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elchicobobby · 5 years
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V Segundo piso – Laura Lafañe, asistente legal
Si no sé tanto de política como vos no me importa, porque sabés qué, no me importa, así sin más, no tengo que explicarte por qué no me importa saber tanto como vos, es más, no me importa no saber nada de política y punto. Si algo debería importarme es saber cómo acercarme a alguien, porque sí sé cómo acercarme, pero siempre al que mira, al que me espía, al que me guiña y me invita, porque la gente me mira directo, me guiña, y aunque a veces no me invitan igual se me acercan, y así es fácil, porque no tengo que acercarme yo, y si ellos se acercan, si me invitan un trago, dos, un cigarrillo, si ellos me invitan aunque sea una pitada es fácil, porque no tengo más que mover un poco la cabeza, acomodarme un poco el pelo, y si veo que les cuesta acercarse, acomodarme el pelo pero como escondida, porque a veces son tímidos, ¿sabés?, y si me escondo un poco se sienten más seguros; entonces se acercan y no tengo más que sonreír como lo hice cuando me miraron de reojo desde la segunda mesa del bar, o desde la punta de la barra, sonreír así, inalcanzable, apolítica y desinteresada, y si me preguntan quién soy, retrucar, porque el foco no debe estar puesto en mí, preguntar quién es él, sólo eso, para descolocarlo y seguir inalcanzable, aunque algo interesada, muy poco interesada, muy poco… no sé, como esas mujeres que desde los setenta nos miran desde la barra y de seguro siguen ahí, tal vez incluso estén desde antes pero siguen ahí, siempre impecables, con sus vestidos rojos, y así es fácil, si sabés cómo imitarlas es fácil, y por eso te digo, un vestido corto, porque rojo a veces me parece muy llamativo, pero un vestido negro, corto, siempre corto, porque eso y la sonrisa son las verdades que nos regalan desde la barra las mujeres de Hollywood y es lo que hay que ofrecer, regalar sólo si una espera algo a cambio, y entonces sí ofrecer una sonrisa, la misma sonrisa desde que lo mirara de reojo, al tiempo que él me miraba también de reojo, o no, y con ofrecerle esa sonrisa, con preguntarle quién es él y aceptar el cigarrillo y si se puede dejar que lo encienda, con eso basta, alcanza y sobra, y así, con una sonrisa distinta, una sonrisa de satisfacción, sin mover más que las piernas para descruzarlas y volver a cruzarlas, una logra algo, así como sin querer, pero no lo entendés, mirá la cara que me ponés, cara de rechazo, mirá, cara de desprecio, la misma que debo poner yo cuando me hablás de tu vida, seremos compañeras de trabajo pero sólo somos eso, compañeras, y así como yo soporto tus charlas sobre la nada misma, en esos casos te digo que quisiera poner esa cara de desprecio que vos ponés ahora, pero al menos tengo la decencia de no dejar que la veas, y en cambio sonrío para que pienses que somos compañeras y nada más, pero debo confundirme de sonrisa, porque de inmediato te das cuenta de que sonrío y me malinterpretás y entonces hablás más rápido; yo, por cortesía, trato de sonreír de tal forma que te des cuenta de que en serio no somos amigas sino sólo compañeras, pero como te faltan los anteojos no me ves, o será que en algún momento, desde que salí de la casa del tipo que ayer creyó conquistarme en el bar hasta llegar acá, habré perdido la capacidad de actuar, de simular, y debe ser por eso que no entendés que nosotras dos tampoco somos cómplices de ninguna historia, menos cuando la protagonista de todas ellas es siempre la misma tonta que hace siempre el mismo papel de ama de casa, frustrada pero independiente, aunque eso nunca me pareció posible, frustrada, independiente y tonta, más tonta que independiente, por supuesto, y te digo que vos te parecés bastante a esta actriz española de la que no recuerdo el nombre, y sabés qué, me das pena, a veces me das hasta rechazo, y es fuerte hablar de rechazo pero debe ser eso, rechazo, querida, pero al menos tengo la delicadeza de no ensuciar el ambiente laboral con caras como la tuya, a pesar de que estoy segura de que, como Carmen Maura, esa es la actriz que te decía, también compartís tu vivienda con tu suegra, tu marido y tu hijo, igualita a Carmen Maura, pero más que nada con tu suegra, y es eso lo que te hace tan tonta y tan, pero tan dependiente, y a pesar de eso te sonrío, a pesar de estar segura de que no compartís, compartiste en todo caso, porque no es posible que todavía lo compartas, no es posible que tu suegra y tu marido sigan acá, y tampoco es posible que vos estés acá, te delata la falta de maquillaje, querida, después de tantos años no llegaste a aprender que el maquillaje no es sólo maquillaje, no, querida, el maquillaje es la sonrisa de la mujer cuando no sonríe, y entenderlo no puede ser tan difícil, si sos inteligente, seamos realistas, si no fueras inteligente no estarías acá, y si fueses aún más inteligente tampoco, pero si fueras brillante sabrías que la sonrisa es poder, y el maquillaje doble sonrisa, cabello suelto, cuello perfumado, pero está más que claro que brillante no sos, porque mientras nos miramos a través del espejo del baño de damas es evidente que no lográs captar mi sonrisa, y también es evidente que los lentes ya no te sirven, porque mi sonrisa es justo la que planeé a lo largo de cinco cuadras y media y el espejo lo confirma, pero tampoco lográs ver que hay más arrugas cerca de tus labios que de tus ojos, aunque todas hablen de lo mismo, de tu falta de sonrisa, y me das pena, vos, tu suegra y tus hijos pero tu marido no, tu marido me da lástima, y es más fuerte hablar de lástima que de rechazo, pero tu marido me da más lástima que vos, más lástima de la que me dio el director la primera vez que lo vi sentado solo en la barra del bar de Suipacha, la primera vez que lo vi sentarse y pedir un whisky sin hielo, sin orgullo, sin nada, y tanta lástima me dio verlo rendirse en el banquillo, yo, que regalaba sonrisas desde mi taburete desde tiempo antes de que inaugurara el bar, desde antes de que Hollywood le diera a la mujer labios para conquistar, ojos para observar, deseos que satisfacer, desde mucho antes, y desde ese mismo lugar veía al director, sólo tuve que esperar unas semanas, preguntarle al chico de la barra quién era el hombre que pedía un whisky sin hielo todos los lunes y todos los miércoles, averiguar si lo había dejado su mujer o un amigo, averiguar qué necesitaba y esperar, siempre con las piernas cruzadas debajo de la barra, al siguiente miércoles, pedir un trago puro para mí también y esperar que el hombre levantara la mirada para espiarme desde el fondo de su vaso, porque todo era cuestión de sonreír, de ocultar el pelo y luego llevar al hombre, porque no es que a una la lleven, a una la acompañan tal vez, llevarlo a su casa y decirle que está todo bien, que ya podía dejar de beber, y sólo con sacarle el tercer vaso de whisky doble y apoyarlo sobre la mesa de luz de su cama, con tomar su mano y desabrochar su camisa supe que tanta lástima no me daba, ya que desde entonces más que lástima me daba dinero, y la lástima habrá quedado con él en el directorio de su séptimo piso, pero el dinero quedó conmigo en este mismo piso donde vos, Carmen Maura, me devolvés una mirada rugosa, pero será que entonces soy Verónica Forqué, una que regala desde su oficina sonrisas imparciales que, a diferencia de tus arrugas, Carmen Maura, no hacen distinción de partidos, pero te confieso algo, porque a fin de cuentas somos compañeras: la sonrisa a veces necesita de labial; y me da vergüenza, pero te confío esto porque a veces me hace falta una compañera, porque a veces el labial no alcanza, y el uniforme trajeado de los doctores de la ley también se cae, muchas veces se cae el uniforme y todo lo que oculta, y eso me avergüenza, porque entonces Carmen Maura vendría a ser yo, que compartía el piso con algo peor que una suegra, que comparte, porque, aunque esto sea algo impredecible, vos Chus Lampreave seguís acá para arrugarte, vos y tu mirada política, todas nosotras personajes  de esa película de la que ya no recuerdo el título, porque yo supe ser Carmen Maura avergonzada al entrar al estudio de abogados, Carmen Maura ligada al trabajo y desligada de la barra, Carmen Maura en la primera escena de aquella película, insatisfecha y revolucionada, siempre poderosa, aunque ausente de sonrisas, Carmen Maura enfocada desde el interior de la impresora, del horno, la fotocopiadora y el lavarropas, Carmen Maura que acepta el cumplido del uniformado, que desafía al trajeado y mira desde sus ojos la impotencia que aqueja al doctor del séptimo piso, Carmen Maura insatisfecha, Carmen Maura que desea algo más que su trabajo, Carmen Maura por última vez, Carmen Maura cuando a Verónica Forqué se le descorre la pintura, Carmen Maura sólo por algunos segundos al año, Verónica Forqué, ahora recuerdo esa ocasión en la que fui la impasible Carmen Maura de los primeros minutos, de las primeras escenas, Verónica Forqué el resto de las horas, y ahora le doy consejos a Chus Lampreave al tiempo que me emparejo las pestañas, me dibujo los labios, Verónica Forqué, desapruebo la mirada anticuada y política de Chus Lampreave pero igual sonrío, porque algo de Carmen Maura también debe tener, Verónica Forqué, sonrío y busco al nuevo pasante del estudio, el nuevo nieto de Chus Lampreave, lo sigo, Veronica Forqué, me impaciento y recojo el expediente que se le ha caído, y que no hace diferencia entre realistas y románticos, lo pierdo de vista, Verónica Forqué ajena a los maridos, a los hijos, a los nietos, Verónica Forqué ajena a las magdalenas, al cementerio, a las bolsas de plástico y a las de tela, pero jamás Verónica Forqué ajena al dinero, jamás Verónica Forqué ajena a los hombres, a los trajes, a los pasantes, me abrocho el segundo botón de la camisa para volver a desabrochármelo, Verónica Forqué disfrazada ante la desaprobación de los anteojos de Chus Lampreave, Verónica Forqué frente al pasante que me ha buscado con la mirada, Verónica Forqué impasible ante el pasante, Verónica Forqué al tomar lo que considera propio y, dentro de la sala de máquinas, lo hace suyo, porque, para ser sincera, las apariencias importan, y a primera vista el joven pasante no resulta demasiado delgado, y los brazos son en verdad musculosos, el torso para nada escuálido, las piernas de un verdadero deportista, y es cierto que el hombre no satisface a una mujer con la apariencia, pero, Verónica Forqué, me siento algo más que atraída aunque nunca llevada, no me importa no saber tanto de política como vos, Chus Lampreave, porque si algo sé bien es cómo acercarme al que me mira y me sonríe, despojo al pasante de lo que queda de su ropa, excitada ante la oscuridad, reprimo los gemidos al mínimo posible y llevo mi excitación al máximo, Carmen Maura, veo su uniforme perder firmeza, desprecio al pasante, al uniformado, este cuarto piso, a Chus Lampreave, Carmen Maura por unos segundos, Carmen Maura con el maquillaje descorrido y la blusa en el suelo, Carmen Maura revive la escena y me río, me frustro, el pasante de traje una vez más, ridiculizado por una Verónica Forqué transfigurada en Carmen Maura, Carmen Maura por unos segundos, Carmen Maura las horas en solitario, al desayuno, entre sollozos, a escondidas, Carmen Maura que no sabe de política, hombres o dinero, Carmen Maura nunca más.
Capítulo de la novela La sonrisa de la traición, Esteban Rauch, Editorial Azul Francia, 2019.
Diseño de tapa Belén Rizzaro
Para comprar el libro en preventa: http://tiny.cc/lajgbz
Presentación el jueves 12 septiembre en Rebelión, Palermo, CABA.
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elchicobobby · 6 years
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amigxs, les dejo este poema que escribí hace ya muchos meses y que no me aguantaba las ganas de regalar 💜 lo pueden leer en mi nuevo tumblr, donde voy a empezar a dejar algunos poemas poco serios pueden regalárselo a quien ustedes quieran 🎀
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elchicobobby · 6 years
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autobombo
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elchicobobby · 7 years
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La velocidad de los rumores
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Ramírez no fue ni el mejor ni el peor jugador en la historia del tradicional club Chacarita Juniors. Hasta podría decirse que no fue ni el mejor ni el peor de su camada, la del año sesenta y ocho. Ramírez era apenas un jugador más de aquella camada, que a su vez tampoco sería ni la mejor ni la peor de todas las que supieron desfilar por los fríos pasillos del club.
El día en que Chacarita peleaba por salvarse del descenso ante el equipo de Huracán, a pocas cuadras de la cancha, la inminente madre de Ramírez, embarazada de ocho largos meses, aguardaba el comienzo del partido postrada en la cama de fierros oxidados donde había dado a luz a ocho hijas mujeres, y en la que su madre la había dado a luz a ella. Asistida por una tropa de jovencitas bien entrenadas en la disciplina marcial del mantenimiento de la casa, la señora Ramírez exigía a sus hijas que ubicaran el televisor en un lugar donde pudiera ver el partido, y así ella, que mucho antes de ser madre había sabido ser hincha fanática del club de Villa Maipú, se las arreglaba para alentar al equipo del que su madre había sido socia incondicional, la madre de su madre afiliada y seguidora, y su bisabuela vitalicia incurable, todas ellas más sus hijas fanáticas incondicionales y seguidoras incurables por mandato familiar. Incapaz de soportar la presión de un partido de semejante magnitud, de un encuentro tan histórico y determinante, que si bien cuarenta años más tarde tal vez no llegara a figurar en los portales de búsquedas de internet que reemplazarían los archivos municipales y las bibliotecas nacionales, pero sí quedaría en el recuerdo de los simpatizantes del tricolor, la madre de Ramírez, con el silbatazo inicial, entró en trabajo de parto. Por cada falta cometida por un jugador funebrero, la madre de Ramírez gritaba “vamos, carajo”, y hacía fuerza tanto para acompañar al equipo como para expulsar al niño que llevaba en su vientre. Por cada falta que recibía su equipo soltaba el correspondiente gemido de dolor, se tomaba el peroné con las dos manos y exclamaba “me está matando, referí”, mientras sus hijas la asistían al borde de la cama. En cada lateral, ella levantaba la cabeza y sus hijas presurosas le cambiaban la almohada y las toallas que absorbían la transpiración. El partido sumaba minutos y contracciones. Comenzado el segundo tiempo, las patadas del conjunto de Huracán se volvieron más feroces, y sus disparos al arco cada vez más certeros. A instantes del final la señora Ramírez, fatigada, exhausta, con las piernas abiertas apoyadas sobre los extremos de la barandilla metálica con que contaba la cama, espiaba el televisor por sobre los volados de su camisón y le pedía a la mayor de sus hijas, con la afónica voz de un director técnico, que no le tapara la vista, que se agachara de una buena vez. Ramírez nació con el grito de su madre, que no era otro que un grito de gol. Un jugador de nombre Juan Carlos y de apellido Puntorero mandaba la pelota al fondo de la red de Huracán y la alegría era, tanto en el estadio de Chacarita como en la casona de la familia Ramírez, completamente tricolor. Las vecinas contarían, mucho tiempo después y con gran devoción, que cuando el pequeño Juan Carlos Ramírez nació, un temblor sacudió el barrio entero. Ramírez fue desde siempre el niño mimado de la familia. Único varón y el menor de ocho hermanas, creció entre privilegios, malcriado con toneladas de afecto y cariño. Las mujeres de la familia, maravilladas, se agolpaban ya desde la cuna alrededor del moisés y metían la cabeza por debajo del móvil, que sostenía dos pelotas de fútbol de tela roja y negra, para mirar al niño de cerca. La madre se empeñó en cumplir todos los deseos de su hijo, y para su primer cumpleaños le regaló la camiseta del club de sus amores firmada por todo el plantel, desde el arquero hasta el goleador, incluidos también el preparador físico, el utilero y algún que otro alcanzapelotas que algún día llegaría a jugar en Primera. En su adolescencia, Ramírez entró en las divisiones inferiores de Chacarita, aunque, como ya se dijo, no fue ni el mejor ni el peor de aquella camada del club, sino más bien un jugador común y corriente, uno del montón, de los tantos que no llegarían  a jugar en Primera y que terminarían por dedicarse a otra cosa, tal vez a atender un local de electrodomésticos, administrar una panadería o a poner un maxikiosco. Los martes y jueves de cada semana asistía a los entrenamientos de las inferiores junto a sus compañeros de equipo y a los amigos del barrio. Allí cumplían con arduas rutinas de campo, interminables repeticiones de pases y cabezazos, extenuantes corridas laterales y frontales, y piques desde el arco hasta mitad de cancha. Ramírez era, siempre lo fue, un pibe de barrio, un tipo querido en el club. Sus amigos lo apreciaban por ser buena gente, sus compañeros por ser sólido en la defensa, y sus entrenadores por ser educado. Pero, como sucede con todo jugador de fútbol, a Ramírez más que el fútbol lo apasionaban las mujeres, y para el caso era, además, y antes que nada, exitoso con ellas, lo que por otra parte lo recubría de cierto carisma, de cierta mística que nadie terminaba de explicarse, pero que en sus compañeros generaba cierta devoción. Los días sábados, tras haber disputado el partido, Ramírez concurría al pequeño prostíbulo de la cuadra y le llevaba a la madama una colección de púberes incondicionales que lo seguían y que, de acuerdo al resultado, necesitaban festejar un triunfo, o consolarse tras una derrota con una mujer que les mintiera, que les dijera que para ellas eran campeones, que una derrota no significa nada, que el resultado es olvidable y el éxito efímero. En esas ocasiones a Ramírez lo atendía una agraciada mulata que le decía al oído que no debía preocuparse, que el fútbol no tenía gracia ni belleza, y Ramírez, convencido, se dejaba llevar entre sus piernas y sus palabras. Y resulta que Ramírez no sólo era querido y apreciado en el club sino también en el prostíbulo, donde además era codiciado: las señoritas de su edad se peleaban por ocupar los turnos de los sábados por la noche, y, en secreto y bajo las sábanas, le ofrecían no cobrar nada si él les prometía exclusividad. La madama y las mujeres de mayor trayectoria que manejaban el lugar le daban cobijo, compartían sus intimidades, y alguna que otra mujer, más osada que las demás, entre confidencia y confidencia abría de a poco su escote para, cuando el pibe Ramírez menos lo esperaba, dar el zarpazo y dominarlo. Las ancianas enclenques, recluidas en cuartos tan gastados como ellas, lo espiaban desde las puertas entreabiertas, y, aún vigentes, intentaban conquistarlo con ciertos secretos del oficio que conservaban y que sabían atraer a una clientela de variada edad. Ramírez las conoció a todas por igual. Mucho antes de que lo hiciera la mayoría de los grandes jugadores de su época, él debutó en un minúsculo estadio de quince metros cuadrados iluminado por luces rojas y violetas, donde una experimentada mujer le enseñó con paciencia y delicadeza una sucesión de pases, gambetas, fintas y desmarques, movimientos propios de un goleador. En aquel complejo de puertas cerradas y sin público visitante, Ramírez aprendió a jugar y a ganar. Al poco tiempo, ya dotado de confianza, seguridad y algo más, le resultó indispensable conocer a otras mulatas, a otras madamas, otras señoritas de barrio que, aunque del barrio, al menos no fuesen hermanas y madres de sus compañeros de equipo. El prostíbulo, el club y el barrio mismo ya le quedaban chicos. Se preparó entonces para enfrentar desafíos más importantes, para lograr hazañas mayores, más delgadas, excitantes y prominentes, más exigentes y audaces, con corsé y medias de encaje: soñaba con rivales más rubias, más morenas, más mulatas que lo habitual, y así fue como Ramírez hizo las valijas y emprendió viaje para convertirse en un gigoló latinoamericano, en un playboy funebrero, en un James Dean sin campera de cuero y con pantaloncitos de fútbol. Al romper con todos los esquemas del pequeño barrio que lo vio partir, su madre y sus hermanas lo lloraron de tristeza y emoción, mientras las trabajadoras del puticlub se lamentaban y guardaban, cada una en su billetera, y la billetera en la mesa de luz, pequeñas fotos carnet del joven Ramírez que harían más soportable la espera y menos solitarias las noches sin clientes. Ramírez redefinió los conceptos del deporte clandestino que se practicaba cerca de su casa, allá en Villa Maipú, a pocas cuadras del estadio de Chacarita. En ciudades desconocidas, gambeteó férreas defensas femeninas, arremetió contra tímidos rechazos inconclusos, ganó partidos que parecían destinados a fracasar y rompió pudorosas vallas que habían sabido permanecer intactas. Su leyenda se extendía cada noche, con cada aventura que emprendía. Afrentó partidos con gran inferioridad numérica, flanqueado por tres o cuatro rivales, y nunca se lo vio fracasar. Sus hazañas llegaron a oídos de culturas europeas que, mediante telegramas y misivas, requerían su presencia, de modo que Ramírez pronto desembarcó en tierras anglosajonas de acentos elevados y piernas blancas. Comprendió que para piropear no necesitaba saber de idiomas y ya en su primera noche como profesional se despachó anotando tres veces. Convertido en un hombre de mundo, Ramírez rompió récords mundiales de los que nadie llevaba la cuenta, y levantó trofeos que nadie había forjado ni forjaría. En este punto de la historia ya era envidiado por sus antiguos compañeros del club Chacarita Juniors, ya vueltos hombres comunes y corrientes, ni siquiera jugadores sino apenas vendedores de electrodomésticos, administradores de panaderías o dueños de maxikioscos, quienes se mantenían al corriente de su éxito, ya que en el barrio de Villa Maipú los rumores corren más rápido que los mismos jugadores de Chacarita. Y sin embargo Ramírez, como todo buen jugador de fútbol, ya en tierras lejanas y en manos de un trío de suecas rubias de ojos azules, extrañó el cariño de sus hermanas y los consejos de su madre, y más que nada añoró volver al club de barrio del que era seguidor incondicional y fanático incurable. Hubiera dado cualquier cosa por perder un último partido, por volver a estar, tras la derrota, entre las piernas de aquella mulata de la Chacarita y escuchar sus bellas mentiras y consuelos.
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elchicobobby · 7 years
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espero no llegar tarde, feliz día del lector homenaje al nacimiento de Borges que en sus épocas de ceguera contaba que el color amarillo no lo había abandonado ⚡️💡🐯 si toda esta pelotudez les gustó háganmelo saber (en Ciudad Autónoma de Buenos Aires)
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elchicobobby · 7 years
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El sábado pasado leí un cuento sobre gremios y camioneros y sobre la vuelta de algunos, pocos y elegidos a dedo, al poder.
También canté unos versos de Le Pera y, por un momento, me creí Gardel.
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elchicobobby · 7 years
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El culto moderno de viajar*
En los tiempos que corren, los viajes comienzan mucho antes del despegue de la obra de ingeniería aeroespacial.
Ahora comienzan con una celebrada compra online, un anterior intento fallido, la mala conexión del servidor, una tarjeta denegada repleta de cuotas impagas, una tarjeta válida, una confirmación de compra, y el calendario integrado al sistema operativo del celular que, mucho más inteligente y ágil que nosotros, se nos adelanta y crea un evento titulado:
DD/MM/AAAA Vuelo a Calafate (FTE)
Opera la cuenta regresiva en nuestros celulares, llevada a cabo por aplicaciones para gente ansiosa que cuentan los días faltantes para el despegue y la emoción, para sentir la adrenalina de las turbinas encendidas que siempre causan algún temor (a veces infundado), el vuelo vertical del ave metálica, el anuncio del piloto que autoriza a la población general a desabrocharse los cinturones.
Y entonces llega el día de la partida, del desahogo cultural de conocer otra geografía, la aplicación que emite una alerta y la sensación de que deberíamos estar más emocionados de lo que estamos y más descansados de lo habitual.
Abrimos el forecast, chequeamos el clima, pero sabemos que anunciará lluvias y chaparrones dispersos, como anunciaron las últimas tres semanas en la ciudad de London Aires. Entonces equipamos abrigo de más, anteojos de sol, protector solar, bufandas, trajes de baño, ropa para todas las estaciones del año aunque nuestro viaje dure tan sólo cuatro días.
Logramos cerrar la valija, con la esperanza de que los cierres no cedan ante tanta presión y pedimos un UBER. Desayunar, ver el noticiero matutino, el miedo a ser emboscados por una patota de taxistas coléricos, cancelar el UBER, salir a la calle, pedir un taxi, tomar la General Paz, suplicar porque la inflación no haya afectado la subida de bandera del transporte automotriz, el miedo de ser detenidos en Ezeiza por una patota de coléricos empleados aeronáuticos, rezarle a alguno de los dioses del capitalismo, Dólar nuestro, que estás por los cielos, mirar por la ventana y esperar la llegada al aeropuerto.
Entonces nos sobreviene la excitación inducida, el posteo en todas las redes sociales existidas y por existir: foto desde el check-in, desde la sala de embarque, desde el avión, foto desde el baño del avión, selfie con boca de pato desde el baño del avión, desde la cabina del copiloto (con video incluido que, dependiendo de nuestra fama y nuestros atributos físicos, producirá gran revuelo en las redes y hasta en los medios periodísticos más importantes del país), foto en el descenso, video (y posterior crítica) a la gente jovial que aplaude el aterrizaje exitoso.
En el transcurso del vuelo no notamos que las azafatas que señalizan las salidas de emergencias ahora son virtuales, o que las diminutas televisiones reproducían siempre la misma secuencia de paisajes, pero ello ya no importa, porque, llegados a destino, uno todo lo olvida y ahora reza a otros dioses, dioses nuevos, para que la estadía sea placentera: WiFi, hágase tu señal, aquí en la tierra como en el cerro.
*Fuente: HoyQueSale
Autor: Esteban Rauch
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elchicobobby · 7 years
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Parrilla FIERA: El destino de los hombres*
Somos hombres domesticados por una rutina inclemente, enderezados a regaños por nuestras madres y moldeados por las charlas moralistas de nuestros padres. Nuestras novias regularon nuestro caudal de salidas nocturnas y nuestras ex despertaron instintos que creíamos olvidados. La ciudad nos arrinconó y nos despojó de aquello que nos era innato para dejarnos desnudos y en sociedad.
En ocasiones estos instintos perdidos aparecen por necesidad. Nos embarcamos en aventuras para hacerle frente al tiempo y al clima, e incluso a la geografía. A cada rato buscamos peleas épicas que nos recuerden cuánto tenemos de feroces, cuánto hay en nosotros de animal.
Al pasar cerca de la parrilla ubicada en la Avenida Pedro Goyena al 300, estos instintos florecen y rara vez se dejan controlar. Es entonces que los hombres tienden a agruparse en manada y deciden hacerle frente a la adversidad.
En esta parrilla son atendidos como verdaderos caballeros y alimentados como bestias antes de hibernar. Se los tienta con provoletas adobadas, chorizos, morcillas y, por supuesto, un característico pan.
Luego son puestos a prueba por los mejores cortes de carne, todos ellos al estilo FIERA: entraña jugosa, bondiola, asado y ojo de bife como recomendación especial. Algunos caballeros, envalentonados, piden el osobuco a la parrilla, y siempre un valiente inigualable ordena unas #PapasFIERA para acompañar.
Entonces mastican, despedazan, cortan, pinchan, degluten y dejan que los alimentos hagan su camino hacia los cuatro estómagos que deben alimentar, mientras se refrescan con gaseosas varias y la #JarraFIERA que no se puede dejar de probar.
Los comensales arrasan con todo lo que queda por devorar. Al finalizar la cena algunos rebuznan, otros gruñen, algunos, especiales, aúllan, pero todos ellos saben que algo innato y animal acaba de resurgir, y con esa certeza salen a la calle, donde respiran una nueva y verdadera libertad.
Al fin y al cabo, como bien predican en Parrilla FIERA, ser una fiera es nuestro destino.
* Fuente: HoyQueSale
Autor: @chulorauch
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elchicobobby · 7 years
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Sentirse en Japón*
La gente, en Tokio, cubierta por un mar de paraguas uniformes, salía de sus casas, departamentos y automóviles para hacer frente a la llovizna y al último día de la semana laboral.
A dieciocho mil kilómetros de distancia, en el corazón de las Lomitas, nosotros cuatro nos reuníamos para disfrutar de una cena del Oriente y para brindar por todas las cosas por las que vale la pena brindar un jueves por la noche.
En busca de una alternativa en este Buenos Aires, no encontramos mejor opción que llegar al polo gastronómico del Sur, para sentarnos a degustar unas deliciosas combinaciones de Sushi Sensei.
Hubiéramos podido pedirle a Mauro, el encargado y anfitrión de nuestra noche, que las cosas fuesen un poco más parecidas a las que reinaban en un Tokio frío, húmedo y adelantado doce horas. Hubiéramos podido requerir que algún empleado se dispusiese a lanzar intermitentes chorros de agua por el balcón, para así sentir que la lluvia de Tokio también golpeaba las ventanas del restaurante, o que los chefs que trabajan detrás del panel de vidrio, a la vista de todos, fuesen orientales, todo ello para sentirnos más cerca de Tokio, la capital moderna del sushi.
Pero lo cierto es que nada de eso fue necesario: ubicados en el primer piso del restaurante, a metros de la cocina donde la materia prima se cortaba, rebozaba y disponía, fuimos atendidos de manera excepcional.
Acompañados por la atenta mirada de Mauro y una botella de Nicasia Malbec, comenzamos con unas rabas, ika furai, acompañadas con salsa ponzu, y unos langostinos empanados con salsa tonkatsu.
A tiempo para que decantara una entrada maravillosa y que un buen trago de vino nos entibiara, en el momento justo, llegó el plato fuerte: un combinado de nigiris, sashimis y rolls, de entre los que se destacan las exquisitas piezas de hot philadelphia y los nigiris de pulpo y langostino.
Ya con la botella vacía y la tablas limpias, los cuatro amigos, extasiados, pedimos la cuenta porque ya no quedaba más que agradecer.
Hubiéramos podido pedir todo lo mencionado y así sentirnos simples turistas argentinos perdidos en plena capital japonesa, pero lo cierto es que en Sushi Sensei Lomitas no hace falta que la temperatura ambiente esté dispuesta en cinco grados centígrados. Para nosotros cuatro, esa noche, Japón no estaba a dieciocho mil kilómetros de distancia sino frente a nosotros, en una mesa bien servida.
*Fuente: HoyQueSale  Autor: Esteban Rauch
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elchicobobby · 8 years
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El despertar (tempranero) de la Fuerza
Son las diez de la mañana de un sábado de diciembre y estoy encerrado en una oscura sala de cine. Si hay que aclarar, pensé que iba a estar solo.
Me desperté temprano con los aullidos de los Shih Tzu–Wookiee que tenemos de mascotas. Saludé a mi viejo, a quien le cabe más Clint Eastwood que Harrison Ford, y salí de casa a las apuradas.
Ya en el auto salteé las radios de moda, una por una, y esquivé los spoilers auditivos que los conductores transmitían hasta que enganché una frecuencia aeme que empezó a hablar de una nafta para el espíritu, o algo así.
Me amigué con los androides cúbicos del centro comercial que imprimieron las entradas que había reservado hace ya dos meses y, aunque ellos lo expresaron en palabras escritas en sus pantallas táctiles, yo también les desee un buen día.
Cuando los humanos de la entrada de la sala quisieron controlar la veracidad de mis entradas alcé mi mano derecha con los dedos índice y anular unidos y el pulgar perpendicular a ellos, y la desplacé de izquierda a derecha frente a sus ojos, y los convencí de que no era el humano que buscaban.
Envidié al Jabba the Hut que chorreaba queso fundido sobre sus nachos dos filas atrás, ignoré al Yoda bebé que lloraba por inmaduro ser aún, y miré de reojo a la pibita Leia que estaba sentado justo enfrente mío.
Terminaron las colas de las películas que están por venir, y la sala oscureció: la Fuerza despertaba, el viejo que estaba al lado mío también.
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elchicobobby · 9 years
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Un gol interminable
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    El pibe no come porque quiere salir a jugar.     Su vieja se ahoga en el calor de una olla que apenas pudo encender, pero a él no le importa y agarra sus zapatillas, lo que queda de ellas, para salir a la calle.     El pibe corre cuando su vieja lo persigue para que coma el almuerzo, pasa que es chico y la comida no sobra, y si no come ahora no comerá hasta la noche, hasta mañana quizás. Pero el pibe corre porque no necesita comer, ni bañarse, ni estudiar, sólo necesita jugar a la pelota, y para hacerlo necesita una pelota, o algo redondo, de trapo, de mugre, de lo que sea, algo de forma circular que pique, ruede, transpire y pueda terminar en el fondo de un arco. Al llegar a la canchita del barrio el pibe saluda, uno por uno, a conocidos, amigos, otros muchos, rivales, que lo miran, escupen al piso y putean.     -    Volvé a tu casa, pibe, que acá estamos los grandes.     Pero él no retrocede, no escupe, no habla, no llora ni llama a su mamá. Roba la pelota y regatea, que es lo único que sabe hacer, regatear y defenderse, de los escupitajos, de las patadas, del cariño de su vieja, de los almuerzos y cenas que él quiere pero sus hermanos necesitan.      El resto sigue con puteadas y escupidas, lo único que pueden hacer, y lo hacen cada vez con mayor frecuencia, con más bronca y más fuerza, porque el pibe ya está ahí y no pueden frenarlo, se mueve como un hijo de puta.     -    Como un hijo de puta se mueve.     Eso dicen los rivales, entre escupitajo y escupitajo.     Si bien el pibe no come mucho, no le faltan fuerzas. Los demás pibes del barrio tampoco comen tanto, porque en la villa donde juegan, como en todas las villas, se juega mucho, se come nada y se duerme menos; pero sucede que a ellos sí les faltan fuerzas, o algo así como fuerzas, quizás ganas, deseos, intención, algo importante, algo que el pibe tiene y quiere mostrar.     Picardía, tal vez sea eso lo que tiene. Nadie sabe por qué, de dónde la saca, nadie sabe bien a dónde va, pero lo cierto es que el pibe, que no come y no putea, ya se robó la pelota y no hay forma de sacársela.     Será que nació para jugar al fútbol en una villa miseria que la gente conoce pero a la que no da importancia. Será que nació en este potrero para después poder irse. Que llegó para hacer dos toques cortos y luego, con la pelota de nuevo a sus pies, arremeter contra dos, tres, cuatro, cuantos defensores haya, contra pibes que se dicen defensores y que ahora patean al aire y escupen, y putean cada vez más, será que el pibe nació para arremeter y esquivarlos a todos ellos y a cientos de otros defensores, brasileros, británicos, uruguayos, mexicanos y belgas, todos defensores profesionales, obstáculos en la carrera de un pibe que quiere, y es lo único que quiere, llegar al arco rival.     Lo cierto es que el pibe es distinto. No lo llaman por su nombre, aunque las multitudes llegarán a corear su apellido. Lo llaman por su apodo, como suelen hacer con todos los pibes del barrio. Las únicas personas que no lo llaman así son sus mejores amigos y su familia, en especial su vieja, que con las manos todavía sucias sale a la calle para anticiparse a las multitudes y llamarlo…     -    Dieegooo, Dieegooo…     Pero él no le presta atención, porque lo único que sabe hacer con las comidas es esquivarlas, simples defensores rivales. Para él las naranjas son pelotas y lo que sabe hacer con ellas es jueguitos, uno, dos, tres, cien, doscientos, mil jueguitos y gambetas, si le dan una naranja cualquiera te hace quinientos mil jueguitos y gambetas, ensayos de lo que algún día hará en un estadio que lo verá hacerse profesional, un joven profesional de gambetas cortas que luego verá su nombre como nombre de ese mismo estadio. Si su vieja lo viese, el pibe no sabe si se enorgullecería o le metería flor de chirlo, merecido y todo, uno que le recordaría que las naranjas son para alimentarse y no para jugar, no para revolear por el aire ni levantar con los pies. Y él, por no saber entender, por ser pibe y testarudo, haría entonces quinientos mil jueguitos más, mantendría la naranja con la frente, se movería, la haría bajar hasta los pies sin nunca tocar su boca, y bailaría sin perder el control, ni la picardía, ni las ganas, ni la habilidad.     Ya no hay naranjas, manzanas o madres celosas que lo retengan. No hay guisos que lo hagan perder la calma ni pedazos de pan que lo hagan abandonar. El pibe apoya la pelota sobre la tierra seca del potrero y espera que los otros se alisten para empezar el partido. Poco sabe que el resto nunca logrará triunfar, ni ese día, ni el siguiente, ni en veinte años, ni nunca.     El estómago le duele, pero las piernas le duelen todavía más.     Desde que ponga en juego la pelota, al pibe empezará por dolerle todo el cuerpo, y no dejará de dolerle hasta el día en que abandone el mundo.     El estómago nunca dejará de dolerle. Jugará con algunos de los chicos que ahora corren en este potrero y se volverán los pibes más chicos en lograr una racha de invictos que nadie olvidará. Jugarán en un equipo nacido para gustar y ganar, un equipo que desde su inicio correrá a la par de sus jugadores más desequilibrantes, que llegará al arco rival sólo para volver al centro de la cancha a poner en juego la pelota una vez más. Después de esas victorias, el pibe se abrazará con sus compañeros, amigos, para celebrar, y nunca le temblarán las piernas ni el corazón, pero escuchará entonces el nombre del equipo, y el estómago vacío se hará sentir una vez más.     A sus diez años de edad, un diario popular hablará de él y deletreará mal su apellido pero puede que el pibe nunca se entere, por estar dentro de una cancha, o espiando dentro de una olla.     Llorará bajo un árbol a sus diecisiete años y, ya lejos del potrero, lo creerá todo perdido.     Emigrará a Nápoles y se convertirá en ídolo. Llevará consigo los vicios españoles y la picardía porteña. Se levantará entre los clubes más prestigiosos de un continente que no se olvidará de él ni de sus gambetas. Levantará con las manos una copa, dos, tres, quinientas mil copas de champagne y sidra, todas ellas para brindar y celebrar una copa más grande, una copa extranjera, una copa ajena, levantada con los pies, ahora suya y de todo el pueblo napolitano que brindará con él una, dos, quinientas mil veces.     Comerá por todos los años que pasó hambre, y comerá aún más.     Le dolerá el cuerpo entero, pero cuando una enfermera rubia lo escolte fuera del estadio no podrá sentir las piernas.     El pibe no sabe, pero vivirá por él y por muchos otros. Vivirá por un pueblo que celebrará cada vez que lo vea pisar una cancha, dominar una pelota. Vivirá entre celebraciones y morirá honrado. Su firma adornará paragolpes y ventanas de adolescentes que, incansables, practicarán y practicarán con el sueño de, algún día, ser como él, tal vez sin nunca poder lograrlo.     El pibe necesita correr para sacarse lo que le pesa y lo que le pesará. Necesita correr porque sabe que la única forma que tiene de salir de ese potrero es arremeter con las piernas y la cabeza bien en alto. Que si empieza a correr entonces no tendrá que volverse a mirar atrás, donde quedarán todos los defensores, todos los equipos, todas las canchas y los potreros que, con una línea sin marcar, dividen barrios y pibes, realidades y realidades más reales y más áridas, y que si corre entonces dejará esa línea detrás y frente a él ya no habrán madres que recriminen, sino que cuiden, que no griten, que abracen, que no demanden sino festejen con él.     Y delante de todas estará su madre, en primera fila, las manos limpias y la cara maquillada, en un estadio en el que no se escuchará una sola palabra hasta que el pibe termine la jugada que empezó. Entonces su madre no podrá contener la emoción y la invadirá la tristeza de no poder saltar al campo de juego para acompañar a su hijo. El pibe entonces tendrá la pelota y el estadio a sus pies, y ya no habrá forma de sacárselos, ni de los pies, ni del pecho, ni del corazón.     Sólo falta que el pibe ponga en juego la pelota para entonces empezar a correr y no detenerse; para comprarle a su vieja una olla nueva y regalarle a sus amigos jugadas eternas; para levantarse en medio de un estadio que, todavía en silencio, lo verá esquivar y arremeter contra un último defensor rival, defensor y arquero derrotados; un estadio que lo verá deslizar la pelota dentro del arco, caerse y levantarse en un silencio que ahora se levanta con él y grita un gol, uno de los quinientos mil goles que hará, pero uno interminable, y en ese murmullo, ahora grito, desaforado, de victoria, el pibe escuchará no sólo a su madre sino a sus amigos, sus compañeros, al pueblo que le pertenece y al cual nunca dejará de pertenecer, cantar a coro su nombre:     -     Dieegooo, Dieegooo…     Sólo falta que el pibe ponga en juego la pelota para entender que el estómago nunca le dejará de doler, que su pecho nunca dejará de inflarse. Sólo falta que la pelota deje sus pies con un toque y vuelva con una devolución que finalizará en picardía, belleza y desgracia ajena, para que el pibe sepa que pasará hambre y que sufrirá desgracias, sí, pero que nunca dejará de sentir el sabor de la gloria.
Título original: Lo que le pesa
 Cuento publicado en la Antología Letras y Sabores, Editorial Clásica y Moderna, Diciembre de 2014.
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