Tumgik
cabezaderana · 7 months
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Bitácora de mamá, edición terror.
Sucedió un viernes por la noche. Yo, digna madre millennial, estaba grabando a mi hija mientras jugaba. Roza la obsesión esa necesidad de tener en video todos sus movimientos, pero entiendo que se debe al deseo de guardar recuerdos en un lugar más seguro que mi mente.
Elisa platicaba con sus barbies y con sus bebés. Le gusta tratarlos como la tratan en la guardería: les ofrece comida, les prepara sopita, les da agua, los arrulla y me calla para que se duerman. En eso estaba, ahí sentada a mitad de la sala, cuando de repente su mirada se fue hacia el techo. Parecía que seguía algo y tras un par de segundos con la mirada arriba se asustó y sólo atinó a decirme:
-Mira, mamá...
Yo paré la grabación, voltee esperando ver algún animal o una mosca, pero el techo estaba vacío, sólo la lámpara LED resplandeciente hacía acto de presencia. Dejé pasar el episodio porque realmente no había nada que sobrepensar y mi hija siguió jugando.
El sábado nos la pasamos en la calle, disfrutando del día nublado y de la alameda vacía. Volvimos a casa para que durmiera y ese día ya no jugamos en la sala. Pero el domingo, su padre la visitó y después de comer, Elisa le insistió que fueran a jugar. Se sentaron en el piso de la sala a ver cuentos y en eso escuche a Esaú asustado, llamándome.
-¿Qué pasa?
-Dice que ve a un señor.
What? Por mi mente pasaron un millón de cosas en menos de 5 segundos: ¿un señor? ¿cuál señor? ¿será acaso el vecino que murió el año pasado que anda perdido? ¿será porque puse un altar y abrí algún tipo de portal? ¿es porque no tiré las flores del Día de Muertos? ¿debería tirarlas? Aún estan vivas y lucen hermosas. No, espera, ¿cómo que un señor? ¿Será un demonio? ¿Seré yo la próxima Ms. Lambert? ¿Tengo que buscar una viejita que me ayude? ¿Tendré que irla a salvar en sueños? No, we, yo no podría, que vaya el Esaú. ¿Será acaso porque no está bautizada? ¿Por qué decidí no bautizarla? ¿Qué clase de madre no protege a su hija con el sagrado sacramento del bautismo? ¿Será prudente bautizarla ahorita? Es domingo, podría ir a la Iglesia. Ay, Dios mío, en esta casa ni agua bendita hay... Pero tengo un cirio, mi madre me lo dejó en su última visita. ¿Lo prenderé? ¿Pero si con eso termino invocando a más señores...?
YOVANNA, PENSAMIENTO LÓGICO, POR FAVOR
Así me interrumpí a mí misma en ese mar de pensamientos y estaba por darle una explicación lógica al suceso cuando Elisa, asustada, nos pidió que nos fuéramos al cuarto.
-Vámonos, vénganse.
Se dio la vuelta, volteó al techo y soltó un:
-Tú no, señor.
Puta madre. Sentí la sangre en mis píes, un cosquilleo. No pude hacer más que seguir a mi hija e intentar calmarla. Ajá... ¿Cómo iba yo a calmarla si era un manojo de nervios? Nos encerramos en el cuarto y como toda adulta independiente, empoderada y madura hice lo que tenía que hacer: le marqué a mi mamá.
Mi madre, una fanática de las energías, me recitó mil indicaciones: que rezara la Magnífica, que le dijera al señor que se fuera, que pusiera arena en las ventanas y un vaso de agua abajo de la cama... Para cuando colgué mi mente estaba aún más turbia y yo no hallaba qué pensar para salir del colapso mental en el que me encontraba. Decidí hacer todo lo que mi madre dijo, con la intención de, por lo menos, creer que me estaba haciendo cargo del problema.
Más tarde, mi hija pidió regresar a jugar a la sala. Fui en contra de mi voluntad, pero intentando mostrar una cara de alegría para no pasarle mis nervios. Qué dura es la maternidad, como el 83% del tiempo estás fingiendo ante los hijos que sabes lo que haces. Estando ahí mi hija volteó al techo y volvió a exclamar:
-Mira, el señor
Y yo, como para normalizar la situación, empecé a hacerle preguntas: ¿Qué está haciendo? ¿Cómo es? ¿Está enojado? Elisa, entre desesperada y harta me dijo, mientras fruncía la nariz y entrecerraba los ojos: "Está haciendo así".
Y yo, en mi tercer colapso del día, me dije: no puede ser, está enojado, ya lo hice enojar con mi canto a la Magnífica.
Total, decidimos volver al cuarto y vivir ahí. Llevé lo indispensable para no salir hasta el día siguiente, dormí a mija e intenté dormir yo, sin éxito, por supuesto. Me dieron las dos de la mañana pensando puras pendejadas y al final me venció mi cuerpo agotado, pero claro que mi mente seguía inventando cosas. Soñé con el señor, soñé que estaba triste, que me decía que iba de paso, pero que no se quería ir. Soñé que tenía bigote y yo estaba observándolo a detalle y justo al llegar a sus pies veía que tenía patas de gallina y unos huaraches de pata de gallo. Muy avícola, el asunto. Desperté de golpe y volví a sentir miedo, porque mis recuerdos albergan la leyenda de que los demonios tienen formas humanas pero patas de animales. Y pos ahí está que otra vez no pude dormir. Cuando menos acordé ya eran las 6 de la mañana así que resignada me paré de la cama para empezar el día.
Aproveché la estancia de Elisa en la guardería y la distracción de la oficina para ponerle razonamiento a la situación. Empecé a investigar y leer sobre las causas por las cuales los niños "ven" cosas. Leí sobre las explicaciones científicas, las antropológicas, las sociales y, por supuesto, las paranormales. Me quedé mucho más tranquila al compartir la anécdota y recibir de todos un: mi hijo también veía a alguien, mi sobrino ve a su abuela, yo veía a mi bisabuela, etc etc. Y hubo algo que abrió mis ojos. En algún lado leí: Podrás no creer en fantasmas, pero debes creer en tu hijo. Y entonces me dije: claro, tengo que darle la razón a Elisa, entender su miedo y abrazarla mucho. Con esa visión volví a casa. Elisa se negó a jugar en la sala y anduvimos haciendo pendientes en otros lados.
Así llegó el miércoles, habían pasado ya dos días y ya me había aprendido la Magnifica. Elisa pasaba por la sala, señalaba al señor con indiferencia y seguía jugando. Todo muy normal, yo adaptándome a esta nueva dinámica con una visita en la sala y pensando en qué le diría a mi psicólogo en la cita que tendría ese día por la tarde. Anhelaba esa cita, me urgía poner en orden mis pensamientos y entender por qué llevo al extremo situaciones tan comunes como la imaginación de mi hija.
Y entonces, ocurrió.
Elisa entró a la casa tras llegar de la guardería, volteó al lugar donde "estaba" el señor y nuevamente dijo:
-Mira, el señor.
Conservó su mirada en el techo y la llevó hacia el pasillo y me dijo:
-Mira, otro señor.
¿Cómo que otro señor? ¿Ahora son dos? ¿Pos qué clase de portal abrí?
Como ya era una madre deconstruida le dije que estaba bien y que siguiera caminando. Avanzamos al baño, llegamos a la puerta, Elisa volvió a subir la mirada al techo y soltó de nuevo:
-Acá hay otro señor.
KEVERGAS.
Entré un poco en pánico porque ese tercer señor básicamente estaría afuera de mi cuarto y hasta el momento era el único lugar donde me sentía segura, en mi propia casa.
Y entonces, levanté la mirada.
Y lo vi.
Sí, lo vi. Un "señor".
Dos ojillos rasgadillos, una nariz fruncida, la carita tomó forma frente a mí. Los ojos los conformaba un par de tornillos y la nariz, por supuesto, el agujero de un soquet vacío. No quise dejar lugar a dudas, le tomé una foto al foco, le hice zoom y se la mostré a Elisa.
-Es el señor.
Y ahí di por finalizada mi investigación exhaustiva sobre un acto no paranormal con el que no supe lidiar. Le dije a mija que era un foco pero ella insistía en ver un rostro así que dejé intacta su imaginación, solo le mencioné que no debía sentir miedo. Y por supuesto que dejó de temer, porque, básicamente, no existía una razón para sentir miedo.
Mientras tanto, la lógica gritoneaba en mi cabeza, exigiendo, por fin, ser escuchada. Y la escuché. Cedí y la escuché, sólo para enfrentarme con oootro miedo, uno que siempre anda por ahí. Y es que situaciones como esta sólo me hacen dudar de mi capacidad para ser madre. ¿Qué se le va a hacer? Resulta que malmaternar da más miedo que cualquier cuento de fantasmas.
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cabezaderana · 1 year
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Últimamente, el día a día con Elisa ha sido aprendizaje puro acerca de la vida. Y por eso me permito esta reflexión:
Cuando era joven y católica, escuchaba el Corintios 13 seguido, preguntándome si realmente el amor todo lo soporta. En mi cabeza retumbaban cada una de las afirmaciones y no me hacían sentido. Jamás me había visto a mí misma aguantando, creyendo, esperando…
Hasta que fui mamá.
Si pudiera editar la historia sería para agregar esa pequeña observación a la famosa carta. Y es que, verdaderamente, el amor de madre es paciente, misericordioso, bondadoso, sin resentimientos, arrogancias o groserías.
Tal vez sea que no había sentido verdadero amor en la vida antes de ser mamá, y pasaré de citar la biblia a citar a División Minúscula, (que la historia, Dios y Javier Blake me perdonen), pero tengo que preguntarme lo mismo que la banda tamaulipeca… y es que, ¿nací enamorada o en verdad nunca he amado?
La única diferencia visible aquí sería que yo ya amo. Amo. Infinitamente. Soportando, creyendo y esperando. Amo al ser humano que salió de mis entrañas.
Cosa curiosa que es la maternidad. Un día estás ahí, ensimismada, pasando los domingos con maratones de series, pensando en lo horrible que debe ser que alguien más dependa de ti, cuando ni contigo misma puedes. Y, de pronto, ahí andas, sorteando adversidades, procurando cada paso de otro ser y preguntándole constantemente si prefiere comer sentada o parada, si le pelas el plátano o prefiere pelarlo ella, si estás eligiendo la ropa adecuada o le gustaría vestir otra cosa. Estás ahí siendo la más fiel de sus guardianas por el simple hecho de que, 19 meses antes, la pariste con Your song de fondo, la mano de su padre en la tuya y un sinfín de pensamientos catastróficos en la mente.
Cuando alguien me preguntaba “¿cómo estás?”, recuerdo que siempre respondía en automático citando a Gabriel García Márquez en el final de El amor en los tiempos del cólera. Lo curioso es que, siendo terriblemente honestas, nunca me sentí así…
Hasta que fui mamá.
La maternidad es el verdadero ir y venir del carajo. Y probablemente también dure 53 años, siete meses y once días con sus noches. Probablemente y si tenemos suerte. Porque en el ir y venir, en el sube y baja de emociones, el estar arriba vale absolutamente todo.
Ahora, ya no sé ni qué responder cuando me preguntan si vale la pena ser mamá. Lo más atinado que he leído al respecto es que los hijos son como los lujos: mientras no los tengas no los necesitas, pero conociéndolos no puedes vivir sin ellos… Y claro está que, como lujo, cuesta mantenerlos. Y no necesariamente en un sentido económico. Porque los hijos son inacabables requerimientos, rodeados de indescifrables sentimientos que te hacen cuestionarte hasta el cómo respiras. Son un vaivén donde quieres darlo todo por ellos y al mismo tiempo quisieras tomarte un respiro de siete días seguidos. Son la duda constante que te atormenta con un “¿lo estaré haciendo bien”? Son miedo, mucho miedo a creer que la estás regando. Son la incertidumbre y duda. Son el no desear repetir patrones. Son el autoanálisis diario para no caminar por el mismo sendero. Y, al mismo tiempo, son la incesante búsqueda del atajo.
Si, eso son.
Porque al final descubres que no te conoces tan bien como cuando te ves en faceta de madre. Parir y renacer se dan al mismo tiempo, porque es donde la deconstrucción emerge. Quisieras sentirte capaz porque es lo que ese bebé necesita, pero ¿cómo ser imponente ante algo tan inmenso? ¿Cómo dominar el miedo que provoca construir de cero un alma? La más grande de las responsabilidades surge ante nuestros ojos y de pronto no solo tienes que ser capaz de alcanzar la disparatada meta, en el trayecto también se te exige bajar los kilos que subiste, estar presentable, regresar al trabajo, vestirte, arreglarte, progresar, proveer y cumplir con un papel que tú nunca pediste, porque ¡carajo! ¡Una solo quiere ser madre! ¿Nadie lo ve?
Una sólo quiere ser madre.
Y entregarse a ese ser, construir esa alma, abrazar al bebé. Olvidarse de todo y todos y permitirse sentir el inmenso amor que provoca con tan sólo verle. Sentir el afecto de ida vuelta y sumergirse en la profundidad de un amor sin fronteras, límites, dudas o adversidades. Dejar de dudar, aferrarse a ese ser diminuto y prometerle hasta el cansancio que todo estará bien. Que mamá estará bien. Que estaremos bien.
Qué ganas, ganísimas, que este amor por las infancias renazca no solo en las madres, sino en todos. Que dejen al lado sus propios sentimientos y REsentimientos y entre todos diseñen generaciones nuevas llenas de amor. De mucho amor. De ese amor que esa carta a los Corintios jura que existe.
Y que claro que existe. Lo sé porque me grita “mamá” apenas despierta.
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cabezaderana · 2 years
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Como es afuera, es adentro
Pero aquí no aplica.
El clóset, antes impecable, alberga ahora ropa mezclada entre tipos: blazers en el mismo gancho que vestidos, suéteres encimados con camisas, pantalones mal enrollados en alguna esquina. Los zapatos se apilan unos sobre otros, ensuciando mis tennis blancos, impidiendo encontrar el par correcto en las mañanas. El área de accesorios, originalmente organizada de manera escrupulosa, ya no tiene principio ni fin, espacio entre objetos, zonas sin polvo.
Como es afuera, es adentro. Suena en mi mente de nuevo.
Y es que mi casa, pulcra a primera vista, esconde detrás de la alacena las especias esparcidas en el antes blanco travesaño. La sal se regó tras la mala decisión de mantenerla en un bote de tapa dudosa. El aceite dejó un rastro seguramente ya imborrable. El pan tostado dejó caer sus boronas y éstas se mezclaron con otros sobrantes, ya el de las galletas, ya el del azúcar, ya el de mis sentimientos rotos y olvidados.
Es que, como es afuera, nunca ha sido adentro.
Mi casa es una proyección de este cuerpo, este cuerpo que invierte estricta y puntualmente el tercer viernes de cada mes en acomodarse la ceja. Este cuerpo que vivió una transformación colosal y que adquiere ropa nueva al menor indicio de la presencia de culpa, enojo y/o frustración. Este cuerpo que tiene su alaciado constante y que cada noche, exceptuando la del sábado, vive un ritual de cuidado de piel extenuante, entre agua de rosas y micelar, sueros, jabones y cremas de todo tipo.
Que más quisiera yo que como es afuera, sea adentro.
Así no tendría que preocuparme porque ya no hay espacios en mis cajones. Los atiborro todos, como si con eso lograra sumergir mis emociones. Pongo prenda sobre prenda, como si con eso me llevara la tristeza hasta lo más profundo. Aviento todo al otro cuarto, al que no visito, como si con esto estuviera también aventando mis tormentos. Si no los veo, no existen, por eso mantengo cerradas todas las puertas.
Y entonces mi fe se mantiene intacta: tal vez, y solo tal vez, si escondo todo muy bien, entonces se pueda, seguramente se pueda, que como es afuera, sea adentro.
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cabezaderana · 2 years
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Trabajo de introspección.
Primer y único volumen.
Lo difícil son las noches. Las terribles noches. El sol, con su esplendor, ilumina mi día, con ello mi mente. Eso sirve como una especie de bloqueo entre mis pensamientos que habitan en la oscuridad. Pero la noche llega, siempre llega. Apenas empieza a anochecer y es como si empezaran a cobrar voz, como si empezara a escucharlos, primero muy bajo, luego con voz normal. Más tarde, comienza el tormento.
Me aferro, intento aferrarme. Las voces se apagan con sutiles actos que ya tengo maniobrados. Encender la tele, revisar las redes, voltear hacia afuera, mirar al infinito, doblar las rodillas, cerrar con fuerza los ojos.
A veces la oscuridad cede. Nunca me clamo vencedora, yo sé bien que volverá. Algún día será para siempre.
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cabezaderana · 3 years
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De Elisa.
¿Qué podría escribir yo sobre la maternidad, que no haya sido escrito antes? He llenado mi cabeza de lecturas casuales sobre cómo ser madre, en un intento de llegar lo más preparada posible a este momento. Pero la realidad es que no hay escrito que transmita de forma certera todos el reborujo de sentimientos y pensamientos que te invaden, desde que te confirman el embarazo, hasta el maravilloso segundo en el que se da el encuentro más hermoso que tendrás en tu vida: conocer a tu bebé.
Me faltan palabras y aliento para definir el alumbramiento. Hay dolor, mucho dolor, y en medio del dolor encuentras incertidumbre, nervios, llanto, cansancio, bruma y, finalmente, una satisfacción enorme al ser testigo del primer respiro de tu bebé. La escuchas llorar, volteas, descubres sus ojos mirando fijamente a los tuyos y te das cuenta de que si cesó su llanto fue porque sintió tu calor. Y así, de la nada, el proceso de ser madre empieza. La acomodas en tu pecho y notas que ese inmenso amor que ahora sientes es totalmente recíproco, dándole forma a una nueva conexión, una que sabes que será eterna, indestructible, con nada por encima de ella. 
Ninguna mujer miente cuando dice que es un suceso único e indescriptible. Y es que, ¿cómo ponerle adjetivos a algo que resulta tan mágico? Simplemente se agotan las palabras. Yo sentía explotar por dentro y quería llorar, llorar muy fuerte de tanta y tanta alegría, quería abrazar por siempre a mi niña y no dejar de decirle lo amada que es y será siempre. Mi corazón, rebosante del más puro y tierno amor, palpitaba con fuerza y yo estaba muy segura de que nunca había sentido algo igual. No se compara con el amor por otros, porque algo más profundo te conecta con el ser que tú hiciste y que duró 37 semanas en ti, pateándote por las noches, provocándote reflujo, empujando tu vejiga, haciéndote tremendamente feliz con cada movimiento, con cada visita al doctor para verla en el ultrasonido.
Mi mente viajó entonces a aquel día en el que supe de la llegada de Elisa. Ahí, en el baño de mi casa, con una prueba casera comprada minutos antes en Hipermart, y que tardó dos segundo en confirmar las dos semanas de embarazo. Ahí, saliendo y viendo a Esaú acomodando las bolsas del súper en la mesa y comprendiendo que mi vida estaba a punto de dar un vuelco gigante. Ahí, abrazando a Esaú para confirmarle el embarazo y escuchando su reacción: "Qué bonito, un bebé". Yo no sabía bien qué hacer y escucharlo me dio calma, me devolvió la paz, como ocurre muy seguido cuando él me regresa de aquellos lugares donde mi mente ansiosa me lleva, así me hizo regresar al momento en el que me encontré frente a frente con la realidad de ser mamá.
Seguí viajando entre mis recuerdos: el primer ultrasonido, el terror de no pasar los tres meses, la confirmación una y otra vez de que esperábamos una niña, la elección del nombre, mi ansiedad haciendo tablas de Excel con todos los gastos, compras y planes; mi lista de pedidos inacabable de Amazon, la llegada de los primeros paquetes, investigar sobre cremas, lociones y shampoo; comprar el acceso al curso psicoprofiláctico, adquirir el seguro, empezar a ahorrar para el hospital (para el “descorche de Elisa, le decía Esáu); los ejercicios para lograr el parto natural, Esaú masajeándome los pies hinchados durante la noche, los muchos, pero muchos antojos de algo dulce, comer jabón a escondidas porque el antojo era muy intenso, el susto por comer jabón, la pena de preguntarle al doctor si comer jabón me haría daño; la incertidumbre ante la detección de mi hipotiroidismo, los ataques de ansiedad, el desajuste hormonal que me llevó a tantos celos, tanto drama, tanta intensidad con Esaú; su paciencia eterna, sus consuelos, sus abrazos, su calma en la tempestad, su tranquilidad para enfrentar los retos, sus palabras tiernas a mi pancita, sus largas pláticas con Elisa, sus chistes locales, su muy placentera compañía y mi amor por él y por mi hija creciendo cada vez más y más. Los cambios en mi cuerpo, mi pancita con la forma más bonita que pude imaginar, mi cabello resplandeciente, mi sonrisa transformándose en una sonrisa de mamá, mi eterno reflujo, el dolor en la espalda baja, las últimas semanas haciendo abdominales gratis, comer dátiles porque me dijeron que eso ayudaba pal parto, mi enfrentamiento con la realidad de que traería a alguien a este mundo... Las dudas, el miedo, los ataques nocturnos, la falta de sueño y el exceso de sueño, más miedos, los enfrentamientos con mi mente y su necedad de imaginar los peores escenarios, el llanto inesperado, los enojos, las frustraciones, otra vez miedo y la necesidad de planearlo todo, desde el lugar de su nacimiento hasta los útiles escolares que usará dentro de cinco años. Arreglar su cuarto, comprar su cuna, ayudar a Esaú a que pintara de rosa las paredes, decorar, buscar más y más cosas, organizar un babyshower, no llegar al babyshower organizado por mi mamá porque ya había parido... Parir CASI espontáneamente... casi.
37 semanas de tantas y tantas experiencias, de tanto y tanto amor, de tanto y tanto miedo... Y con un cierre que guardo con mucho cariño en mi memoria.
El lunes 2 de agosto fue mi último día laboral. Pasé gran parte de la mañana trabajando y por la tarde fui a hacer el trámite de mi incapacidad. No sucedió. La doctora era nueva e ignoraba cómo realizar el proceso y se valió de mi falta de citas para mandarme a hacer trámites innecesarios, incluido acudir con la ginecóloga de la Clínica 16. Lloré de frustración porque no me querían dar la incapacidad, pero me dispuse a seguir instrucciones para agilizar todo. Fui a la Clínica 16 donde una doctora chaparrita e intensa me dijo que no entendía por qué no me habían dado la incapacidad, si no era necesario tener citas en el seguro. "Yo tampoco sé, pero por favor ayúdeme", respondí. Muy amable, pero sin cesar su intensidad, me dijo que sí, que llenaría una hoja con todo un expediente del seguimiento que había hecho por fuera de mi embarazo. Me hizo hasta un ultrasonido y yo salí casi a las 8 de la noche de la cita, pero motivada por la intensidad de la doctora. Y esa motivación me llevó a caminar y caminar, porque el clima estaba padre, mi cuerpo se estaba portando chido y yo estaba muy a gusto con los trámites hechos en el día. Caminé desde la Clínica 16 hasta la calle 12, un aproximado de 10 cuadras, sumergida en mis pensamientos y en otras distracciones que evitaron que pensara que tal vez eso sería una muy buena estimulación para el parto, con todo y que apenas rebasaba las 37 semanas de gestación.
Al otro día, tenía cita con mi ginecóloga a las 10 de la mañana. Me revisó, con la intención de calcular un aproximado de los días que faltaban. Resultó que ya tenía 2 de dilatación, por lo que prácticamente cualquier día de la semana Elisa podía arribar a este mundo. De no ser así, optamos por calendarizar la inducción del parto para evitar que todo se complicara por su peso y las dos vueltas del cordón umbilical en el cuello. Me fui a casa y nuevamente al Seguro para continuar con el trámite de la incapacidad. Ahora sí me la dieron, no sin antes regañar a la doctora que el día anterior me la había negado sin razón. Ufana y victoriosa me dirigí a casa, puse un capítulo de doctor House y le marqué por teléfono a mi madre. En eso estaba cuando la sentí: una primera contracción que hizo que mis ojos lloraran por el esfuerzo. Curioso malestar, pensé, y continué en la llamada sin mencionar nada acerca de esa peculiar sensación.
La serie continuó y yo calculé 4 dolores a lo largo de todo el capítulo, por lo que intuí que ya eran contracciones al tener un ritmo muy marcado de 10 minutos cada una. Saqué la libreta, esa donde había hecho los cálculos de los ahorros para el parto y donde había tomado notas del curso psicoprofiláctico y empecé a llevar la bitácora de los dolores. Como a las 10 llegó Esaú y le avisé: tu hija llega mañana, ya tengo contracciones. Me recosté y llevé el registro hasta las 12:40, fue entonces cuando el sueño me ganó.
Desperté como a las 4 de la mañana solo para descubrir que el tapón mucoso había sido expulsado, pero como las contracciones seguían cada 10 minutos opté por volver a dormir plácidamente. "Tengo que guardar hartas fuerzas pal parto", pensé. Horas más tarde, como a eso de las 7, volví a despertar para darme cuenta de que ahora eran cada cinco minutos. Le escribí a mi ginecóloga, quien resolvió que nos viéramos a las 10, entonces Esaú y yo fuimos a tomarnos las pruebas COVID que requeríamos para que nos dieran acceso al hospital. Saliendo de ahí, pasamos por un lugar muy mono donde ofrecían gorditas, y dado que las contracciones seguían con la misma frecuencia y yo tenía hambre, pues nos quedamos a almorzar en lo que se llegaban las 10 de la mañana.
Recuerdo haber pedido solo una gordita de frijoles, porque las contracciones son muy parecidas a un fuerte malestar estomacal y yo no sabía si estaba experimentando eso o realmente eran las contracciones. Dudé y dudé mucho, porque por lo dicho en mi curso psicoprofiláctico, con un espacio de 5 minutos entre contracción no estás tan cerca del alumbramiento y pensé: “qué poca tolerancia al dolor, me está cargando la vecky y aún no se viene lo bueno”. Hasta me decepcioné de mí misma, la verdad. Y es que todas tus inseguridades están despiertas, por lo menos en mi caso, y yo no hallaba ni qué pensar. También recuerdo que ninguna posición me daba consuelo, ya parada, ya sentada, recargada en la pared, echada pa’ delante, no había nada que me hiciera sentir mejor. Un señor me observaba fijamente desde su camioneta y yo quería correr y partirle la madre, decirle que dejara de verme, que no era un show, que estaba en medio de las contracciones, que se pudriera en el infierno y así cosas muy malas. Terminé con mi gordita y emprendimos el viaje al hospital, 10 minutos antes de las 10. En el camino dejé de sentir descansos para empezar a sentir solo dolor y más dolor... Ya no había minutos entre las contracciones, ya ni siquiera lograba definir si acababa una y empezaba otra. Pero como ya iba al doctor, no me preocupé. 
Llegamos al hospital y Esaú tuvo un ataque de enojo contra el uber que empezó a avanzar sin que yo me hubiera bajado. Yo decidí continuar mi camino porque sentía que si no agarraba vuelo no iba a llegar hasta el piso 7 de la ginecóloga. Pero llegué, y no solo llegué, tuve fuerza para quitarme la ropa, recostarme y esperar que la doctora me revisara.
-No, ya no vamos a ningún lado, pídanme una silla de ruedas y vámonos ya a la sala de parto- dijo la ginecóloga. Y remató: -traes 9 de dilatación-. 
¿Qué? ¿9 de dilatación? ¿qué clase de parto había vivido? Prácticamente, me lo había perdido, o lo había tenido mientras echaba gorditas. La ginecóloga le marcó en el camino a la pediatra y al anestesiólogo y yo cotorreaba con el de la silla de ruedas preguntándole si pesaba mucho. La ginecóloga dijo que tantito más y paría en el elevador, que pensó que llegaría con 6 de dilatación. Yo también, la realidad es que yo también. Yo había imaginado que llegaríamos a que nos dijeran que volviéramos ya en la tarde y me vi regresando a casa por las maletas y viviendo todo como habíamos planeado Esaú y yo: con nuestra pelota de yoga, el masajeándome la espalda, yo gritándole groserías, cosas así. 
Pero no, ahora estábamos a escasas horas de conocer a nuestra chiquita. Me recostaron en una cama y enfermeras a las cuales aún amo empezaron a prepararme. La ginecóloga estuvo a mi lado tomando mi mano mientras Esaú tramitaba el ingreso al hospital. De verdad que yo me sentía tan agradecida y apoyada. Me pusieron de lado para la anestesia, llegó el doctor y yo no sabía donde sentía más dolor, si en el vientre, en la mano por el catéter o en la espalda recién picada para la anestesia. Y, de pronto, todo el dolor cesó. Yo no podía con la paz, ya toda drogada y dije: es una maravilla esto de parir. Recordé lo valiente que intenté ser al negarme a un anestesiólogo y agradecí y amé aun más a Esaú cuando insistió en que sí lo tuviera. Quería besarlo, pero seguía tramitando mi entrada al hospital y entonces lloré: ¿dónde está mi señor? pregunté. La ginecóloga me consoló y me dijo que ya no tardaba, y efectivamente, a los pocos minutos llegó para tomar mi mano, para bromear sobre la vasectomía, para compartir conmigo la emoción de ver la llegada de nuestra hija. Yo no podía con tantísimo amor. 
Luego vino la parte difícil. Y es que la anestesia cubre la parte del vientre, pero nadie te habla de la salida, del estiramiento de tus labios, de sentir cómo se desgarra tu cuerpo. La ginecóloga me indicaba cuándo pujar porque ya no estaba sintiendo las contracciones y yo lo hacía, con todas mis fuerzas, como si sintiera el dolor. Pero no era suficiente: mi niña venía en una posición que no logro entender, algo así como de frente. Tenían que voltearla. Lo intentaron con la mano pero Elisa se regresaba. Entonces tuvimos que tomar la decisión de usar fórceps. No había opción, porque la niña ya estaba en el ducto vaginal como para proceder a una cesárea de emergencia. Así que dijimos que sí, yo no lo hice a conciencia, no había leído nada al respecto y no quiero leer sobre consecuencias. La doctora fue clara: era complicado y una técnica que cada vez se usa menos, pero nos aseguraba que ella sabía manipular los fórceps y que no habría problema alguno.
Y no lo hubo. A las 11:41 de la mañana del 4 de agosto del 2021, bajo el signo de Leo con ascendente libra y luna en Géminis, llegó a este mundo Elisa Delgadillo García, con 3 kilos y 100 gramos de puro amor y hartas alegrías para sus padres, sus abuelos y tíos. Con los ojos rojos por el fórceps, el cuerpo blanco blanco y su cabeza llena de pelo, con su nariz chata y sus cachetitos gorditos como los míos; con sus dedos largos y su inquietud constante. Con el horario atravesado y su vida de noche, con su llanto inesperado, con su hambre cada hora, con su cuerpo chiquitito al que no le queda la ropa de 0 a 3 meses y con una madre que no sabía que había ropa RN.
Mi bodoquito chiquito, mi bebé hermosa, llegó para transformar mi vida, para demostrarme que siempre se puede empezar de nuevo; en una eternidad siempre se puede empezar de nuevo. Y que todo pasa. Esto también pasará. 
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cabezaderana · 4 years
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Desapego
Conocí a Claudia en el primer trabajo que tuve en Torreón, por ahí a inicios de la década de los 2010. ¿Si se le llama así? Ah, de los años 2010. Apenas me iniciaba yo, toda chiquilla e ingenua, en el terrible mundo laboral de la política. Tenía compañeros peculiares, algunos ya muy grandes, otros de mi edad. Claudia era una mujer muy vivaracha, que todo el tiempo estaba hablando de algo y que en su círculo social estaría catalogada como aquella que “no tiene por qué trabajar, pero trabaja”. Llevó toda su energía a la oficina una mañana de septiembre, tras haber estado ausente por su lucha contra el cáncer. Y entonces me vio, preguntó quien era yo y luego se presentó, con una amabilidad y una seguridad que me cautivaron. Me había caído bien, habría sido como la tercera persona en caerme bien en esa oficina. 
Tiempo después coincidimos en proyectos y ella me motivó a unirme al programa de radio del trabajo. Si algo se me ha quedado grabado en mis recuerdo con Claudia, es su insistencia: me motivaba a salir de mi zona de confort, me orillaba a exigir más, a pedir, a no dejarme, a moverme. Siempre con su sonrisilla y con su cara de inconformidad me apremiaba a que realizara más cosas. Yo le atribuía esa actitud tan desafiante a su encuentro cercano con la muerte debido al cáncer. Y es que algo hay en los supervivientes, cuando te queda más que claro que estamos de paso, ya nada es igual. Y yo intentaba aprenderle esas y otras cualidades a la gran Claudia. 
Un día, de camino a la radio, empezamos a hablar de libros. Ciertamente yo no me esperaba coincidir en ese tema, pero lo hicimos. Vaya que lo hicimos. “Te voy a traer unos cuantos para que los leas, la biblioteca de mis papás está repleta, y nadie los usa”, exclamó. Al día siguiente llegó con una veintena. Una veintena. Estaba estupefacta y llena de alegría porque alguien compartía sus lecturas conmigo. Me dijo que no se los regresara, que ya ni espacio tenía. 
-Oye, ¿y has leído a Mafalda?- pregunté en uno de esos cortos trayectos en su carro. 
-¿Mafalda? ¡Me encanta tanto como ella odia la sopa! 
Nos reímos. Me contó que tenía mucho sin leerla porque no había conservado las tiras, y no tenía nada de ella a la mano. Yo le hablé de mi 10 años con Mafalda. 
Mi 10 años con Mafalda. 
Reader's Digest es el responsable del hábito de la lectura, no solo en mi casa, sino en casa de mi padre, quien heredó la costumbre de suscribirse. Desde que tengo memoria encontraba en la casa de mi abuelita a Selecciones y obviamente primero leía los chistes y anécdotas de remate y luego ya, me enfocaba en los reportajes, que en esos tiempos sí eran de alta calidad. Crónicas narradas de la manera más sabrosa, que me sumergían sin problemas en cada historia. Agarrar una Selecciones era garantía de que me perdería una hora, tirada en el sillón de la casa de mi abuelita, con las ventanas abiertas, el fresco entrando, las aves cantando en el limón del patio. Era feliz y no lo sabía. 
Como parte de las suscripciones, mes con mes te ofrecían también otros productos, sobre todo los Best Sellers de lomo duro, con cuatro tomos, esos que seguramente muchos mexicanos conservan. Esas novelas también lograron cautivarme y de a poco mi cuarto se fue llenando. 
Un día mi papá llegó con un libro grande, enorme, apenas y cabía en su mochila. Inmediatamente llamó mi atención, pero más llamó mi atención que la portada era la caricatura de una niña, y con letras ajenas al Times New Roman al que estaba acostumbrada, pintaba: MAFALDA. 
Quitarle el forro y empezar a leerlo fue un mismo momento, porque yo no podía creer que tenía algo con dibujitos. Recuerdo perfecto la primera tira cómica. Mafalda se acerca a su papá y le comenta que si le puede hacer una pregunta. El papá, acostumbrado a las desgastantes preguntas de la niña (en ese momento yo no sabía), le contesta que no. Mafalda le dice que seguramente se quedará con la duda de qué quería preguntarle, pero el papá no cede. En el último cuadro de la tira podemos ver al padre a mitad de la noche despertando a la niña con un: “Mafaldita, ¿dormís?”. 
Dormís. ¿Qué? Esa fue mi primera pregunta a los 7 años que abrí ese libro. Le pregunté a mi papá y me explicó que el escritor era argentino y que así hablaban allá, que le preguntaba si dormía. “Ah”, contesté con indiferencia. Me pregunto si Quino estará decepcionado de que nunca he leído a Mafalda en “argentino”. En mi mente suena con un acento muy neutro. Pero bueno, sin saberlo ya me había hecho la primera de un millón de preguntas que después me haría. ¿Qué es el comunismo? ¿Por qué los Beatles se consideran una invasión británica? ¿Qué es el erotismo? Jajajaja... Y luego empecé a usar sus frases como armas y cuando mi mamá me decía: Porque soy tu madre, yo respondía con un “pues yo soy tu hija, y nos graduamos al mismo tiempo”. Y también como arma contra mí misma, al cuestionarme al cerrar el día: ¿y qué te gustaría hacer si vivieras? Caótica y exagerada desde morrilla. Ahora sé que es por Mafalda.
Me chuté 10 años con Mafalda de cabo a rabo, sin ton ni son. En un arranque, hasta osé colorearla. La llevaba a todos lados y se ganó un lugar especial en mi cuarto, en la zona de mis favoritos, y cuando me mudé a Torreón no dudé en meterla a la maleta, con todo y que apenas cabía. La arrastré por todos lados como mi fiel compañera y en mis días más tristes la abría de nuevo para darme paz. Hasta que se la presté a Claudia. 
Mafalda por Azteca
-Qué triste que tengas mucho sin leerla, yo no me separo de 10 años con Mafalda, ha estado conmigo desde chiquita- le respondí a Claudia. 
-Claro que lo ubico, ese libro también lo tuve pero pues ya no sé dónde quedó, deberías prestármelo.
Dudé. Claro que dudé, y supongo se notó porque Claudia respondió:
-Nombre, claro que te lo regreso, es más, vamos a hacer algo. Te voy a prestar uno de los libros más preciados para mí, lo quiero mucho, es de mis favoritos y generalmente no se lo presto a nadie, pero te lo voy a prestar si me prestas 10 años con Mafalda. El libro se llama Azteca, estoy segura de que te va a encantar. 
Dudé. Claro que dudé. Pero luego pensé que si ella me estaba prestando uno, pues no habría problema, la podría presionar para que me lo devolviera. Así que accedí y al día siguiente nos llevamos nuestros respectivos préstamos. 
Azteca resultó ser un libro que tardé 3 meses en leer. Era una historia verdaderamente fascinante, pero muy larga, así que mis tardes se me iban en darle seguimiento, mientras mi 10 años con Mafalda estaba lejos de mí. Azteca nunca me soltó y yo lloraba, reía y volvía a llorar con cada tarde de lectura. Se hizo mi libro favorito y lo coloqué en un lugar especial, y más tarde me enteré que formaba parte de una trilogía que no dudé en adquirir. Me sentía sumamente agradecida con Claudia por haberlo traído a mi vida, porque fue un libro de mucho aprendizaje, no solo sobre la historia de México, sino aprendizaje personal. Me descubrí a mí misma enraizada, orgullosa y con un sentido de pertenencia sin igual. Le hacía falta a mi vida el que me sintiera identificada con algo, que me amarrara poquito a mi historia, y lo logró. 
Aún no se lo regresaba a Claudia cuando empecé a moverme para conseguirlo, porque en ese entonces, por ahí del 2014, aún no me familiarizaba con Amazon y compraba mis libros a la antigüita, en una librería. Y resulta que Azteca andaba escaseando, no lo tenían en ningún lado y si lo pedía no me aseguraban que llegara. Así que esperé, esperé paciente, con el Azteca de Claudia en mis manos. Esperé y esperé más y seguí esperando. 
Una mañana de agosto, en pleno verano, recibí una llamada matutina. Claudia había muerto. El cáncer había regresado y esta vez no había cedido, así que su cuerpo abandonaba este plano terrenal. Me sentí triste, sumamente triste. Es difícil aceptar que una luz tan brillante se apague, que un ser con tanta energía, se acabe. Lamenté mucho su muerte y acudí al velorio sin saber muy bien qué hacer porque nunca había conocido a su familia y solo tenía dos o tres contactos en común. Estuve ahí solo unos minutos, mirando su féretro a lo lejos y guardando en mi corazón muchos de los recuerdos que ahora comparto.
No lo voy a negar, también pensé en Mafalda y que ese libro que había estado a mi lado más de 10 años, ya no me pertenecía. Me dolió poquillo el alma pero me recuperé pensando que ahora yo tenía algo con qué recordar a Claudia y que sí, se había quedado mi libro, pero yo tenía Azteca. Entre los múltiples aprendizajes que me pudo dejar un alma tan bella como la de Claudia, el más grande fue el del desapego. No es fácil, a la fecha, 6 años después, lo sigo trabajando. 
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cabezaderana · 4 years
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De la reconciliación.
Habían sido ya una docena de madrugadas en las que la culpa atosigaba mis sueños e inundaba el delirio nocturno con sus necedades inquietantes. Dormir y despertar a la hora se hacía hábito, y entre desvelos y devenires no hallaba de otra mas que mirar pal’ techo y darle rienda suelta a mis sentires. 
Descubría enojo, descubría ira, indagaba más en el fondo y descubría más enojo y más ira. Y en medio de las iracundas noches me adentraba en mí y nomás hallaba miedo. Todos los miedos posibles juntos, acomodándose uno al lado del otro,  turnándose pa’ llegar a mi mente, peléandose el protagonismo, poniéndose de acuerdo para salir cada uno con su porción. Y yo solo tallaba mis manos. Las frotaba fuertemente en un intento por liberar la tensión a través del cuerpo, exprimiéndome con fuerza a ver si así salía la ansiedad, expulsando intensamente mi exhalación, apretando los ojos, haciéndome bolita. Más de una vez caminé en círculos por toda la habitación, en medio de un suplicio del que estaba segura, nunca saldría. 
Y después... ¡salía! Mis ojos volteaban rápidamente al reloj tras la crisis tan solo para detectar que aquel momento que pareció una eternidad en realidad habían sido minutos. “Así debe ser el meritito centro del infierno”, pensaba. Así se debe de sentir. Y entonces morir ya no me parecía tan malo, y entonces la eternidad ya me sonaba a gloria. Porque cualquiera de esas opciones supondrían el detener a los pensamientos más absurdos que noche con noche abruman mis minutos, transformándolos en caravanas infinitas de tiempo. 
Temo a mis ires y temo más a mis venires. Temo a lo que se maquila en mi cerebro con pericia, a lo que llega sin planear, al abrupto mecanismo de defensa que me aleja de quien soy, que me desarma y me deja  pávida, indefensa y a la deriva. Temo no salir de cada crisis, temo sumergirme tanto en mi mente que esta me consuma, me coma, me seduzca. Temo el día en el que sea más atractivo dejarme llevar por la incertidumbre, porque incluso dentro de ella logro apagar las voces que me gritan mis deficiencias, que me hacen ver mis más mundanas ocurrencias, que me muestran desnuda, sin tapojos, sin vergüenza, sin la protección del constructo que otros han dejado en mí. Me muestran la verdadera Yovanna, una sin alma, una cínica,egoísta, desprovista, ausente, vacía, deambulante, ausente, corrosiva y dañina.  
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cabezaderana · 4 years
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Había reflexionado sobre un título que quedara perfecto con este escrito que aún no tiene forma en mi cabeza, pero que lucha por ser expuesto, directo desde mi corazón. Quisiera ser lo más honesta posible y escribir desde ahí. Quisiera dejar de engañarme y volver a ser yo misma, pero, ¿por dónde empezar? Tengo meses queriendo encontrarme, queriendo saber quién realmente soy. Estoy en una etapa donde he descubierto tanto sobre mí en la terapia que no logro identificar en qué momento empiezo a ser yo y en qué un constructo social. ¿Qué tan influenciada he sido por mi contexto? ¿Qué tan cómoda estoy con quien soy ahora? ¿Qué tan auténtica me siento? ¿Qué tan libre? ¿Qué he querido ser siempre? ¿Qué me define? ¿Acaso será este mal genio constante? ¿Mis dudas? ¿Mi necedad por sobrepensar absolutamente todo? ¿Mis pretexto para no escribir? ¿Esa facilidad con la que me distraigo? ¿Esa necedad por entender lo inentendible?
Neta. ¿Quién soy? Y lo más importante, ¿qué quiero de este mundo? Me sumerjo en todas las dudas, intento responderla, darle forma, encontrar el pedacito de hilo que sea el inicio del cual pueda tirar. Pero no hay nada, no doy con nada y siento este reborujo interminable, insaciable, inacabable, inefable. Soy el cúmulo de todas las emociones que nunca dejé sentir, y el arrebato de todas aquellas que dejé fluir de mas. Soy la consecuencia de una deconstrucción que empezó a la brava y no hubo ser capaz de ponerle freno. Soy sueños frustrados, soy la eterna desconfianza en mí misma. Soy lo poco valorada que constantemente me dejo sentir. Soy el más profundo de mi enojo, que sigue sin hallar motivo, justificación o razón de ser. Soy tanto y soy tan poco que me salgo del carril a medio desvarío, en un intento más por descubrirme. Me desgasto emocionalmente y me encierro en este cerebro lleno de vagas ideas que me hacen sentir miserable. Soy la guerra eterna contra mí misma.Soy la falta de control, la impaciencia y la imprudencia. Soy el impulso cobarde que te mueve de ciudad. SOY UNA PINCHE CONTRADICCIÓN. 
No me hallo. Y no me hallo y no me pinches hallo.
Soy todas mis depresiones acumuladas. Soy la culpa por lo vacía que he sido, soy el miedo por los errores que me carcomen el corazón. Soy el coraje atorado en la garganta por enfrentar la realidad de que ya perdí el pinche rumbo. Soy la falsedad de mis fotos en redes sociales, soy el espejo de todas mis vanalidades. Soy las inquietantes ganas por aparentar que ese vacío no existe. Soy el deseo de ser alguien más. Soy un pinche personaje creado a partir de mi falta de confianza. Soy tan falsa, de verdad, tan falsa. No me identifico con esta Yovanna.
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cabezaderana · 4 years
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De los días de pandemia
Me he estado preguntando últimamente que será de mis recuerdos de estos días en unos años. Si acaso regresaré en mi mente a esta cuarentena y la tendré presente como un periodo de constante estado de alerta, si vendrá a mí con melancolía o incluso añoranza, si valoraré los días de encierro, si preferiré no recordarlos, si me obligaré a suprimirlos, si algún mecanismo de defensa decidirá que es mejor idea ni siquiera nombrarlos... Me he preguntado si tendré oportunidad de verlo en perspectiva, o si el virus acabará antes con mi vida. 
Han sido momentos similares a estar en una montaña rusa, supongo. Lo escribo así porque es la referencia de subir y bajar que me viene a la mente, pero en lo personal solo he estado arriba de una, una vez en mi vida, en aquellas vacaciones de verano de por ahí del 2006, cuando visité la Feria de Chapultepec y me atreví por primera y última vez en mi vida, a subirme. La adrenalina y yo no somos amigas y supongo que mi sistema dice que es suficiente con el cúmulo de emociones que mi mente le presenta, sin la necesidad de un apoyo físico. 
Recuerdo esa sensación al bajar de la montaña rusa. Recuerdo reflexionar acerca de la pésima experiencia y recuerdo, sobre todo, el dolor en mi espalda. A lo mejor fue ahí donde me chingué y ni enterada. Se lo contaré a mi fisioterapeuta la próxima vez que lo vea. 
Divagué, como siempre. Mi intención era plasmar un poco aquí acerca de lo que he vivido desde aquel 31 de marzo en que nos encerramos todos. Y es que, por cuántas cosas no he pasado ya. Desde un caso muy cercano, hasta la paranoía constante de estar contagiada. Desde disfrutar los días de encierro y colorear hasta no soportar más este cuarto y aborrecer hasta el color de las paredes. Son blancas, tal vez  debería aprovechar para pintarlas. 
Han cruzado mil ideas por mi cabeza. Ya hice puntillismo, ya pinté mandalas, armé rompecabeza, llené sudokus y crucigramas, me compré otro cubo rubik, que más  tarde rompí en un intento por demostrarle a Esaú como se armaba. Fui por acuarelas e hice dos obras de arte, enmarqué mis cuadros, colgué relojes en la pared, ordené mis libros y arreglé mi clóset. Tiré a la basura bolsas y bolsas de cosas que por años había acumulado, intenté hacerme experta en vender mariscos, releí Cien años de soledad, le di una oportunidad a los libros de autoayuda y se las retiré al final del primer y único libro de este tipo que leí. 
Maratoneé una y mil series, hice listas de películas, clasifiqué mis pendientes y realicé estrategias para ir al súper de manera efectiva, con un recorrido ya en mente y un límite de pago establecido. Lloré en mi cama. Lloré en el sillón. Lloré en la azotea, en un costado del clóset, en la regadera, en el baño, en la cocina,en el comedor y mientras hacía home office. Me senté en las escaleras y y lloré. En el camino a HEB lloré de nuevo, una y otra vez. Decidí caminar sin rumbo y llegando al parque lloré. He llorado mucho. De enojo, de frustración, de mucho miedo, de inseguridad, de decepción, de coraje. 
Adopté un lugar especial para mis citas con el psicólogo y también ahí lloré. Hice un calendario para tener opciones de actividades todos los días y nunca lo seguí. Contraté dos servicios más de streaming que no he tenido tiempo de ver e hice compras absurdas e innecesarias en Amazon. Un días desperté pensando que éramos ricas y compré un rimmel de 600 pesos que no me levanta las pestañas. Corté con mi novio una, dos o tal vez tres veces. Nos dimos un tiempo y volvimos. Nos peleamos, renegué y lloré. Me refugié en la mota los fines de semana y bailé cumbia sola en la cocina con cerveza en mano. Se me hizo costumbre ir por un doce los sábados por la tarde y embriagarme despacito mientras veía películas de comedia británicas. 
Los ataques de ansiedad volvieron con más fuerza y vi pasar mis noches en vela, sin poder cerrar los ojos siquiera. Navegue en internet durante noches enteras, pensando en los más absurdos escenarios, deseando que ya me diera COVID, queriendo correr ya a cualquier parte, olvidarme de todo, sumergirme en mi tristeza y ya da por perdido el pinche año. Me levanté con más fuerza después de todas las crisis, hice mucho ejercicio, controlé mi alimentación y bajé 6 kilos. En un arrebato me fui al pueblo y durante mi estancia allá subí otros dos. Me descubrí tanto en ese viaje, aprendí tantísimo de mí, más de lo que pude haber aprendido en mis 31 años de existencia. Volví más fuerte que nunca y llena del amor infinito de los míos, me sentí invencible, decreté que nunca me daría Covid y me saturé de actividades. Consegui ooootro trabajo, más y más clientes, me di en la madre sola entre tanta chamba y no desistí. Me equivoqué, la cagué, me regañaron reaccioné y alcancé mis objetivos mensuales. Entrevisté gente en la distancia y skype se volvió mi mejor amigo. Fui a sesiones de fotos combinando mi cubrebocas con mi bolsa y superé el reto de hacer sentir a la gente en confianza para contarte su vida aún con una pantalla en medio, o con metro y medio de separación. 
Me volví a caer, regresaron los ataques de ansiedad, la depresión y el sueño. Viví días en los que las mañanas y las tardes se me iban durmiendo, en los que no quería hacer otra cosa más que dormir y dormir. En alguna parte leí que quemas muchas calorías durmiendo así que tal vez por eso adelgacé. Después empecé a comprarme ropa, a redefinir mi estilo, a sacar el ego a flote y tomarme fotos en todos lados con mis nuevos outfits. Me endeudé  y luego pagué la tarjeta de crédito y tracé una singular estrategia con la que me he hecho una consumista en potencia pero responsable. 
Hice mil planes, que luego cancelé. Idee cosas, triunfamos en la chamba con un nuevo proyecto y luego me saturé de temas. Mi cabeza casi exploita, conocí nuevas formas de vivir la migraña y supe lo que era tener los ojos verdaderamente cansados. Regresé a Pokemon en un intento por encontrar nuevamente formas de entretenimiento y nunca supe lidiar con los malditos tiros excelentes. Me frustré mucho y me hice de un Monopoly socialista que no he podido empezar a jugar. Me arreglé la ceja 4 o 5 veces porque de todo en mi ser es lo que más atención necesita, además de mi alma. 
Grité, renegué, patalee, me cagué de risa sola, me reí de todo y nada. Escribí muy poco, apenas esto. Escribí solo para la chamba, artículos y artículos de uno y mil temas. Escribí del covid, de las estrategias para olvidarlo, de negocios, de doctores, de la evolución de las tiendas, de entrevistas, de gente, de sueños. Escribí y sigo escribiendo y es que siento que si no lo escribo lo olvido. De por sí, que ya todo olvido. 
Y así. Así mero se me han ido estos días. 133 días ya.
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cabezaderana · 4 years
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Sobre el confinamiento.
Un viernes 13 de marzo tomé una de esas decisiones que no tienen mucha cabeza y me aventuré a ir al concierto de Hombres G. Me habían regalado los boletos y yo amablemente los había rechazado porque, por un lado, veía la crisis del Coronavirus muy cercana y, por el otro, ya me había hecho a la idea de que no iría. Pero al final no pude resistirme, invité a Esaú y asistimos a la presentación de mis españoles favoritos.
Hombres G es de esas bandas que me trasladan en automático a mi adolescencia. Más o menos por esa época me hice fan gracias al descubrimiento de Lo Noto. Tendría yo unos 13 años cuando se realizó el lanzamiento y en mi repertorio de canciones de esta banda española solo figuraban las más famosas: Te quiero, obviamente y Un minuto nada más. Después de adquirir y chutarme completito el disco de Peligrosamente Juntos, no hubo marcha atrás, me habían conquistado y mi amorío con ellos continuaría por muchos años más. Verlos en vivo suponía un deleite musical y emocional, y fue esa la razón que me motivó en 2016 a ir al Machaca, un concierto organizado en Monterrey donde ellos serían uno de los 35 estelares. La realidad es que recuerdo muy poco de ese concierto, porque tras dos días parada, en un clima bochornoso y arriba de los 35 grados, no tuve otra opción más que embriagarme para mitigar la sed, el calor y el cansancio. Para cuando salió Hombres G el alcohol en mi sangre era bastante y la cordura en mi cabeza era nula. Hay videos que evidencian que la estaba pasando bastante bien, pero los recuerdos en mi mente eran pocos. Así que la visita de Hombres G a Torreón representaba una segunda oportunidad, donde podría construir recuerdos a lado de estos seres que tantos años habían alimentado mi alma, mis cursilerías y mi dramatismo con sus canciones. Llegué tarde al concierto, pero eso no evitó que Indiana Jones y Temblando llenaran el huequito que el concierto anterior había dejado. Y sí, pasé grandes momentos a lado de Esaú y de otras 4 mil personas que esa noche se dieron cita en el Coliseo... 
Y pues... ¡qué bueno que decidí ir! Y qué bueno que no rechacé los boletos. Y qué bueno que me aventé a disfrutar de estos españoles... Porque dos días después se dio por anunciado el confinamiento. Bajo la frase “Quédate en casa” nos vimos orillados a resguardarnos del Coronavirus. Yo ni siquiera pude volver a la oficina, porque el martes que se supone asistiríamos todos, nos pidieron a quienes habíamos ido a eventos masivos que no acudiéramos. Me mandaron mis cosas en unas bolsas negras de basura y así comenzó este aislamiento obligado en el que ya tenemos 28 días. 
Aún recuerdo el mensaje de mi jefe, un 16 de marzo, avisándome que no fuera a la oficina, que empezaríamos a trabajar desde casa y que no me preocupara, que todo iba a estar bien, que me marcaría temprano para afinar detalles. Yo, como todos, no sabía qué esperar de esta nueva dinámica de trabajo, así que como pude me alisté para trabajar desde la sala de mi casa. El primer día fue realmente agotador, y es que nadie te prepara para un caso así y no hay un manual de “trabajo desde casa”, porque nadie dimensionó los alcances de la llegada de un nuevo virus. Eran las tres y decidí acostarme y llorar. Llorar por lo que tal vez no hice, llorar porque no sabía cuando volvería a ver a mis compañeros de trabajo, llorar por la incertidumbre y llorar por la frustración. Más tarde, cambié el chip y me di cuenta de que realmente trabajar desde casa es el mejor de los escenarios dentro de un panorama apocalíptico. Quedarse en casa es la menos dañina de las peticiones cuando doctores y enfermeras tendrían que trasladarse a hospitales para tratar con miles de enfermos, poniendo en riesgo su vida.
No, el aislamiento no era tan malo. Tan solo por una cosa, una leve, casi minúscula situación en la que yo tenía envuelta más de 20 años: Mi querida, adorada y bien alimentada personalidad limítrofe. Y es que en situaciones como esta, el peor de tus enemigos es la mente. Y en mi caso, mi querido enemigo había declarado la peor de las guerras desde hace dos años que me sumergió en una depresión sin antecedentes. Sabía que no sería sencillo, pero no sabía hasta qué grado. Sabía que me enfrentaría a mis miedos hechos realidad, pero desconocía el alcance de sus repercusiones. Vergas. Sabía que necesitaría estar mucho más atenta a mis abruptos cambios de humor, porque mis picos bajos podrían llevarme a extremos peligrosos y que pondrían en riesgo mi relación conmigo misma, mi relación con mis amigos, con mi novio, con mi roomie. 
Y bueno, idee un plan para combatir la ansiedad y la gran cantidad de pensamientos que ya se acomodaban de golpe, empujándose en mi cabeza, exigiendo salir. Cada detalle catastrófico que mi mente imaginaba estaba solicitando atención personalizada, y hubo un punto en el que les di rienda suelta: Ya, sí, a ver, pensemos en todo lo malo que puede ocurrir, a detalle, sin dejar lugar a dudas, lo más descriptivo posible. Imaginemos no solo situaciones sino también los sentimientos que provocarán cada una de ellas, hagámonos daño de esa manera, pensando en que perdemos a nuestros padres, que colapsa la economía, que morimos de coronavirus, que el mundo se acaba como lo conocemos, el desabasto, el hambre, los motines, la delincuencia. Me sumergí uno o dos días en explotar mi imaginación con toda la parte negativa: el virus evolucionando, el cuerpo humano siendo incapaz de combatirlo, una segunda etapa de la enfermedad donde todos los que la vivieron ahora mueren súbitamente... Me agoté a mí misma creando escenarios donde el sufrimiento era el protagonista y mis reservas de energía se fueron acabando poco a poco, lentamente... Hasta que se transformaron en lágrimas. 
Dos días estuve llorando, tarde, noche, día. Entre comidas, mientras veía series, al trabajar. Paraba un poco con la visita de Esaú, pero apenas se iba y mi llanto regresaba, con una tristeza a la que no le veía origen. Mi tratamiento psicológico me ha orientado a que debo ver más allá, a identificar que mis emociones están provocadas por temas más profundos, y que en sí el confinamiento no era la causa de mi tristeza. Pero no lograba ver cuál era. Mi psicólogo me movió la sesión de esa semana y yo sentía cómo todo se derrumbaba dentro de mí. Me vi, como pocas veces me he visto: hecha bolita en un rincón de la casa, abrazando mis piernas como último recurso para sentir algo diferente a la tristeza, con un llanto imparable y la desoladora idea en la cabeza de que tal vez solo la muerte podría frenar ese absurdo sentimiento que ni forma tenía. Tuve miedo de mí misma y le llamé a mi mejor amiga, quien me ha acompañado siempre, en cada colapso mental, en cada ataque de ansiedad. Me contó que se sentía igual y eso me trajo un poco a la realidad: Lo que estamos viviendo, lo estamos viviendo todos juntos.Ya con un poco más de claridad en mis pensamientos me levanté por ahí del día 17 con ganas de hacer las cosas diferente: hice un calendario de actividades para poder enfocarme en algo cada día (armar un rompecabezas, hacer sudokus, jugar plantas vs zombies, etc) adapté un espacio en una zona de mi casa para que fuera mi oficina y así no tuviera que verme obligada a permanecer mucho tiempo en el mismo lugar y hasta me uní a un círculo de lectura virtual. 
La realidad es que todo eso ayudó, pero no fue suficiente. Las noches seguían siendo interminables, las mañanas luchaba contra mil demonios para poderme despertar y no había poder humano o no humano que me motivara a entregar lo mejor de mí. Todo, absolutamente TODO me molestaba: el sonido fuerte de los pájaros, la gente en la calle, las publicaciones banales en redes sociales, mis compañeros laborales, la carga de trabajo, el cielo nublado, Esaú tardándose años en contestar... Puta, qué labor tan pesada era mantenerme despierta. Porque sí, empecé a dormir más en el día mientras que en la noche me carcomía el insomnio. Y fue cuando me di cuenta de que estaba en riesgo de un regreso súbito de mi depresión. 
Mi siguiente cita con el psicólogo no me motivaba porque no tenía ganas de hablar de este encierro. Así que fui así, sin expectativas, dispuesta a hablar de cualquier otra cosa que no fuera la pandemia. Pero supongo que por algo estudias una carrera y por algo estás capacitado para atender gente, porque el psicólogo supo exactamente por donde llevarme para que, número uno, identificara qué era lo que realmente me estaba molestando de toda esta situación, para que así pudiera enfrentarlo; y dos, para que me diera cuenta de que ya estoy familiarizada con este tipo de infiernos, y por ende, ya sé por dónde está la salida, solo que tenía que pensarlo fríamente para poder verlo. 
Desde esa última cita me he sentido diferente. Solo por hoy. Porque sé, la experiencia en esto me lo dice, que el camino no es en línea recta. Que hoy estoy bien, y estoy agradecida por eso, pero mañana tal vez mis hormonas y la mente me quieran hacer una nueva jugada, y tal vez me cueste más trabajo despertarme que otros días. Pero al menos ya podré recordar la conversación con mi psicólogo y aferrarme a un sentimiento de fe, a uno que me haga recordar que soy como un cubo rubik y en apariencia luzco complicada, pero mames, se resuelven en siete pasos. Y tal vez yo también. 
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cabezaderana · 4 years
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Pandemia en tiempos de smartwatches.
El mundo atraviesa por una de las crisis de salud más impactantes de los últimos 100 años, y aún con eso, esta tarde me sorprendí a mí misma frustrada por no poder completar los 8 mil pasos que la OMS sugiere que caminemos cada día. Me sentí insignificante, enajenada, absurda. En medio de tanta incertidumbre, del desasosiego y de los miedos por no saber qué nos depara el futuro, ahí estaba yo, contando mis pasos. Mi mente empezó a divagar sobre lo poco agradecida que he sido en toda esta situación. Desde cualquier perspectiva, cruzo por la crisis en medio de un paraíso: Se me permite trabajar desde casa, mi hogar tiene aire acondicionado, hay comida en el refri, una conexión medianamente estable a internet, acceso a mucha información, entretenimiento, películas ilimitadas, chingos de libros y sinfín de canciones.
La crisis la vivo desde mi hogar, siguiendo, en la medida de lo posible, mis actividades diarias, con el sueldo asegurado de mi próxima quincena (por lo menos el de la siguiente). Así que a la inestabilidad en salud no se le agrega factor alguno. Y como yo, hay miles de jóvenes que están exactamente en la misma situación. Es como si el mundo nos hubiera preparado para esto y hubiera inyectado en el Millennial la espinita de dominar el trabajo desde casa; como si los jóvenes hubiéramos visto en nuestros padres la intranquilidad de deber una hipoteca, llevándonos a no adquirir nuestra casa y por tanto, vivir sin la idea de un embargue atormentando nuestra mente. Es como si los hábitos que trazamos semana a semana con el Netflix & Chill fueran en realidad el entrenamiento para estos días de contingencia. Como si la dinámica de interacción social y económica estuviera a punto de dar un brinco sin retorno y sepamos muy bien por qué se está haciendo y en qué dirección.
Y aún con ese mar de privilegios, que poco se parecen a las crisis del 81, del 94, del 2008 en Estados Unidos y de otras tantas que pudieron darse, somos tan ciegos para notar la transformación que estamos viviendo. Y entonces, decidimos seguir contando nuestros pasos. Porque nos enseñaron que la salud es importante. Y porque en nuestras atoradas mentes, a veces tan vacías de problemas, no queda más que enfocarnos en nosotros mismos. Alguna vez leí que a los de mi edad nos queda más tiempo libre para pensar en todo aquello que genera ansiedad, y que es de ahí de donde se derivan tantos trastornos mentales, deseos de morir, negatividad y depresión.
Seguramente así sea, porque en medio de una pandemia me puse a contar mis pasos. Y no es solo el hecho de contar los pasos, sino en identificar el egoísmo que hay detrás. Me he sorprendido a mí misma deseando que ya se desate todo, pa’ que se vea quién va a sobrevivir y ya podamos seguir adelante, muy segura de que mis defensas harán su jale, de que mi buena alimentación me hará valer, de que el contar mis pasos durante los últimos 13 meses me ha mantenido en condición para enfrentar un problema de salud. Y, ¡qué chingón! Pero, ¿en qué momento se detiene uno a pensar en los demás?
Y luego todo este laberinto de pensamientos me llevan al enojo conmigo misma, a la insatisfacción de convivir con mi ego, a la desesperación de saberme ansiosa pese a un panorama un poco más alentador, a la frustración de ser consciente de que muchos de estos pensamientos son, incluso, inevitables, porque son parte de lidiar con otros desórdenes mentales. Y nada de esto ayuda. Y entonces regreso, y vuelvo a contar mis pinches pasos.
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cabezaderana · 4 years
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Hola, hartazgo. Soy yo de nuevo.
Sentada con las piernas cruzadas y la mirada en el aire, me propongo reflexionar sobre la gran cantidad de pensamientos que van golpeando mi cabeza, uno tras otro, una y otra vez, incansablemente, invariablemente, incesantemente. Llegan, y cual si fueran olas chocando contra las rocas, se impactan con fuerza, provocando que desemboquen ideas que como gotitas se van juntando y se convierten pronto en tormenta. 
No puedo detenerme, no veo que algo surta efecto y logre que yo pare en seco este devenir de emociones. Las siento en la cabeza, noto cómo bajan y empiezan a recorrer todo mi cuerpo, cómo se transforman en gastritis, en insomnio, en un cosquilleo en la garganta, en mis pies cansados, en el sudor en mi frente, en el nerviosismo, en el temblor de mis manos.
Ansiedad. Ahí está nuevamente despertándome del más profundo de mis sueños, recordándome que no se ha ido, que no está en sus planes irse, que yo intenté hacerla desaparecer con uno y mil métodos, pero que bastó un tweet de alguna persona promedio para hacerla volver, porque en el fondo nunca he sido lo suficientemente capaz para despedirla. Porque no importan las horas invertidas en terapia, las noches regaladas a la lectura, la meditación, la atracción de buenos pensamientos y todas esas técnicas que la gente dice que son buenas. Nada, nada ha servido aún y cuando menos lo esperaba estoy nuevamente a la deriva, sumergida en este cúmulo de sentimientos, viviendo con miedo, temiendo a la noche, ansiando el día, el momento en el que todo acabe y yo pueda volver a intentar ser un poco más normal. 
Todos los miedos que solía tener se ven ahora tan pequeños, inertes en un pasado que ahora se burla de mí, como diciendo: “¿tú temías todo eso? Ni cerca estabas de lo que la realidad te tenía preparado”. 
Y ahora pienso que todos esos sentimientos negativos del pasado estaban realmente mal fundamentos, cuando un miedo real invade mis oídos, mis ojos, las calles y el mundo, sofocado por un nuevo virus del que poco se sabe y que ya nos tambalea el sistema político, el sistema social, ¡vaya! Ya tambalea a la humanidad.
Y, ¿qué puedo hacer yo, insufrible comunicóloga de metro sesenta, frente a la tormenta que se avecina? ¿Qué me queda por sentir, cuando todos los miedos se manifiestan al mismo tiempo en cada madrugada? ¿Qué me falta por dejar de soñar, cuando no tengo mas que insomnio noche a noche? ¿Qué otra cosa he de vivir? Si acaso será, la inevitable muerte. Y el día que llegue, ¿qué pensaré de estos momentos? ¿Veré mis problemas de ahorita como veo los de antes? Insignificantes, diminutos, simples, absurdos. 
Ignoro que sea mejor ya. Ignoro de qué forma apapacharme. Me repito día con día que todo va a estar bien. Y lo creo, lo sé, pero luego la noche me cobija y mi fuerza de voluntad me abandona, dejándome indefensa ante la presión de una negatividad incansable que no hace mas que gritarme que me rinda, que ya todo acabó, que me resigne. 
Hace poco leí que la certidumbre está sobrevalorada. Y esto es porque prácticamente no existe. No hay forma de estar seguros de algo, únicamente de la muerte. Y en un mundo tan cambiante, ya ni la muerte es segura. Mañana despertamos en un capítulo de Las intermitencias de la muerte y tendremos que andar cruzando fronteras de manera ilegal para poder morir.
A eso me aferro, dentro de mi necesidad de seguridad atrinchero el pensamiento de que no importa cuánto me esfuerce, no podré tenerla. Y por más irónico  y sin sentido que resulte, me termina ayudando.
Tal vez debería usar esta cuarentena para arreglarme las uñas y mejorar mi aspecto personal. Puede que con eso deje de pensar.
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cabezaderana · 4 years
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Del inconsciente
Los últimos días se me han ido en un trabajo de introspección que, ahora identifico, nunca había hecho. Por años juré conocerme, identificar lo que me gusta, ser consciente de mis decisiones y estar muy segura de quién era, cómo había sido construida, mis formas, mis gustos, mis manías y mis sueños. 
Resulta que todo había sido construido sobre simples ideas generales, lo primero que veía al reflejarme en un espejo, las vagas sensaciones que ponía a la orden del día y, sobre todo, lo que los demás decidían ver en mí y me compartían. 
Pero han sido las últimas dos semanas, las sesiones de terapia y la meditación lo que ha abierto nuevas puertas, haciendo consciente el inconsciente y presentándome a una Yovanna que me resulta tan familiar y ajena a la vez. La veo, la reconozco, la sé como parte de mí, me doy cuenta de que me ha acompañado siempre y de que se proyectaba desde la más pequeña de mis decisiones, hasta aquellas hechas a largo plazo, como, por ejemplo, mis tatuajes. 
La veo ahí, tan pequeña y tan olvidada por mí que siento incluso pena. Me avergüenzo de no haberla escuchado antes, de ser tan necia, obstinada, orgullosa y prepotente que asumía que era innecesario analizar a profundidad mis por qué y entender mis cómos y mis cuándos. 
De ratos sobreanalizo, le doy más vuelta e incluso me enojo conmigo misma. Pero eso significaría enredarme en algo que seguramente solo me haga perder el tiempo y, ¡ya basta! Quiero dejar de perder el tiempo con la Yovanna que sí sabe lo que quiere, que entiende su entorno, que sabe por qué nos trajimos hasta aquí, que reconoce el valor detrás de cada decisión tomada, que identifica nuestros más profundos deseos y que por años ha intentado gritarnos, darnos pistas, lanzar señales y, en medio de justificaciones, autoflagelos, obstinaciones y sabotajes, no fue escuchada. 
El camino es largo, evidentemente. Seguramente no esté ni a la mitad de este eterno proceso de hacer consciente lo inconsciente, de re-conocerme, de entenderme, de darme un largo apapacho en el que encierre todo este amor propio que tenía guardado y que, vaya, tanta falta me hace. Pero pos ahí, ahí en el camino andamos.
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cabezaderana · 5 years
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Del tiempo
Tengo tantos pensamientos que quiero plasmar y al mismo tiempo me da un terror intentarlo porque sé que al traerlos a la mente me puedo desmoronar. Pero desmoronarse también es necesario, considerando que me estoy enfrentando a una de las tristezas más profundas de mi vida y no he querido verla de frente, en primera porque tomé responsabilidades que no me correspondían y asumí que debía verme valiente, lo que desembocó en cientos de sentimientos guardados y una gripa descomunal que no era mas que la única forma que mi cuerpo encontró para desahogarse. La segunda razón es el miedo, por supuesto. Una vez que te topas de frente con esa clase de sentimientos lo único que te queda es ir hacía abajo o aferrarte a un inestable e inquietante motivo, que en noches funciona perfecto y en horas desaparece y te deja a la deriva. 
Ha pasado ya una semana desde que recibí esa llamada matutina. Tenía días con sueños extraños, e incluso dos días antes mi papá ya me había llamado en una hora que no acostumbraba y yo me puse nerviosa. Voltee con el de a lado y le dije: Tengo miedo. Él preguntó por qué y yo fui honesta, le conté que tenía sueños raros y que una llamada de mi padre a esas horas no era normal, que tal vez serían malas noticias. No lo eran, mi papá solo quería comentarme que me acababa de mandar un paquete, para que estuviera pendiente. 48 horas volvió a marcar a la misma hora extraña, pero mi mente, sumergida en un mar de trabajo, contestó incluso cortante, apresurando a mi padre para que me dijera el motivo de su llamada. Ojalá el motivo no hubiera existido. 
Desde que escuché su voz, lo supe. No sabía bien qué, pero sabía que algo estaba muy mal, que algo había pasado y que mi papá estaba tomando mucha fuerza para decírmelo. No fue al grano, primero murmuró: tu abuelito. Yo, que lo escuchaba relativamente tranquilo, no supuse lo peor, solo creí que estaba enfermo, pero entre los millones de pensamientos que cruzaron mi mente en un segundo, no concebía de qué podía enfermarse don Saúl, a quien siempre consideré un roble. El resto de la conversación no lo olvidaré:
- Tu abuelito
- ¿Qué le pasó?
- Pues se metieron a robar a la casa, y le dio un infarto
-¿Qué? ¿Y cómo está?
- Pues ya no está...
Lo que siguió fue una serie de negaciones por mi parte y muchos “quédate tranquila” por parte de mi papá. Los pensamientos siguieron invadiendo mi mente: quién chingados se había metido a robar a casa de unos ancianos, en qué se estaba convirtiendo mi pueblo, cómo estaba mi abuelita, cómo me iría a Maravatío, qué haría en las horribles 15 horas de camino, lo mucho que necesitaba estar junto a mi padre, cómo se lo diría a mi hermana, cómo estaban mis tíos, uno de ellos recién había publicado que había llegado a vacacionar a Pachuca, tendría que regresarse, mi hermana estaba en Tamaulipas, ¿dónde estaba la más chica? ¿Tenía planes para este fin? Habría que cancelar la cita con la dentista...
Me detuve. Me senté en el sillón de la oficina, junté mis manos, respiré, procesé y fui y le conté a mi jefe, quien me recibió en sus brazos y me ayudó a buscar los boletos para que pudiera partir a mi pueblo... Yo seguía perdida, pensando en todo y a la vez en nada...
Supongo que es común para todos los que vivimos lejos de casa en pensar que momentos trágicos como estos podrían llegar en cualquier momento. En mi caso lo pensé muy a futuro, creí que así tendría que ser algún día y que lo más complicado sería la espera en el camión, la ansiedad por llegar, la zozobra de no saber cómo estaban los tuyos, la inquietud por perderte el funeral, el que no haya despedidas, el que entiendas muy poco de todo. No me equivoqué. Fue lo más duro. Subirme al camión y hundirme en llanto se convirtieron en un mismo momento. Todo el dolor cayó de golpe apenas me senté y en la desesperación no encontré otra cosa que hacer mas que escribir del abuelo. De don Saúl, de esa gran persona que acompañó mi infancia, que impulsó mis logros, que aplaudió mis metas alcanzadas, que me motivó siempre. El llanto no cesaba y empezaba a incomodarme porque el resto de los pasajeros no dejaban de verme. Fue ahí cuando comencé a guardarme los sentimientos y acumularlos en mi nariz. 
Mi papá me marcaba cada hora y eso aliviaba un poco mi alma, porque me daba cuenta de que él estaba bien, porque el apapacho de su voz alcanzaba mi corazón, porque dejaba de sentirme sola. Más tarde llegaron las llamadas de mis amigos más cercanos, de mi hermana más chica, de mis primas. Y así poco a poco se fueron pasando las horas, ya dormitaba, ya jugaba pokemon, ya ponía The Office para distraerme. Con todo y que es de las series más divertidas que he visto, no reí ni un poco. 
En Salinas me bajé del camión para ir al baño y comprarme una nieve en un carrito. Pensé que eso me distraería pero recordé que mi abuelito siempre compraba su nieve de limón saliendo de misa los domingos, y ahí, en la carretera, volví a derrumbarme y me senté con todo y nieve en un escalón, pensando en lo injusta que era la vida, en el enorme coraje que guardaba en mi corazón hacía todo, hacía todos, hacía lo que se pinches moviera. Me levanté cegada por mi molestia y patee el escalón. Fue doloroso, qué pendeja, pero igual lo volví a patear, y sentí arder mi estómago, y sentí dolor en mi cabeza y el llanto cesó y en mi mente solo había pensamientos negativos, de odio, de venganza, de coraje... Volví a patear el estúpido escalón y con el ardor del golpe llegó también la claridad...
No, no podía llegar así al funeral. Sí,el enojo estaba ahí, pero no había manera de permitir que eso opacara la memoria de mi abuelito. Tomé la decisión y me puse a escribir acerca de ese nuevo sentimiento. No, no nos enfocaríamos en lo negativo en torno a la muerte de mi abuelito, sino en lo positivo en torno a su vida, en su legado de amor, en su inigualable presencia, en todos los aprendizajes  que compartió con nosotros, en su paciencia con cada nieto, en la mano firme con la que educó y logró formar siete adultos exitosos, en su trabajo por el pueblo, en carrera constante, en su amabilidad... En todo lo bueno que fue, en todo el compromiso que mostró siempre, en sus grandes valores.
Le marqué entonces a mi papá y le hablé sobre mi postura. Estuvo de acuerdo y creo que lo escuché más tranquilo cuando colgué. Eso hizo que me sintiera un poco más responsable, así que con mi llegada al pueblo mantuve mucho la calma. Sí, lloré mucho, pero siento que aún tengo aquí atorado ese sentimiento de enojo que decidí reprimir. Y es que, es sencillo, no he encontrado la paz, sigo sin entender por qué mi abuelito se fue, sigo negada, siento que no era su momento, que nos faltó tiempo. 
Tiempo.
Hace apenas unos días compartía con un desconocido mi inquietud por regresarme a mi pueblo, por estar cerca de mi familia. “Siento que estoy perdiendo tiempo muy valioso a lado de los míos, siento que el tiempo se me está acabando, quisiera irme y disfrutar más de todos, platicar con mis abuelitos, caminar con mis tías, salir con mis papás”. Recuerdo muy bien esa charla, la traigo a mi mente y se me revuelve el estómago. El tiempo, efectivamente, se me acabó con mi abuelito. Si quería seguir aprendiendo de él me será difícil hacerlo de manera directa. Más no de manera indirecta, pues desde que partió me he propuesto ser un poco más como él, con todo y el reto que supone estar siempre de buenas, tener solo buena vibra, estirar la mano a quien lo necesite, no negarle el saludo a nadie y mostrar siempre amabilidad con los que te rodean. Pero se acabaron las charlas, se me fue mi abuelito y con él la posibilidad de conocer más de su vida, de que me siguiera contando de su infancia, que me narrara el gran amor que sentía por mi abuelita, que me preguntara cómo estaba, que me insistiera con eso de escribir un libro, que camináramos juntos por el centro de Maravatío, que nos sentáramos en el jardín con nuestro vasito azul de nieve, o que nos echáramos unos churros afuera de la Iglesia. 
Me arrebataron eso. Me lo quitaron. Y no hay resignación porque, insisto, no era su momento. Mi abuelito aún estaba fuerte, no estaba cansado, estoy segura de que no quería irse, a pesar de sus 84 años. Aún trabajaba, aún caminaba, aún hacía representaciones en la iglesia y se iba a adorar durante vigilias enteras. Era un hombre fuerte, que una vez al año se enfermaba de gripa y el resto se la pasaba contento yendo al mercado con su esposa, celebrando en reuniones familiares, abrazando a sus nietos, procurando a su hijos, cosiendo pantalones, leyendo el periódico, escuchando la radio, paseando a su perro.
A veces entiendo la muerte. De verdad que a veces la entiendo. Comprendo sus decisiones, encuentro incluso una justificación. Pero no con mi abuelito. Le quedaba tanto por enseñarnos a tanta gente, principalmente a sus nietos. 
Evidentemente. 
Y podría seguir desenmarañando este asunto, podría seguir llorando y pataleando, pero confío en que la claridad llegue pronto y que la respuesta a todos mis por qués quede resuelta. 
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cabezaderana · 6 years
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De los corrientes
Me abruma la necedad de hacer recuentos sobre el año que se va, pero heme aquí, postrada en una mañana sabatina, o un sábado matutino, con el deseo imparable de escribir sobre el 2018. Ciertamente pensé en titular la entrada así “del 2018″, pero mi abrupta inquietud por hacer las cosas diferente me llevó a titularla con una frase que seguido veía en los textos formales de mi papá, y que siempre me pareció eso, de más formal, una formalidad ajena a mi padre, una formalidad de antaño, que seguramente mi padre le aprendió a su padre, porque en algún momento también la llegué a encontrar en los documentos que mi abuelo recelosamente guardaba entre sus libros, principalmente entre esa enorme enciclopedia roja que protagonizaba el librero del fondo de la sala y que rara vez tomaba entre mis manos. ¿Por qué habría de elegirla de entre tantos libros? Por su puesto que su imponente pasta dura y su enorme tamaño que rebasaba por mucho el de mis pequeñas manos, proyectaba personalidad y atraía a cualquiera. Pero yo siempre preferí los libros viejos, los de pasta verde desgastada con letras doradas encima y que poco faltaba para que se deshicieran. Nunca he preguntado de dónde salieron, sé que han estado en casa de mi abuelita, maestra de primaria, por siempre. Seguramente llegaron en su infancia, pero me parece un buen tema de conversación para esta navidad, y un buen pretexto para hablar de Guabiyú, cuento encerrado en uno de esos libros que narra la historia de una pequeña princesa de ojos hermosos, cuyo color fue arrebatado por un animal que la envidiaba. Mi obsesión con el libro era insuperable: todos los días le pedía a mi tía Chelo que me lo leyera, y empecé a responder exámenes y llenar escritos firmándolos con el siguiente nombre: Claudia Yovanna Guabiyú García Monreal. ¡Vaya vergüenza! Gracias al cielo que mi maestra era comprensiva, y nunca mató la ilusión ni me arrebató el nombre a la fuerza. A lo mucho me pedía que también esa G mayúscula debía ir en rojo, como todas las mayúsculas y los signos de puntuación, una práctica que me sigue pareciendo sin sentido, debían más bien a orillarla a poner puntos sobre la i, que vaya que la gente lo olvida. 
Regresando a los corrientes... Heme aquí, nuevamente, haciendo los clásicos recuentos, trayendo a mi mente las emociones que este año me produjo, recordando los momentos no tan agradables, las malas experiencias, el devenir de emociones, los sueños que apenas surgen, la llegada de mis 29, la reflexión de estar a un paso de los 30, la necesidad de gritar, saltar, salir, moverme; el clásico enfrentamiento mental con la muerte, el encaro de las nuevas sensaciones, el malestar matutino producto de la cruda, las noches que sí se olvidan, los nuevos conocidos, los malos por conocer, las páginas no leídas, los libros encontrados, las casualidades  y mis múltiples causalidades, mi soledad, la soledad, la soledad de alguien más, el solitario destino de esta alma solitaria, el regreso de la palabra soledad, el no miedo a la soledad, la Yovanna desvariada, inestable, complicada y encerrada en la falsa ilusión de que sin drama no hay vida.
Empecé creyendo que sería un gran año, sin la opacidad que la depresión post rompimiento ocasiona. Ilusionada me adentré en viajes, playas, carnavales, fiestas, alcohol y mucho sexo casual. Me dejé ir sin freno, sin notar que estaba atrayendo con mi falso esfuerzo de ser feliz a la infelicidad misma, y llené mis redes de hashtags vacíos, fotos retocadas y captions sin sentido. Dejé que me empapara el atractivo de las pantallas, del ser lo que no era, de la pretensión, de la necesidad de atención, de aparentar que me sentía como no me siento. Juré que había renacido y terminé matándome y toqué fondo mudándome a una casa en la que nunca me sentí completa ni segura.
El destino se cansó de que no leyera las señales, de que ignorara el ardor en mi panza, los sueños, la somnolencia, las llamadas from la lejanía, lo aparatoso de mi negación, y entonces, sin más, me gritó en la cara que tenía que moverme, que me había estancado, que estaba fracasando, por dios, ¡que qué conformista era! Así que a la mala me movió, despojándome de cosas materiales y de mis relaciones sin sentido. Y entonces si, renací. Bastaron seis meses en el lugar equivocado para empezar a buscar lo que realmente necesito, lo que el universo, tan necio como un padre que quiere lo mejor para su hijo, se empeñaba en ponerme enfrente y yo con mi obstinada prepotencia, me empeñaba en no ver.
Me decidí al fin, salí de mi zona de confort, me adentré en mí misma, reconocí que me desconocía y busqué una salida. Salí más con la gente correcta y alejé a quien sabía que no estaban destinados a seguir en mi camino. Hice limpieza de todo tipo, desde las fotos viejas hasta la ropa que tenía años sin usar. Tiré agendas con números inservibles, recuerdos de la universidad, discos que ya ni tengo donde tocar, libros que aún dolían y reprimí listas de reproducción que solo me aferraban a un pasado que no volverá.
Asumí el dolor como un compañero, como un mecanismo de defensa de mi ser interior, no como algo negativo, sino como el apoyo necesario para superar situaciones, pa’ entender decisiones ajenas, pa dejar de llorar por nada y comenzar a llorar en serio, reflexionar sobre cada momento y sacar poco a poco cada una de mis tormentas, empezar a vaciarme para no estar vacía. Vergas, me sentí Arjona. Pero es real, esto viene de adentro. 
Y cuando menos acordé, el año se había acabado. Después de mis viajes a Arteaga, Mazatlán, Guadalajara, Ciudad de México, Monterrey, Saltillo, Maravatío, Tequila y Sayulita, se acabó el año. Después de Pal Norte con mi hermana, un cumpleaños en mi pueblo, dos relaciones fallidas, un viaje con amigos, llantas nuevas pal jettita, dos libretas amarillas llenas, deudas saldadas, el nacimiento de EL proyecto, una nueva dieta, tres kilos menos, un corte de pelo sin sentido, tres puestas de gelish, dos mudanzas, seis libros, la quinta intención de terminar de leer Rayuela, trece crisis existenciales, un ataque de reflujo, cuatro grupos norteños pagados, una banda, la visita a un mejor amigo, el pseudo cierre de ciclos, ver a mi banda favorita en vivo, fumar mariguana frente al mar, trece mil doscientas cuarenta y ocho reflexiones sobre mi rompimiento, una visita a Mixta y Bolita, dos nudos en la garganta, quince días con tos, una gripa que me impidió ir al trabajo, varios días de vacaciones, dos tarjetas perdidas, 5,689 pokemon capturados,1142 batallas de gimnasio ganadas, más de siete millones de puntos registrados, decenas de películas vistas en el cine, otras tantas en netflix, la llegada de series favoritas como Brooklyn 99, el desencanto por Netflix tras ver The Sinner, el frío, el sueño, el adiós a los carbohidratos, mi voto por Amlo, mi riña con Uber, una llanta ponchada, carnitas asadas en soledad, idas a la botana, convertirme en Héroe Players, contratar dos nuevo fotógrafos, escribir a lo pendejo, leer como si no hubiera mañana, crear stickers de mí misma y -redobles de tambores- trabajar tanto en mí misma.... Se acabó el año. 
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cabezaderana · 6 years
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Breve historia de desamor
Durante casi cuatro meses la vida y sus energías me dieron la oportunidad de volver a sentir el vaivén de emociones, tan característico de un corazón que ha decidido adentrarse nuevamente en los terrenos del enamoramiento. 
Todo fue tan relativamente fácil, tan rápido, tan abrupto, inesperado e inconsciente que aún no logro descifrar en qué momento la vuelta por esta montaña rusa terminó y me dejó mareada y apendejada, sin coordinación y con un huequito en el corazón que lejos de llenarse parece hacerse más grande con cada mensaje que me llega a whatsapp... Y que no es él. 
Una madrugada, meses antes de conocerlo, desperté abrúptamente con su nombre en mi cabeza yendo y viniendo. No supe por qué y lo atribuí a que seguramente había sido la última persona a la que le había enviado un regalo en Pokemon antes de dormir, y que entonces mi subconsciente lo traía de moda. Pero ahora, después de conocerlo, me gusta creer que era una de esas señales que me invitaban a saber más de él, a no dejarlo como uno más.
Mi reciente interés por jugar Pokemon me había llevado a formar parte de diferentes grupos de whatsapp y  de agregar gente nueva como “Amigo”. La dinámica simple de abrir y mandar regalos te llevaba a interactuar en la “vida real” con las personas, y así, tan sencillo como eso, esto comenzó. 
-Abre mi regalo.
Fue lo que puse una mañana de julio en su conversación. Lo que siguió fue un curioso intercambio de emojis que podrían carecer de sentido para muchos pero que para mí fue la cosa más divertida del mundo. La cadena siguió y siguió y después de un rato, sin siquiera saber cómo chingados, terminó en una invitación a ir por cheves y tacos. Y no solo eso, habíamos creado un hashtag para tan memorable evento y ese día en la hora de la comida yo ya había trazado un mapa en Photoshop donde marcaba esos lugares a los que iríamos en ese recorrido inventado y diseñado para probar un taco, una cheve, un taco, una cheve. Cheve, taco, taco, cheve. 
Le pusimos fecha y hora definidas para una semana después de dicha charla y continuamos con las pláticas absurdas que nunca llevaban a nada, pero que no podía dejar de entablar. Yo pensaba que del otro lado estaría una especie de niño rata que jugaba Pokemon, pero no, resultó ser alguien muy parecido a mí, con gusto por muchos géneros musicales, el baile, las cheves, los tacos y los funkos. No lo conocía físicamente y su foto era de Breaking Bad, pero yo estaba segura de que aquella noche de tacos y cheves estaría chida, porque no podía dejar de platicar con él. 
Siendo muy honestos, nunca busqué nada. No esperaba nada de la cita y no me interesaba comenzar con alguna historia de amor, porque no tenía ganas, y en esos momentos no salía con nadie ni quería hacerlo. Estaba, por primera vez en dos años, aprendiendo a disfrutar del tiempo conmigo misma y de esta soltería. Y las cosas siguieron así, incluso después de que me besó afuera del King City, incluso después de que pasó esa y la siguiente noche en mi depa.
Y las cosas pudieron haber seguido así, sabrá Dios por cuánto tiempo, pero bien sabe la gente que la ansiedad me carcome cuando no siento algo seguro y cuando no sé muy bien a dónde estoy yendo. No era como que me interesara formalizar esa relación que apenas comenzaba y en la que hubo de por medio pedas temáticas en mi casa y salidas ocasionales a comer. No. No era eso, solo era curiosidad, una curiosidad que desembocó en mi corazón roto.
Una noche, y tras haber estado en el billar siendo ignorada por su repentino interés en responder mensajes, me ganó la incertidumbre y terminé preguntándole con cuántas morras salía. Yo sé que son preguntas que no se hacen, sobre todo porque lo más seguro es que no te va a gustar la respuesta, pero aún consciente de eso me aventé, nomás para abrir una puerta que ya no se iba a cerrar. Él fue honesto, supongo, y dijo que salía con alguien más. Para ese entonces yo no salía con nadie, solo con él, y no era como que esperara que eso cambiara, pero creo que fue algo que encendió sus alarmas y activó mi paranoia y comenzó a alejarnos.
Mi mágico mes de adentrarme en la vida de alguien más y conectar con charlas cómicas y carcajadas interminables, estaba llegando a su fin. Mi drama le ganó a todo y yo a ratos me convencía de que todo estaba bien, a ratos me gritaba que él ya no quería estar aquí y de pronto me exigía a mí misma que ya lo dejara ir. Es parte también de esta personalidad limítrofe que no me deja establecer relaciones amorosas, pero yo no lo sabía entonces porque no había ido con un psicólogo que me diagnosticara y me dejara ver de dónde provenía tanta inseguridad. 
Sería eso o sería el sereno, el asunto es que todo, de a poco, se fue acabando. Y yo, en mi intensidad, decidí de pronto que no quería que acabara, que valía la pena mantener de amigo a alguien con quien lograba llevarme tan bien, con quien me encantaba platicar y de quien aprendía tanto. Así que lo convertí en un buen amigo, y en mi intento desesperado por convencerme de que así era, terminé saliendo con otros más. 
Pero una tarde, mientras comparaba por enésima vez una charla con alguno de los batos con los que salía, con aquellas charlas con quien ahora solo era mi amigo, terminé lagrimeando y sintiendo cómo se me apretaba el corazón. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había enamorado, de que sentía la necesidad de pasar tiempo a su lado, que recordar los momentos juntos me hacía sonreír y que lo único que deseaba mi corazón es que fuera correspondido... Pero no. 
Encontré a alguien que pensé que ya no encontraría, alguien con quien lograba entenderme, que físicamente me encantaba, que me hacía reír, con quien platicaba por horas, todo el día, todos los días, que me decía que sí a bailar y con quien pisteaba amenamente. Encontré a alguien que tenía todo lo que buscaba y que me tenía fascinada con su sentido del humor peculiar. Encontré a alguien cuyo único defecto era que no me quería igual. 
Como quiera teníamos algo, él tenía mi amistad y yo tenía su presencia en mi vida. Y me conformaba con las pocas horas que me prestaba a la semana, y me conformaba con los besos casuales... Hasta que él decidió lo contrario y terminó de romperme el corazón. Una noche aceptó que ya me veía solo como amiga. Porque seguramente eso es lo que debimos ser siempre, pero no lo vi, y en medio de mis fantasías terminé enamorándome perdidamente. 
Y, chingadamadre, ¡cómo duele! Me duele porque se siente cómo voy perdiendo, no solo una relación que yo veía como algo más, sino también la posibilidad de convertirlo en mi mejor amigo. Porque lo veo tan difícil. Mi necio cerebro seguramente verá un hilo de esperanza en cada intercambio de holas, y mi corazón se entristecerá cuando vuelva a la realidad de que no, no son señales, no hay indirectas, no cambiará con el tiempo, no será diferente, no despertará un dia pensando como yo o pensando en mí, no, no, no.
No seremos más que amigos. Eso es lo que duele, lo que me cala hasta los huesos cuando veo su conversación sin abrir, porque ya no hallo qué otro método emplear para dejarlo de pensar, para dejar de fantasear, para dejar de sentir esto, para dejar de verlo en cada tweet, en cada meme, en cada canción, en cada chiste, en cada emoji de pie, en cada cumbia. Ya no sé qué hacer para dejar de extrañar algo que ni siquiera comenzó a ser.
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cabezaderana · 6 years
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De un 9 de julio.
El calendario exfoliador es un elemento presente en mi vida desde que tengo la misma. De niña me emocionaba arrancar el día y dar paso a uno nuevo, no sin antes darle religiosamente lectura a la receta, recomendación, dato curioso o cita que venía al reverso de cada fecha. En casa de mis padres fue la costumbre, y al mudarme de ciudad me encontré con la sorpresa de que realmente no sabía dónde adquirir uno. Consternada le conté a mi abuelo, quien me indicó que no solamente los comercios lo regalaban, sino que yo podía adquirirlo en una imprenta o en una papelería. ¡Vaya descubrimiento en mi vida adulta! Rápidamente planeé la compra, pero mi mala memoria, mi distracción y mi cerebro tan disperso evitaron que ese momento llegara, así que pasé aquel lejano 2007 sin calendario exfoliador. 
Mis tías y mi abuelito salvaron el año siguiente, y desde entonces se les hizo costumbre regalarme uno cada diciembre. Me parece un gran acto de amor, porque ellos sabían la importancia que tenía para mí y, como muchos otros detalles que tienen conmigo, decidieron agregar ese a los presentes navideños, haciéndome inmesamente feliz. Les encontraba lugar por la casa, los colgaba y seguía la rutina día con día de arrancar el papelito. Algunas veces guardaba fechas importantes, como aniversarios o mi cumpleaños y los reservaba en mis libreta de asuntos muy importantes y sentimentales. Me mudaba de casa y volvía a encontrarle lugar y además de rutinario se volvió una especie de TOC, pues aseguraba de cierta forma que tendría un buen día. 
En la penúltima casa donde viví parecía que el calendario había encontrado el lugar perfecto, a un costado de los libros, de frente a mi escritorio, a la altura de mis ojos. Un espacio por demás adecuado para la correcta rutina diaria...
Pero entonces, algo pasó. Mi vida, la cual tenía meses sin ir tan bien como la esperaba, vaya, iba mal y empeoraba, se salió un poquillo de control. Estaba en una casa con la que realmente nunca sentí una conexión, mi carro se puso necio, me metí en una relación donde básicamente era psicológicamente violentada y me negaba a salir de ella porque no quería sentirme sola. Me frustraba en mi trabajo y sentía que perdía creatividad, y, sobre todo, me sentía a la deriva, haciéndome consciente cada vez más de que había cruzado muy deprisa el momento de duelo que desde hacía meses juraba haber terminado. Sentía que todo iba en picada, fui consciente de eso, pero no hice nada al respecto.
Y mientras tanto, el calendario exfoliador permanecía olvidado. Cada semana tenía que arrancar los días acumulados porque me estaba olvidando de todas mis rutinas y estaba tan a la deriva que los pequeños detalles que hacen mi día se quedaban en el olvido. 
Hasta que llegó el 9 de julio. Ese día los amantes de lo ajeno decidieron entrar y violentar mi hogar, arrebatándome cosas levemente valiosas y mi laptop, donde con recelo guardaba fotos, recuerdos y escritos acumulados desde el 2011. Llegué tras cenar con mis amigas y encontré la ropa en el piso, cajones safados, el librero deshecho, mi cama sin edredón y todo vacío. De repente me di cuenta de que había tocado fondo. No solo me robaron, me hicieron consciente de todo lo que iba mal en mi vida, de mis malas decisiones, de mis sueños truncados, de mi necedad absoluta ante cualquier situación, de mis miedos, mi falta de coraje, mi terror a la soledad. Todo de pronto fue claro y para mí reprensentó el inicio de una nueva etapa, no una etapa feliz, sino una donde de verdad quedaba claro que debía dejarme sentir: sentir terror, sentir desesperanza, sentir todo el dolor que un rompimiento podía provocar, sentir angustia, dejar fluir. 
Al día siguiente desperté tomando decisiones importantes: mudarme de casa me llevó apenas 5 días, enfrentar mis relaciones vacías me llevó dos semanas y comenzar a ver más por mí misma me llevó segundos. Opté por dejar de ser mi propia enemiga y le bajé a mi alcoholismo. Analicé mi alimentación y eliminé las grasas de ella. Soñé despierta y empecé a planear un viaje que ya realicé y que ahora preservo con gran cariño en mi memoria. Recuperé mi carro y ¿como adulta que soy le compré un seguro y próximamente llantas nuevas. ¡Vaya, crecí en tantos sentidos que hasta en el nutriólogo terminé! Mi próxima meta, por supuesto, es ir a que el psicólogo acomode mi orgullo, la dependencia y las crisis de ansiedad que, aunque menos constantes, por ahí se siguen apareciendo. 
Esa fecha me marcó tanto que incluso la dejé en el calendario exfoliador. Lo metí en una caja, lo traje a mi nueva casa y lo coloqué al fondo de mi clóset pero muy a la vista, como un recordatorio de lo que he vivido y de lo que ocurre cuando intentas frenar al universo. Y ahí se quedará, hasta que un nuevo año, con nuevas metas y un nuevo camino llegue a mí, de la mano de alguno de mis seres queridos.
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