Tumgik
bokettofg · 4 years
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Diapasón
El chirrido de la persiana de Julio fue el despertador más certero que tuve en mi vida. Cada mañana del año y medio que viví frente a la estación de Flores, 7:30 con puntualidad de ferretero < aunque solo haya conocido a éste, cuenta para crear una regla>, sonaba el forcejeo metálico de aquel pequeño rincón perdido en el tiempo.
Primero me avisaba el candado golpeteando en el cerrojo que me quedaban cinco minutos más. Luego crujía la persiana subiendo en tres tiempos, exactos, como la metralleta de una película.
Saltaba de la cama con el sueño en lo ojos y en un caminar errático llegaba al baño, prendía la vieja Tonomac que me dejó mi abuela, y me duchaba lo que durará el anuncio de las y media: Complicaciones del tráfico acceso a capital, cortés  a cualquier altura de panamericana y las primeras manifestaciones del día. ¿Cómo habrá llegado el locutor, con tantos cortes?.
Siempre me gusto jugar a adivinar a qué hora se levantan los locutores de radio y como es su vida. El programa empieza a las seis de la mañana, como mínimo tiene que haber llegado a las cinco, leer los diarios, tomarse un café más y terminar de definir el armado con sus compañeros. En su casa seguro algo debe desayunar y bañarse antes de salir para la radio, ponele que tenga una hora de transporte, viaja tranquilo, seguro sentado a esa hora. Sale a las cuatro de su casa,! se despertó a las tres!. A las tres de la mañana yo todavía revolvía un fondo de cerveza sentado en la mesada de la cocina en la parte que tiene la ventanita que da al pulmón.
Ni bien terminaba la cortina de radio mitre sabía que a partir de ahí tenía nueve minutos para llegar al segundo mate. Vestido a velocidad, mochila,  tanteo de la clásica y secreta triada de este tiempo; billetera, llaves,celular. Bajaba a medio trote los dos pisos de la esquina Artigas y Yerbal, ganaba el pasillo, atravesaba la puerta , y en la esquina, Julio. El cajón de fruta para el, el banquito para mi , sentado en su típico gesto de anfitrión, peinaba un bigote descolorido como si hubiera esperado toda la mañana. Camisa pampero azul, mate de loza y termo bajo el brazo.
Creo nunca llegué a conocerlo verdaderamente. No supe si tenía hijos, mujer, si era viudo,  < que a esa edad fuese viudo era una posibilidad alta > . Nunca hablamos del negocio, del país, de la clara caída de sus clientes con la apertura del Easy, de lo difícil del día a día. El, a su vez, jamás se atrevió a escarbar en  mi vida, la culpa era compartida. Había una especie de acuerdo tácito, un contrato oculto en el que nunca hablaríamos de nuestras vidas, o simplemente eran lo menos interesante para contar.
Pero la charla nunca faltaba. Sentados en los bancos, mirábamos el espectáculo de la vida sucediendo frente a nuestros ojos, con sus desdichas, sus tramas, giros. Una obra de teatro se entrenaba cada día y nosotros en primera fila.
La obra comenzaba siempre con la misma imagen, la señora del gorro azul y su carrito de compras que la seguía bailando entre las baldosas flojas, cruzaban por la vereda de enfrente de izquierda a derecha saliendo de escena por la esquina. Sabíamos que ese era el comienzo de nuestro programa favorito, después todo podía pasar.
Se agolpaban los autos en largas filas por la barrera baja, y ahí, en vivo, a primera vista, la intimidad abierta de par en par. Las ventanas desfilaban con el abrir y cerrar de la barrera, y como quien mira el negativo de un rollo de fotos viejo, nos deteníamos en cada cuadradito a observar. El experto conductor que cree entender toda maniobra, y entre dientes e insultos  va relatando le a cada uno cuando avanzar y detenerse. El resignado, casi desmayado en su asiento, con los ojos cerrados arquea la nuca hacia atrás, esperando que el sonido de los motores lo despierte para avanzar. “El del moco” < no hay mucho que explicar de este >. El pacifico, sus dos manos en el volante, postura perfecta, media sonrisa, mirada en el horizonte, templanza de buda. Eramos dos cazadores, en silencio, inmóviles, apuntando con los ojos ,esperando sus caras de sorpresa al descubrirse espiados, en su intimidad rota como cuando uno entra sin golpear a un baño.
Otra era la charla si pasaba un auto de antes de los ochentas por enfrente de la ferretería. Julio, “El experto”, se deshacía en palabras intentando de explicarme la puesta a punto del Fiat 600, los carburadores Solex de una boca  y como llego a odiar los platinos de un Renaul 12 que se pegaban día por medio. Chicler, venturi, reten, caliper. Yo lo miraba con ojos grandes asintiendo con la cabeza, sin entender una palabra de lo que contaba, solo me entretenía con la sonoridad de los repuestos y en mi cabeza los gritaba como llamando a un perro. Así comprobé que todos los repuestos, en el fondo, son el diccionario de “Los grandes nombres de perro”.
Dos o tres veces por años sucedía el milagro. Un Ami-8 se asomaba en  la esquina y Julio explotaba en aplausos, gritos, chiflidos y gestos al conductor. - !El mejor auto que tuve! -. Después del show, corría agitado al interior del local y anotaba , sobre un cartón clavado junto al almanaque, la fecha y patente del auto. -Algún día cuando vuelva a juntar la plata los voy a rastrear y me voy a comprar uno de estos, va a ser verde agua-. 
Se abría la escena y en la esquina de nuestra misma cuadra, román y sus tres empleados, cargando un cajón, acomodando las manzanas en torres brillantes, enojándose con algún cliente por que, “No se toca la fruta, se le pregunta al verdulero que para eso está”. Cada uno sabía su papel que desempeñaba hace años como una especialización.
El primero Arturo, el más joven de los tres, vocación de psicólogo, hombre de paciencia infinita o el que mejor la conservaba de los tres. De ojos mansos atendía a las solitarias señoras de palabras pausadas y tiernas que entre frase y frase suspiraban nostalgia domesticada. Podían pasar horas dictando el pedido entre comentarios del tiempo, anécdotas o historias de sus nietos que hace rato no llaman por teléfono. El, comprensivo, intentaba sostenerlas con su mirada de nieto, de hermano, de hijo, de hombre, de quien alguna vez las haya amado.
Miguel casi no hablaba, desde sus cejas controlaba todo y desde sus manos ponía la cantidad que se le ocurría. Doble-ceja-arqueada-arriba “¿Como le va?”, ceño fruncido “ ¿seguro que le va a alcanzar?”, ceja-izquierda-arqueada, cabeza hacia adelante  “¿algo mas?”, guiño, “toma la bolsa, pasa por caja”.
El artista, Omar. Lo que mejor hacía era reír a los clientes. Los endulzaba, los mareaba en sus pasos de baile de una punta a la otra, recortaba con un chiste. Hacía flotar 3 naranjas en el aire que caìan juntas en las bolsa que hacía girar entre sus manos , medio nudo y al canasto. Todo en un solo movimiento. Por momentos frenaba en seco, en un silencio dramático, cerrando los ojos olía un melón entre sus manos y lo acercaba a las clientas para que percibieran su aroma, mientras relataba los días de sol, aire misionero, y tierra roja que lo habían visto nacer para llegar hasta su mesa. No compraban melones, se llevaban el recuerdo de una obra maravillosa, como quien compra una postal a la salida del teatro.
La música de esas mañanas, se componía de los primeros gorriones que despertaban con los pasos de tacón en la vereda, el sonido de una maza, caladora o alguna herramienta de la obra de al lado , el sorbido de los mates cortos y el ritmo acompasado de las campanas de la barrera del paso a nivel. Se podía escuchar el canto del barrio, la música de fondo de esa obra siempre presente.
Julio tenía una increíble habilidad de la que nunca hablamos, pero cada vez que la hacía  me la enrostraba con una mirada juguetona y desafiante. Entre observaciones, chistes y mate lavado, sin  importar si el estuviese hablando o escuchando, de pronto enrollaba su dedo anular sobre la palma y en un latigazo seco daba un golpe sobre el termo que sonaba en simultáneo con la última campanada de la barrera que se levantaba. Siempre a tiempo. No entiendo si era algún poder, truco adivinatorio o simplemente tenía contadas las campanadas. 
El día que descubrí esta extraña habilidad, pensé. -No me está escuchando-, es por eso que siempre que  que intuía que podía acercarse el momento justo de la campanada final intentaba incomodarlo, preguntarle algo que lo haga pensar o comentaba algo que lo desconcertara. Nunca logré desviar la justeza de ese latigazo a tiempo.
Empecé a practicar, quería sorprenderlo. ¿Que tan difícil podía ser?, seguramente contaba la cantidad de campanadas internamente,  con el tiempo las empezó a contar de a pares y luego en cuartos, al punto que ya no hizo falta contarlas, simplemente sabía
Practique varias noches mirando desde la ventana la torre de los ojos rojos, brillantes, intermitentes en cada campanada. Cada mañana,como un niño con truco nuevo,  lleve mi frágil destreza mejorada, para en el silencio mostrarle, y con mi fracaso esperar el pícaro destello en sus ojos brillantes y su risa mal disimulada con la tos.
Sigo pensando si realmente llegue a conocerlo, es una pregunta que me rebota adentro cada vez que me acuerdo de ese tiempo que viví en flores. ¿No habernos conocido acaso importa? ¿Cambiaba algo? ¿Por qué  entonces lo sigo recordando cada vez que escucho el tren? ¿Por qué me sigo riendo solo, cuando detectó la torpezas ocultas de los transeúntes? y pienso ¿Qué habría dicho?
Hay una profundidad de la simpleza que atraviesa lo que somos, sin historias, ni dolores compartidos. Sin confesión ni lágrima, sin consuelo, que no comparte los miedos. Sin pasado, ni futuro, ni sueños. Sin tiempo, pero real. Es una mirada de guiños cómplices que se sorprenden cuando se descubren cayendo juntas al mismo tiempo, en el mismo pensamiento, en la misma campanada.
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