hogareña de ella ni una vez.
En cambio, con ensalada griega y trucha grillada, por alguna razón la conversación tuvo al infierno como tema.
De niña, le habían dicho que el infierno era diferente para cada persona, la peor de las situaciones posibles que uno imaginara.
—Siempre pensé que el infierno sería un sitio insoportablemente frío, en el cual una estaría medio congelada, pero sin perder la conciencia y sin sentir verdaderamente nada —dijo la mujer—. No habría nada, salvo un sol frío y el diablo, allí, mirándote.
Tembló y se sacudió. Estaba colorada. Llevó la copa a sus labios e inclinó el cuello hacia atrás mientras tragaba. Tenía un cuello hermoso y largo.
—En ese caso —dijo él—, para mí, el infierno estaría desierto; no habría nadie. Ni siquiera el diablo. Siempre quise considerar que el infierno está poblado. Todos mis amigos irán al infierno.
El hombre le echó más pimienta a su plato de ensalada y arrancó un pedazo blanco del centro del pan.
—En la escuela —dijo la mujer, sacándole la piel a su trucha—, la monja nos dijo que el infierno iba a durar toda la eternidad. Y cuando le preguntamos cuánto iba a durar la eternidad, nos contestó: «Piensen en toda la arena del mundo, todas las playas, toda la arena de las canteras, el lecho de los océanos, los desiertos. Ahora imagínense todos esos granos en un reloj de arena, una clepsidra gigante. Si por año cae un grano de arena, la eternidad es el lapso que a toda la arena del mundo le toma atravesar ese vidrio». ¡Qué te parece! Nos aterrorizó. Éramos muy niñas.
—Aún no crees en el infierno —dijo él.
—No. ¿Qué te creíste? Ojalá la hermana Emmanuel pudiera verme ahora, cogiéndome a un completo desconocido. Qué risa —dijo y, sacándole una escama a la trucha, comió un pedazo con las manos.
Él dejó los cubiertos de lado, apoyó las manos sobre sus propios muslos y se la quedó mirando. Estaba satisfecha, jugaba con la comida.
—De modo que piensas que también todos tus amigos irán al infierno —dijo la mujer—. Qué bien.
—Pero no al de tu monja.
—¿Tienes muchos amigos? Supongo que conoces gente del trabajo.
—A algunos —respondió—. ¿Y tú?
—Tengo dos buenos amigos —dijo ella—. Dos personas por quienes moriría.
—Tienes suerte —le dijo el hombre, y se levantó para hacer el café.
Esa noche, él fue voraz, entregándose totalmente a ella. No había nada que no habría hecho.
—Eres un amante generoso —le dijo ella más tarde, pasándole un cigarrillo—. Eres muy generoso y punto.
El gato se trepó a la cama y la sobresaltó. Había algo escalofriante en ese gato.
Las cenizas del cigarrillo cayeron sobre el acolchado, pero estaban demasiado borrachos como para preocuparse. Borrachos y descuidados y en la misma cama la misma noche. En realidad, todo era muy simple. Del departamento de abajo comenzó a subir música navideña. Canto gregoriano, monjes cantando.
—¿A quién tienes de vecino?
—Oh, a una viejita. Sorda como una tapia. Canta, también. Ahí abajo está en su mundo, tiene horarios extraños.
Se dispusieron a dormir; ella, con la cabeza apoyada en el hombro de él. Él le acariciaba el brazo, arrullándola como a un animal. La mujer imitó el ronroneo de un gato, haciendo sonar las erres de la manera en que le habían enseñado en las clases de castellano, mientras el granizo golpeteaba contra los cristales de las ventanas.
—Te voy a extrañar cuando te vayas.
Ella no dijo nada, se quedó ahí mirando cómo cambiaban los números rojos de la radio reloj hasta que se quedó dormida.
El domingo la mujer se despertó temprano. Durante la noche había caído una helada blanca. Se vistió, lo observó dormir, con la cabeza sobre la almohada negra. En el baño, miró dentro del botiquín. Estaba vacío. En el living, leyó los lomos de los libros. Estaban ordenados alfabéticamente. Atravesando el pavimento traicionero, se encaminó al hotel para pagar la cuenta. Se perdió y tuvo que preguntarle cómo seguir a una señora de aspecto preocupado y con un caniche. En el lobby del hotel resplandecía un gran árbol de Navidad. Su valija estaba abierta sobre la cama. La ropa olía a humo de cigarrillo. Se duchó y se cambió. La mucama llamó a las diez, pero ella le indicó que se fuera, le dijo que no la molestara, le dijo que nadie debería trabajar los domingos.
En el lobby, se sentó en la cabina de teléfono y llamó a su casa. Preguntó por los chicos, por el tiempo, le preguntó a su marido cómo había sido su día, le contó los regalos que les había comprado a los chicos. Volvería a los cuartos desordenados y revueltos, a los pisos sucios, a las rodillas lastimadas, a un vestíbulo con bicicletas y skates. Preguntas. Cortó, se dio cuenta de que detrás de ella había una presencia que esperaba.
—Nunca dijiste adiós.
Ella sintió la respiración de él en su cuello.
Ahí estaba, una gorra de lana negra le cubría las orejas, ocultándole la frente.
—Dormías —respondió.
—Te escabulliste —le dijo el hombre—. Eres discreta.
—Yo…
—¿Querías escabullirte para almorzar y emborracharte? —dijo, empujándola dentro de la cabina y besándola, un beso largo y húmedo—. Me desperté a la mañana con tu olor en las sábanas —le dijo—. Fue hermoso.
—Envásalo —respondió ella— y nos haremos ricos.
Almorzaron en un lugar con paredes de dos metros, ventanas en arco y piso de lajas. Su mesa estaba al lado del fuego. Comiendo carne asada con Yorkshire pudding, volvieron a emborracharse, pero no hablaron mucho. Ella bebía Bloody Marys y le decía al mozo que no fuera tímido con la salsa tabasco. Empezaron con cerveza, luego pasaron a los gin tonics, todo lo que pudiese alejar la perspectiva inminente de su separación.
—Por lo general, yo no bebo así —dijo la mujer—. ¿Y tú?
—No —dijo él y le hizo una seña al mozo para que trajera otra ronda.
Se tomaron más tiempo del debido con el postre y los diarios dominicales. Vino la patrona y echó más leña al fuego. En un momento dado, mientras daba vuelta la página del diario, ella levantó la vista. Él le estaba mirando fijo la boca.
—Sonríe —dijo el hombre.
—¿Qué?
—Sonríe.
Sonrió y él se estiró para poner la punta de su dedo índice contra los dientes de ella.
—Listo —le dijo, mostrándole un pedacito de comida —. Ya está.
Cuando pasaron por el mercado, caía una niebla espesa sobre la ciudad, tan espesa que ella apenas podía leer los carteles. Los vendedores domingueros rezagados, salidos para hacer las ventas de Navidad, mostraban sus porcelanas.
—¿Terminaste con las compras de Navidad? —preguntó ella.
—No. ¿Acaso tengo a alguien a quien regalarle algo? Soy huérfano. ¿Recuerdas?
—Lo siento.
—Vamos. Caminemos.
Él la tomó de la mano y la condujo por una calle sucia que daba a un bosque negro, más allá de las casas. Le apretaba la mano; a ella le dolían los dedos.
—Me estás lastimando —le dijo.
Dejó de apretarla, pero no se disculpó. La luz abandonaba el día. El atardecer avanzaba sobre el cielo, sobornando a la luz para que oscureciese. Caminaron un buen rato sin hablar, limitándose a sentir el silencio del domingo, oyendo a los árboles que se tensaban contra el viento helado.
—Me casé una vez, estuve en África de luna de miel —dijo repentinamente el hombre—. No duró. Tenía una casa grande, muebles, de todo. Era una buena mujer; también, una maravillosa jardinera. ¿Viste la planta esa que hay en mi living? Bueno, era suya. Durante años estuve esperando que se muriese, pero la mierda esa sigue creciendo.
Ella recordó la planta que reptaba por el piso, del tamaño de un hombre adulto, con una maceta no más grande que una cacerola, las raíces secas enmarañadas sobre la maceta. Un milagro que todavía estuviera viva.
—Hay cosas sobre las que uno no tiene control —dijo el hombre, rascándose la cabeza—. Me dijo que sin ella no duraría ni un año. Ja, se equivocó —agregó y la miró sonriéndole, una extraña sonrisa de victoria.
Para entonces ya se habían adentrado mucho en el bosque; salvo por el sonido de sus pasos sobre el camino y por la franja de cielo entre los árboles, ella podría no haber estado segura de dónde estaba el sendero. De pronto, él la agarró y la tiró debajo de los árboles, la empujó contra un tronco. Ella no podía ver. Sintió la corteza a través del abrigo, el vientre de él contra el suyo, pudo oler el gin en su aliento.
—No me olvidarás —le dijo él, sacándole el cabello de los ojos—. Dilo. Di que no me olvidarás.
—No te olvidaré.
En la oscuridad, pasó sus dedos por el rostro de ella, como si fuera un ciego tratando de memorizarla.
—Tampoco yo te olvidaré. Algo de ti quedará latiendo acá —dijo el hombre, tomándole la mano y poniéndola dentro de su camisa. Ella sintió latir el corazón del hombre debajo de su piel caliente. Él la besó entonces como si en la boca de ella hubiese algo que quería. Palabras, probablemente. En ese momento repicaron las campanas de la catedral y ella se preguntó qué hora era. Su tren partía a las seis, pero había empacado todo, no había prisa.
—¿Ya dejaste el hotel?
—Sí —se rio ella—. Creen que soy la pasajera más pulcra que jamás tuvieron. Mi equipaje está en el lobby.
—Ven a mi casa. Te llamaré un taxi, voy a despedirte.
Ella no estaba de ánimo para sexo. Mentalmente, ya se había ido, se encontraba con su esposo en la estación. Se sentía limpia, plena y afectuosa; lo único que ahora quería era un buen sueñito en el tren. Pero, finalmente, no pudo pensar en ninguna razón para no ir y, a modo de regalo de despedida, le dijo que sí.
Salieron de la oscuridad del bosque, caminaron por Vicar’s Close y aparecieron debajo del foso, no lejos del hotel. Había gaviotas. Revoloteaban sobre las aves acuáticas, se lanzaban en picada y se apoderaban del pan que un grupo de estadounidenses les arrojaba a los cisnes. Ella recogió la valija y caminó por las calles resbalosas hasta la casa de él. Las habitaciones estaban frías. Los platos sucios del día anterior habían quedado en remojo en la pileta, había un reborde de agua grasienta sobre el aluminio. Un resto de luz se filtraba por el espacio que quedaba entre las cortinas, pero el hombre no encendió la luz.
—Ven —le dijo.
Se sacó la campera y se arrodilló ante ella. Le desabrochó las botas, desatando los cordones lentamente, le sacó las medias, le bajó la bombacha hasta los tobillos. Se incorporó y le abrió cuidadosamente la blusa, contempló los botones, le bajó el cierre de la falda, deslizó el reloj de la mujer hasta tenerlo en la mano. Luego, buscó debajo del cabello de ella y le sacó los aros. Eran aros colgantes, hojas de oro que el marido le había regalado para su cumpleaños. La desnudó; tenía todo el tiempo del mundo. Ella se sentía como una niña a la que van a acostar. No tenía que hacer nada con él, para él. Ningún deber, lo único era estar ahí.
—Acuéstate —le dijo.
Desnuda, se dejó caer sobre el acolchado.
—Podría dormirme —dijo, cerrando los ojos.
—Todavía no —respondió él.
El cuarto estaba frío, pero él transpiraba; ella podía oler su transpiración. Con una mano, le inmovilizó las muñecas por encima de la cabeza y le besó la garganta. Una gota de sudor cayó sobre el cuello de ella. Se abrió un cajón y algo hizo un ruido metálico. Esposas. La mujer se sobresaltó, pero no pensó con la suficiente rapidez como para oponerse.
—Te va a gustar —le dijo él—. Confía en mí.
La esposó a la cabecera de la cama de bronce. Una parte de la mente de ella entró en pánico. Había en él algo premeditado, algo callado y avasallador. Más gotas de sudor cayeron sobre ella. Sintió el gusto picante de la sal en la piel de él. Retrocedía y avanzaba, la hizo pedir más, acabar.
El hombre se levantó. Salió y la dejó allí, esposada a la cabecera. Se encendió la luz de la cocina. Ella olió el café, lo oyó cascar huevos. Volvió con una bandeja y se sentó a su lado.
—Tengo que…
—No te muevas —dijo con tranquilidad. Estaba absolutamente sereno.
—Sacame las…
—Shhhh —dijo—. Come. Come antes de irte. —Y le extendió un pedazo de huevo revuelto pinchado a un tenedor, y ella lo tragó. Tenía gusto a sal y pimienta. Volvió la cabeza. En el reloj se leía 5.32.
—Dios, mira la hora que…
—No blasfemes —le dijo—. Come. Y bebe. Bebe esto. Ya traigo las llaves.
—¿Por qué no…?
—Vamos, bebe. Anda. Bebí contigo, ¿recuerdas? Todavía esposada, bebió el café de la taza que él le acercó a la boca. Fue apenas un minuto. Sintió una sensación cálida y oscura, y luego se durmió.
Cuando despertó, él estaba de pie, en la brutal luz fluorescente, vistiéndose. Seguía esposada a la cama. Trató de hablar, pero estaba amordazada. Uno de sus tobillos también estaba esposado a la pata de la cama con otro par de esposas. Él continuaba vistiéndose, abrochándose la camisa de jean.
—Tengo que ir a trabajar —dijo, atándose los cordones—. No tengo otra.
Salió y volvió con una palangana.
—Por si te hace falta —dijo, dejándola sobre la cama.
La arropó y luego la besó, un beso rápido y normal, y apagó la luz. Se detuvo en el vestíbulo y se volvió hacia ella. Su sombra se irguió amenazante sobre la cama. Ella abrió grandes los ojos, suplicante. Trató de alcanzarlo con los ojos. Él estiró las manos y le mostró las palmas.
—No es lo que crees —le dijo—. No es para nada eso. Te amo. Trata de comprender.
Y entonces se dio media vuelta y se fue. Lo oyó irse, lo oyó en las escaleras, un cierre relámpago que se cerraba. La luz del vestíbulo se apagó, el portazo, lo oyó caminar sobre el pavimento, los pasos menguantes.
Frenética, hizo lo que pudo para sacarse las esposas. Hizo de todo para liberarse. Era una mujer fuerte. Intentó separar la cabecera, pero cuando logró zafar de un codazo la sábana, descubrió que estaba sujeta con pernos al elástico. Durante un buen rato se sacudió en la cama. Quería gritar «¡Fuego!». Eso es lo que la policía les decía a las mujeres que gritaran en una emergencia, pero, con la venda, no podía articular. Se las arregló para apoyar el pie libre en el suelo y para patear sobre la alfombra. Luego se acordó de la abuela sorda del piso de abajo. Pasaron horas antes de que se calmase para pensar y oír. Su respiración se estabilizó. Oyó que en el cuarto de al lado la cortina golpeaba. Él había dejado abierta la ventana. Con la conmoción, el acolchado había caído al piso y ella estaba desnuda. No podía alcanzarlo. Entraba frío, inundando la casa, llenando los cuartos. Tembló. El aire frío baja, pensó. De a poco, los temblores pasaron. Un entumecimiento persistente le fue ganando el cuerpo; se imaginó que la sangre reducía la velocidad en sus venas, que el corazón se le encogía. El gato saltó y aterrizó en la cama, trazando círculos sobre el colchón. Su rabia embotada se transformó en terror. Eso también pasó. Ahora, la cortina de la habitación de al lado golpeaba más rápido: el viento era más fuerte. Pensó en el hombre y no sintió nada. Pensó en su esposo y en sus hijos. Tal vez nunca la encontrarían. Tal vez nunca volvería a verlos. No importaba. Podía ver su propio aliento en la oscuridad, sentir el frío que le atenazaba la cabeza. Empezaba a emerger sobre ella un frío y lento sol que iluminaba el este. ¿Era su imaginación o era la nieve que caía más allá de los vidrios de las ventanas? Contempló el reloj sobre la mesa de luz, los números rojos que cambiaban. El gato la observaba, sus ojos oscuros como semillas de manzana. Pensó en la Antártida, en la nieve y en el hielo y en los cuerpos de los exploradores muertos. Luego pensó en el infierno; después, en la eternidad.
[1] Stripes and Solids, en el original. El personaje se refiere a una variante del pool según la cual, luego de que los jugadores eligen bolas rayadas o lisas, uno de ellos señala qué bola va a embocar en la tronera. Si lo hace, el otro jugador debe beber un número de tragos de cerveza que se corresponda con el número de la bola. Pero si el primer jugador no lo logra, es él quien debe beber la cerveza. El sentido del juego es emborrachar al contrincante. (N. del T.)
*Traducción: Jorge Fondebrider
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