Clases de Seducción II, parte 13: Cumpleaños Feliz
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12
—Le podemos pedir ayuda a Simón —sugirió Javier.
—Ni cagando —Sebastian desechó la idea de inmediato.
La pareja de amigos estaba evaluando la mejor forma de escaparse del regimiento para viajar a Antofagasta y así Sebastian pudiera saludar a Rubén para su cumpleaños.
Las últimas semanas de Sebastian en el regimiento habían sido bastante no-desagradables: tras el gesto de Javier de exponerse como dueño del diario ante los demás voluntarios del regimiento, la amistad entre ambos se había fortalecido considerablemente, permitiéndole a Sebastian sentirse un poco más cómodo en ese lugar, al mismo tiempo que ni Luis, Julio ni Mario volvieron a tocar el tema del diario, por miedo a Javier, de quien quedaron convencidos que era homosexual.
Con Simón, por otra parte, también habían logrado desarrollar una bonita amistad. Después del episodio del diario, Sebastian se permitió acercarse al muchacho sin autolimitarse, y aunque por su parte solo lo veía como un muy buen amigo, tenía un presentimiento de que el joven iquiqueño podría tener sentimientos románticos por él. Hasta no volver a ver a Rubén, nadie ocuparía ese espacio de su corazón.
—¿Por qué no? —preguntó Javier riéndose.
Ambos amigos se habían sentado en la última mesa del fondo del comedor en la hora del desayuno, cuando ya estaban todos sentados para asegurarse que no llegaría nadie más a molestarlos mientras planificaban su escapada.
—No quiero involucrarlo —respondió Sebastian—. Imagínate lo castigan por nuestra culpa.
—Deberíamos invitarlo —sugirió Javier.
—No, hueón —Sebastian se puso serio, ante las risas de Javier.
—No querí que se te junten tus dos hombres —se burló Javier.
—Simón no es mi hombre —lo corrigió Sebastian, bajando la voz—. Ni siquiera Rubén lo es —dio un suspiro—. Es solo que no quiero que sea incómodo para Simón. Me tinca que le gusto.
—Guau, ¿qué te hace pensar eso? —nunca Javier había dicho una frase completa con tanto sarcasmo.
Sebastian no respondió y simplemente le mostró el dedo medio.
—Me cae muy bien, pero no quiero que sea incómodo para él —se justificó Sebastian.
—Ni para él ni para ti. Entiendo —agregó Javier—. Ya, como me dices que su cumple es el miércoles, yo creo que debemos irnos de acá el lunes en la noche, llegaríamos el martes allá y podrás verlo todo el miércoles.
—Bueno, no todo el miércoles —dijo Sebastian—. Con verlo un poquito me conformo.
—No te pongai hueón —Javier lo miró serio—. Yo no me voy a arrancar para que lo vayas a saludar solamente y después venirnos devuelta. Vamos a ir, te vas a declarar, lo vas a agarrar a besos, y le vas a regalar para su cumple el mejor sexo de tu vida. O él te lo va a dar a ti, no sé.
Sebastian se sonrojó por el comentario de Javier. Aún no se acostumbraba a hablar de su sexualidad tan libremente.
—No vamos a tirar —negó Sebastian.
—¿Cómo que no?
—O sea, no necesariamente —agregó—. Acuérdate que ya no somos amigos, lo mandé a la chucha antes de venirme —Sebastian se sintió estúpido al recordarlo.
—Bueno, eso le tienes que explicar cuando te declares po —dijo Javier como si fuera obvio—. Dile por qué lo hiciste, y que cuando lo hiciste al menos tuvo sentido para ti, que solo querías que él fuera feliz.
Sebastian se puso ansioso ante la posibilidad un poco más real de volver a hablar con Rubén.
—Ya, entonces el lunes en la noche nos vamos —Sebastian quiso saber cómo continuaba el plan de Javier.
—Bueno, el martes en la madrugada, mejor dicho —corrigió Javier—. Estaba pensando que podíamos saltarnos por la torre sur. Es la más alta, pero últimamente me he dado cuenta que Ortega se olvida de mandar hueones a hacer la guardia allá.
—¿Y por qué te fijai en esas hueás? —le preguntó Sebastian, extrañado.
Javier simplemente le respondió con una mirada de obviedad.
—¿Pensabas escaparte sin decirme? —preguntó Sebastian, dándose cuenta, algo decepcionado.
—No te quería involucrar para que no te castigaran a ti —le dijo Javier, intentando sonar lo más despreocupado posible—, algo así como tú con Simon.
—Ya, entonces me voy solo —decidió Sebastian—, tampoco quiero que te castiguen por mi culpa.
—No te pongai hueón, ¿querí? —Javier le dio una palmada en la frente—. Me voy a ir contigo, y si no quieres que me vaya contigo, me iré igual.
Terminaron de desayunar y tuvieron que ir formados a la primera instrucción de la mañana, y cuando tuvieron que formar parejas para realizar los ejercicios, Simón se acercó a Sebastian para hacer equipo.
—¿Qué pasa? —le preguntó directamente a Sebastian.
—¿Qué pasa de qué? —Sebastian se hizo el tonto, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
Simón no estaba enojado ni mucho menos. Tenía una expresión de tristeza en la mirada, como si sintiera que lo estaban marginando.
—Después te explicamos, cuando podamos estar los tres —le dijo finalmente para tranquilizarlo—. No tiene nada que ver contigo, te aviso.
Simón sonrió aliviado, como si lo peor que le pudiese pasar era ser nuevamente marginado en el regimiento.
Rubén estaba decidido a tener la conversación con Felipe antes de su cumpleaños.
Si bien, tenía claro que iban a resolver todo y seguirían siendo pareja, por lo tanto el resultado no afectaría en nada, quería pasar su cumpleaños tranquilo, sin esa preocupación presente entre él y su pololo.
Igual mentiría si dijera que no estaba un poquito influenciado por su amiga Catalina, quien lo instaba a aclarar rápidamente las cosas con su pololo.
A pesar de todo, las circunstancias de los últimos días le habían impedido poder sentarse a conversar con Felipe: su pololo seguía destinando todo su tiempo libre a trabajar en la heladería, y casi cero tiempo para estar con él.
—Estoy seguro que a estas alturas eres el único que trabaja en esa heladería —le comentó Rubén, una de las pocas veces en que Felipe terminó su turno antes que él.
Lamentablemente, era domingo, y Rubén terminaba a las 12 de la noche, mientras que Felipe tenía clases al otro día en la mañana.
—Supongo que cuando haces bien la pega te llaman para cubrir todos los puestos —respondió Felipe, creyéndose el cuento, apoyado con los codos en la barra de la confitería.
—O te respetan tan poco que ni siquiera son conscientes de que mereces tener algo llamado descanso —le espetó Rubén con acidez, aunque no estaba enojado en ese momento.
—Ouch —Felipe se enderezó con una sonrisa aturdida—. Tranquila Pamela Diaz, no era necesario que me destruyeras de esa forma.
Rubén se rió, dándose cuenta de repente que hacía tiempo Felipe no bromeaba de esa forma con él, a pesar de que lo suyo no era el humor propiamente tal.
—Te extraño, Felipe —le dijo Rubén, poniéndose serio.
Felipe asintió.
—He sido un idiota últimamente, pasando todos los días pegado en el trabajo, pero te lo recompensaré, lo prometo —Felipe le tomó las manos a Rubén, y las besó con cariño.
—Espero que sea para comprarme un regalo grande. Muy grande.
—¿Regalo?, ¿acaso estás de cumpleaños? —preguntó Felipe, poniéndose ceñudo.
—Obvio que si —respondió Rubén, sin poder creer que le estuviese preguntando eso—. Te lo dije el otro día por Messenger para que no te olvidaras, el miércoles voy a celebrarlo en la casa de Marco y tienes que estar.
—Mira lo siento, pero el jueves tengo clases, así que no podré ir —Felipe respondió levantando la ceja con arrogancia.
Rubén entendió tardíamente hacia dónde iba Felipe, y se llevó las manos a la cara para que su pololo no viera su cara de estúpido.
—Obvio que voy a estar ahí —le dijo Felipe finalmente, acercándose a besarlo, con el mesón entre ambos—. Justo el jueves hay marcha, así que ni ahí con ir a clases ese día.
—¿Y si no hubiese habido marcha? —quiso saber Rubén.
—Fuiste bueno —respondió con sarcasmo Felipe.
A Rubén le llamaba mucho la atención la forma en que se comportaba su pololo en ese momento. Si bien le gustaba, era muy poco propio de él, ser tan sarcástico y bromista.
Por alguna razón, le recordó a esa vez que se fueron juntos a su casa después del trabajo, cuando lo notó muy nervioso, evidenciándolo en su verborrea repentina.
Supuso que Felipe tenía la intención de tener la conversación en ese momento, pero por alguna razón no tomó la iniciativa. Quizás por el entorno y el tiempo. El trabajo no era un lugar propicio para tener una conversación seria de pareja.
De todas maneras, a Rubén le aliviaba saber que su pololo tenía claro que había una conversación pendiente, aunque ninguno de los dos tomaba la iniciativa para tenerla.
—¡Rubén! —se escuchó la voz desganada de Cristian, su supervisor durante la semana—. A limpiar la sala 3 con Alicia.
Rubén no sabía dónde estaba Cristian, pero había escuchado la orden y no podía desobedecer. Se despidió de Felipe, y fue a cumplir con su trabajo.
—¿Prometes no contarle a nadie? —le preguntó Sebastian a Simón.
Tenía claro que el muchacho no diría nada, pero su intención era darle mayor dramatismo a la situación.
Estaban junto a Javier al lado del macetero de siempre, cuando faltaban quince minutos para irse a acostar.
Simón siempre se perdía las conversaciones interesantes que compartían Sebastian y Javier en ese lugar, reunidos con la excusa de fumar, ya que él no fumaba.
Sebastian por su parte, había comenzado a fumar en el regimiento, producto de su cercanía con Javier, y de acompañarlo todas las noches con el pucho correspondiente.
—Ni siquiera voy a responder esa pregunta —dijo Simón, enrolando los ojos.
—Con el Seba nos vamos a arrancar —Javier lo soltó sin preámbulo.
—¿Qué? —Simón se sorprendió genuinamente—. ¿Cómo se les ocurre siquiera pensar en una cosa así?
—Tengo que ir a ver a Rubén —le explicó Sebastian—. Está de cumpleaños.
Sebastian le había contado a Simón todo sobre Rubén, pero había omitido el pequeño detalle en que estaba perdidamente enamorado de él, y que se había marchado habiendo intentado terminar su amistad para que Rubén fuera feliz con Felipe.
—¿Y por un cumpleaños se van a arriesgar a que los castiguen? —preguntó Simón incrédulo.
Simón estaba de brazos cruzados, algo molesto por la estupidez que estaban planeando sus amigos.
—Es más que un cumpleaños —quiso explicar Sebastian—. Nunca habíamos estado separados para su cumple.
—¿Y tú crees que le va a gustar que vayas? —cuestionó Simón—. O sea, ¿crees que le guste la idea de que te arriesgues a salir de acá sólo por ir a decirle feliz cumpleaños?
—Vale la pena intentarlo —Sebastian se encogió de hombros, sin saber qué más decir.
—Bueno, nosotros nos vamos —intervino Javier, poniendo la cuota de frialdad en la conversación—. Te estamos contando solo porque eres nuestro amigo y no queremos que te sientas excluido.
—Gracias —murmuró con sarcasmo Simón.
—Aparte, como máximo nos irán a castigar —dijo Sebastian.
—No saben. Nadie se ha arrancado de acá, así que no sabemos cómo lo hacen, o qué les pasa después —les recordó Simón.
—No tengo problemas con descubrirlo —dijo Javier con arrogancia.
Simón volvió a enrolar los ojos.
—Solo… tengan cuidado, ¿ya? —les pidió Simón, sabiendo que no lograría convencerlos de lo contrario.
—Lo tendremos —le aseguró Sebastian.
—No le diré nada a nadie —se comprometió Simón, aún de brazos cruzados.
—Sabíamos que no sería de otra forma —Javier le dio un golpecito con el puño en el pecho a Simon, y luego le pasó el brazo por los hombros a modo de abrazo.
Simón dio un largo suspiro, aceptando finalmente que se quedaría solo por al menos un par de días.
—¿Y cual es el plan? —quiso saber por mera curiosidad, pero la verdad era que ni siquiera lo tenían claro Javier y Sebastian.
Felipe prácticamente no puso atención en clases el día lunes.
Tenía la mente ocupada dando vueltas en el regalo que le compraría a Rubén, la conversación que tenían pendiente, y la situación de salud de su padre que, a pesar de que intentaba pretender que no lo importaría mucho después de todo lo que le había hecho, aún le afectaba.
Ni siquiera se percató de las miradas de odio que le dirigía Gabriel de tanto en tanto, siempre a la distancia, aunque sí había sentido algo de satisfacción al ver que seguía teniendo moretones en el rostro producto de la riña de hace varios días.
Después de clases se fue directamente al centro comercial a trabajar, y aprovecharía de comprar el regalo de cumpleaños a su pololo.
Hace varias semanas había visto en la librería del mall un set de libros de Narnia, con un diseño de madera que los unificaba. Felipe sabía perfectamente que el libro favorito de Rubén era “La Travesía del Viajero del Alba”, la tercera novela de la serie, ya que su madre se la leía cuando era pequeño, y le guardaba ese valor sentimental, así que le pareció un regalo ideal, apenas lo vio.
Felipe entró a la librería y se acercó al primer trabajador que encontró.
—Quiero comprar un set de libros de Narnia —le dijo.
El joven trabajador, de cabello rizado y negro, y una piel blanca como la leche, se quedó pensando por un par de segundos.
—Se nos agotaron ayer —le respondió finalmente—, si no me equivoco.
—¿En serio? —Felipe sintió una gran decepción.
—Si, en serio —respondió el muchacho.
—¿Puede revisar? —pidió Felipe, con esperanza ante el tono dudoso del muchacho.
El joven trabajador se llevó la mano al mentón unos segundos.
—Voy a revisar —le dijo, y cruzó una puerta que estaba al fondo de la tienda.
Felipe esperó con paciencia el regreso, esperando que el muchacho volviera con el set de libros.
Al cabo de unos minutos, el joven regresó.
—Nos quedaba este último —le dijo, entregándole la colección.
—Gracias —exclamó Felipe, con sumo alivio.
Tras pagar los libros, y pedirlos que lo envolvieran para regalo, salió de la tienda y se dirigió a la heladería donde trabajaba. Mientras caminada, sacó su celular para llamar a Rubén, preguntarle cómo estaba y confirmar si hablarían finalmente ese mismo día o al día siguiente.
Buscó el número de Rubén, y cuando levantó la mirada para ver dónde iba caminando, vio un rostro familiar caminando directamente hacia él con expresión sombría.
—¿Estás seguro que va a funcionar?
—Por supuesto que sí, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? Confía en mí.
Sebastian estaba comenzando a dudar.
Había preferido dejar en manos de Javier todo el plan de escape, ya que sabía que tendría mucho más claro todas las posibles formas de salir del regimiento sin ser detectados, pero de igual manera, quizás por nerviosismo o ansiedad, empezó a sentir que todos sus planes podrían fracasar.
Los dos muchachos, junto con Simón, se habían ido al dormitorio a determinar el plan de escape mientras los demás reclutas disfrutaban del tiempo libre de la tarde jugando pool en la sala de estar, o viendo Calle 7 en el canal nacional, aunque no tenían cómo evitar que de tanto en tanto algún otro soldado entrara a la habitación a buscar algo, o incluso a recostarse en su cama un rato.
Sebastian dio un suspiro de resignación, como si la salida fuera ya algo inevitable, y aceptó el plan.
—Tienes razón —le dijo finalmente a Javier—. Total, ¿qué es lo peor que nos puede pasar?
—Pueden morir acribillados si es que los pillan saltando los muros y piensan que quieren entrar en vez de salir —respondió Simón, aún reticente a apoyar el plan.
—No —corrigió de inmediato Javier—. Eso no va a pasar —miró serio a Simón—. Lo peor que nos puede pasar es que nos atrapen y nos castiguen, y a nosotros ya nos han castigado, así que ya sabemos a lo que nos enfrentamos.
—No lo sabes —le respondió Simón—. Estos tipos son psicótapas, quizás qué otros tipos de castigos se les pueda ocurrir.
—Exageras —se rió Javier—. Si los odias tanto, ¿por qué no te arrancas con nosotros?
—Por lo mismo, tonto hueón—Sebastian respondió por Simón, dándole un golpe de puño a Javier en el brazo.
—Prefiero estar un par de días sin ustedes, que después tener que soportar el castigo —respondió Simón.
—¿Quién dijo que nos iríamos solo un par de días? —le preguntó Javier, y Simón abrió los ojos como plato.
—Está hueveando. Volveremos en un par de días —lo tranquilizó Sebastian, mirándolo a los ojos—. No te abandonaremos, ¿cierto Javier?
Javier bajó la mirada
Un silencio incómodo se instaló entre los tres.
—¿Cuál es el plan, entonces? —quiso saber Simon.
—Hoy en la noche, cuando sea la guardia, nos arrancaremos por la torre sur —comenzó contando Javier—. Me he dado cuenta que Ortega no envía casi nunca a patrullar allá.
—Si, porque es la torre más alta, así que es imposible saltarla —lo interrumpió Simon.
—Llevaremos las sábanas para hacer una soga —comentó Sebastian, aunque su voz no sonaba muy convincente.
—¿Ustedes quieren morir? —Simón no podía creer que el plan maestro que tenían fuera tan falible.
—¿Qué esperabas? Solo somos dos —le respondió Javier, como si sus mentes no fueran capaces de idear algo mejor.
—¿Ésa es tu excusa? —Simón seguía escéptico del plan.
—Da lo mismo el plan —Sebastian puso paños fríos—. Lo importante es que estaremos juntos ante cualquier eventualidad. No nos deben separar.
Para esa noche, Ortega designó a Sebastian y a Simón junto a otros soldados para realizar la guardia, mientras Javier podría “descansar”.
—Por la chucha —murmuró Javier, hablando con Sebastian—. ¿Qué le dio ahora por separarnos?
—Calma, que ya lo solucionaremos —le dijo Sebastian—. Me encargaré de quedar de pareja con Simón y a la una de la mañana vendré a buscarte.
—¿De pareja con Simón? —repitió Javier, sonriendo socarronamente—, ¿acaso nuestra escapada para ir a buscar a Ruben ya perdió sentido?
—Cállate hueon —Sebastian le dio un empujón en el hombro, riéndose.
Sebastian salió de las barracas y se dirigió nuevamente al patio a la formación de los soldados que harían la guardia, con Ortega frente a ellos.
—¡Soldados! —les gritó Ortega—. Esta noche las parejas son: Arancibia-Mardones y Toledo-Cortés, torre norte —comenzó a nombrar a la pareja del primer turno y la que los sucedería en el segundo turno, y les indicaba el lugar que tenían que custodiar—; Gonzalez-Rivera —había designado a Simón con Luis, provocando que Sebastian pensara de inmediato que las probabilidades de poder contar con la ayuda de Simón disminuían a cero prácticamente— y Berríos-Mendez, entrada principal.
Sebastian se percató que Ortega designó, después de varias semanas, a una pareja para custodiar la torre sur, y finalmente nunca lo nombró a él para asignarlo a alguna pareja.
—¡Guerrero! —lo nombró finalmente Ortega, y Sebastian se cuadró—, usted vendrá conmigo —anunció, provocando que un frío recorriera su espalda.
Simón le dirigió una mirada confundida a Sebastian, que al igual que él, no tenía idea qué estaba pasando.
Cuando Ortega les dio la orden de dirigirse a su lugar designado para iniciar la guardia, Sebastian tuvo el presentimiento de que Simón quería acercarse a hablar con él, sin embargo, no se iba a arriesgar a recibir un castigo por eso.
—Guerrero —lo llamó Ortega, sin necesidad de gritar, ya que eran los únicos que quedaban en el patio—, sígame.
Sebastian siguió a Ortega en silencio, hasta la armería, que le trajo el recuerdo de su último castigo junto a Javier, donde comenzaron su amistad.
—Guerrero —le llamó la atención Ortega frente a las puertas cerradas de la armería—, espere aquí.
Ortega se alejó, dejando a Sebastian esperando por largos minutos.
No tenía reloj de pulsera, pero estaba seguro que por lo menos ya llevaba al menos treinta minutos esperando en la intemperie, sintiendo el frío nocturno del desierto de Atacama.
Sebastian estaba perdiendo la paciencia producto del nerviosismo. ¿Por qué lo habían elegido a él para estar ahí solo?, ¿acaso sabían de sus planes de escape y querían evitar a toda costa que los llevara a cabo? Estaba seguro que no lo secuestrarían ni nada por el estilo para evitar que se escapara, pero todo le parecía muy raro. Justo solo él estaba en ese lugar; justo con Simón y Javier estaban todos separados; justo esa noche designaron guardia en la torre sur. Todo parecía coincidir, aunque Sebastian prefería aferrarse a la esperanza de que fuera todo una coincidencia.
Cuando finalmente se acercó alguien, Sebastian primero escuchó sus pasos sobre la gravilla, anunciando la llegada con misterio: Ortega venía de regreso, detrás del Capitán Guerrero.
—Guerrero —lo llamó el Capitán, con una sonrisa en el rostro.
—Capitán —se cuadró Sebastian, omitiendo como siempre el pronombre posesivo.
Después de todos los meses que llevaba en el regimiento, el capitán seguía provocándole un profundo rechazo. Representaba todo lo que su padre admiraba, y por lo tanto, todo lo que aborrecía de él. Por suerte, tenía la impresión de que el rechazo era mutuo, aunque después del castigo con Javier, no le había dado más razones para castigarlo.
—Esta noche tendrá una tarea especial —le anunció el Capitán, guiándolo hacia un extremo de la armería, donde nunca se había percatado que había una sencilla puerta de madera.
El Capitán le dio la orden a Ortega que abriera la puerta, y los tres ingresaron a un depósito un poco más pequeño que una sala de clases, repleto con contenedores de basura metálicos. Sebastian se preparó para lo peor, pensando que lo podrían matar en el acto, y tirar su cuerpo en esos contenedores y nunca nadie se enteraría.
—Su misión, soldado Guerrero —continuó el Capitán—, será contar cada uno de los casquillos vacíos que se encuentran en estos contenedores.
Sebastian se esforzó para no expresar con su rostro la rabia que sentía en ese momento.
—Deberá separarlas por el tipo de bala a la que pertenecen —aclaró Guerrero—, y además, indique cuántos ratones hay en esta bodega.
El Capitán por alguna razón estaba disfrutando el momento.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —preguntó Sebastian, intentando disimular su molestia.
Guerrero no le respondió, y en su lugar le habló al oído a Ortega, quien salió de la bodega de inmediato, cerrando la puerta tras de sí.
—Porque así me aseguro de que no se le ocurra hacer alguna locura, Guerrero —le respondió el Capitán finalmente, mirándolo a los ojos—, como por ejemplo, querer arrancarse.
Sebastian intentó mantener una expresión neutra ante las palabras del Capitán, pero el esfuerzo provocó que se le humedecieran los ojos.
—¿Y qué pasa si no lo hago? —le preguntó Sebastian, desafiante.
—Se quedará aquí, cada noche, hasta que complete la tarea —respondió el Capitán, antes de dar media vuelta y retirarse de la bodega, dejando solo a Sebastian.
A los segundos volvió a ingresar Ortega, y le entregó a Sebastian un papel en blanco, no más grande que una boleta de almacén, y un lápiz grafito sin punta.
—Sus implementos para la tarea —le indicó Ortega, y luego salió por la puerta.
Sebastian escuchó que le pusieron cerradura a la puerta por fuera, y se quedó de pie por varios minutos, sin hacer nada.
Tiró con furia el lápiz contra la puerta, cayendo con un ruido sordo al suelo. Se sentó en el suelo y apoyó su cabeza entre las piernas, asumiendo que ya sus planes de ir a ver a Rubén se habían arruinado por completo.
Rubén se sentía pésimo.
Se suponía que el día anterior iba a hablar con Felipe respecto a todo lo que tenían pendiente conversar, pero por alguna extraña razón dejó de contestarle los mensajes y las llamadas. Ya ni siquiera por MSN aparecía como conectado.
Sentía que su pololo lo estaba evitando, por alguna razón, pero no entendía por qué. ¿Por qué ahora?, en la previa de su cumpleaños, justo cuando tenían tantas cosas que resolver.
La inseguridad se comenzó a apoderar de él, y empezó a sospechar que probablemente Felipe ya se había cansado de él, y que estaba en pareja con alguien más.
—Ay Rube, no pienses eso —le comentó Catalina al teléfono la tarde del martes.
—¿Qué otra explicación podría haber, entonces? —le pidió Rubén, para tener alguna posibilidad, pero el largo silencio al otro lado de la línea le dio su respuesta.
—Podría ser cualquier cosa —dijo finalmente Catalina—. ¿Ya llamaste a su casa?
—Sí, hablé con Roberto —confirmó Rubén—. Me dijo que estaba bien, pero no me quiso dar más detalles. Dijo que no me podía decir nada más.
—Quizás le pasó algo —sugirió Catalina.
—¿Algo como qué?
—No sé, un accidente o algo así.
—Si fuera eso Roberto me lo habría dicho.
—No si Felipe le pidió que no te dijera —hizo el alcance Catalina.
—De igual forma, ¿por qué le pediría eso?
Catalina no supo qué responder.
—¿Vas a hacer tu celebración igual nomas mañana? —quiso saber su amiga—. No te oyes muy bien.
Rubén se tomó unos segundos para pensar qué responder.
—Sí, lo haré nomas —dijo finalmente—. Total, va a ser algo pequeño en casa de Marco, nada muy agobiante, solo con ustedes.
Rubén se fue a dormir esa noche con una sensación de vacío. Se suponía que su primer cumpleaños fuera del closet y en una relación estable sería algo especial, algo para destacar y sentirse orgulloso, pero en ese momento sentía que cualquier razón para celebrar se había esfumado, y solo despertaría al día siguiente y simularía disfrutar su cumpleaños por mero compromiso.
Sebastian estaba en su segunda noche de castigo.
Desde que lo encerraron en esa bodega no había contado ningún casquillo, y mucho menos las ratas, que por lo que había visto, no eran muchas (o eso quería creer).
La primera noche intentó hacer un estimado según lo que calculó había en el primer contenedor, y lo multiplicó por el total de contenedores. Según su cálculo había por lo menos unos diez mil casquillos en cada contenedor, lo que hacía un total cercano a medio millón en toda la bodega.
Escribió un número similar evitando muchos ceros al final para que no se notara que no hizo la tarea como correspondía, y entregó el papel por la mañana. Pensó que tendría el pase asegurado, porque no había forma de que el Capitán supiera realmente cuantos casquillos habían en esa bodega.
Se equivocó. Esa mañana al entregarle su respuesta al Cabo Ortega, éste se la rechazó y le indicó que esa noche nuevamente tendría que contar todos los casquillos. Ni siquiera las había separado por tipo de balas como se lo habían pedido.
—Viejos de mierda —murmuró Javier, cuando le contó Sebastian esa mañana en el desayuno—. ¿Cómo supieron?
—No sé —respondió Sebastian, cabizbajo y cansado—. Seguramente mi viejo llamó y les pidió que tuvieran más ojo conmigo en estos días, por el cumple del Rube —supuso.
—¿Crees que Simón les haya dicho algo? —sugirió Javier.
Sebastian evaluó esa posibilidad durante la noche, pero prefería creer que no.
—No —se encogió de hombros—. Recuerda que dijo que prefería que nos fuéramos los dos solos nomas, en vez de arriesgarse al castigo con nosotros. Aparte nos prometió que no diría nada, sin siquiera presionarlo.
—Eso es exactamente lo que diría un sapo —bromeó Javier, sacándole una sonrisa cansada a Sebastian.
—¿Quién es un sapo? —preguntó Simón, dejando su bandeja en la mesa y sentándose al lado de Javier.
—Tu, por decirle a Guerrero sobre el plan —le dijo directamente Javier.
—¿Qué? —Simón se sorprendió por la acusación, pero no se la tomó en serio—, ¿de verdad sabe que se iban a escapar?
Sebastian se encogió de hombros.
—Sería mucha coincidencia si no lo supieran, después de haberse asegurado de separarnos anoche —comentó Sebastian.
Simón le preguntó a Sebastian los detalles de su noche, hacia dónde se lo había llevado Ortega y qué había tenido que hacer, pero Sebastian tuvo que interrumpir su relato porque la hora del desayuno había terminado. Terminó de contarle todos los detalles a Simón al mediodía, mientras compartía un cigarro con Javier.
Al revivir todo lo que había pasado la noche anterior, comenzó a sentir un bajón de ánimo.
—¿Y qué haremos ahora entonces? —preguntó Javier.
Sebastian se encogió de hombros.
—Ya no tiene sentido planear nada —dijo Sebastian, sin ganas.
—Oye, pero no pueden salirse con la suya, prácticamente te están secuestrando —argumentó Simón—. Debe haber algo que podamos hacer.
—Mira donde estamos —Sebastian lo miró a los ojos—. Pueden hacer lo que quieran con nosotros y a nadie le va a importar. Todo es parte del “entrenamiento militar”.
—Ya hueón, deja de llorar — le dijo Javier, dándole unas palmaditas en la mejilla a Sebastian—. Yo me voy si o si de esta huea, y ten por seguro que no me iré sin ti.
—Si logras idear algo, sácame de esta mierda —le dijo Sebastian, casi rogándole.
Sin embargo, hasta la hora de la guardia, Javier no logró dar con ningún plan, y nuevamente como la noche anterior, los tres amigos quedaron igualmente separados.
Sebastian estaba sentado en el suelo de la bodega al lado de la puerta, con los brazos alrededor de sus rodillas, dormitando, pensando que a esa hora, ya era el cumpleaños de Rubén.
—Feliz cumpleaños, mi Rube —murmuró Sebastian, antes de bostezar y apoyar la cabeza sobre sus rodillas.
Sebastian se sobresaltó al escuchar unos chirridos provenientes de la puerta, pensando que serían los ratones que se estaban acercando a él. Se levantó apresuradamente para evitar cualquier tipo de ataque y se quedó mirando la puerta, empuñando el lápiz grafito como si fuera un arma blanca.
Pasaron unos segundos y la puerta se abrió, revelando la figura de su salvación.
—¿Me estabas esperando? —le dijo Javier al verlo.
Javier llevaba una sudadera negra y los pantalones de camuflaje, y cargaba la mochila en su espalda.
Sebastian simplemente se acercó y le dio un fuerte abrazo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al oído.
—Te vine a buscar po, ¿qué más? —le respondió Javier—. Ya, vamos, antes de que nos atrapen.
—¿Qué hora es? —quiso saber Sebastian.
—Casi las cinco —susurró Javier, saliendo de la bodega.
Sebastian simplemente siguió a su amigo, confiando en que tenía un plan definido.
Caminaron por las sombras hasta llegar a la torre norte, que era la más baja y que en teoría debería generarles menos riesgo saltarla, pero siempre tenía asegurado su resguardo.
—Tú sígueme la corriente —murmuró Javier, antes de subir por la escalera de la torre.
Sebastian siguió a Javier, y pudo respirar con alivio al llegar a la parte superior y ver con sus propios ojos que ambos guardias se habían quedado dormidos.
Javier le hizo señas para que guardara silencio, y procedió a darle las indicaciones para saltar. Se sentaron en el borde de la baranda, y contaron con los dedos al mismo tiempo para lanzarse hacia afuera, a una altura de cuatro metros.
La pareja de amigos saltó al mismo tiempo procurando hacer el menor ruido posible, y con suerte aterrizaron algo golpeados, pero sin fracturas o esguinces.
Sebastian y Javier se dieron un fuerte abrazo para celebrar que ya se encontraban en libertad, y comenzaron a caminar en línea recta, esperando encontrar alguna señal para ubicarse.
Rubén despertó la mañana de su cumpleaños cuando su padre entró a su dormitorio entonando la tradicional canción, y cargando una bandeja con una pequeña torta que llevaba dos velas con número formando la nueva edad de Rubén: dieciocho años.
Se restregó los ojos, intentando espabilar bien mientras su padre seguía cantando, con una sonrisa en el rostro, contento de ver a su hijo por fin cumplir la mayoría de edad.
Cuando terminó la canción, Rubén cerró los ojos y pidió solo un deseo: ser feliz.
Sopló las velas apagándolas rápidamente y recibió un fuerte abrazo de su padre, que dejó la bandeja sobre la cama al lado de Rubén.
—Felicidades hijo —le dijo su padre al oído—. No sabes lo mucho que te amo, y lo orgulloso estoy de ti.
—Gracias papá —Rubén lo abrazó con mucha fuerza, como temiendo que al soltarlo su padre desaparecería.
En realidad se sentía muy triste, después de todo lo que había pasado (o lo que no había pasado) con Felipe, pero el tener a su padre ahí con él, le daba la motivación que necesitaba para iniciar ese día.
Su padre, como hacía todos los años, tenía listo el desayuno en la mesa, así que le indicó a Rubén que se vistiera y saliera al comedor a probar la torta.
Mientras desayunaban, Darío llamó por celular a Rubén, y estuvieron los tres hablando por largo rato hasta que Jorge se levantó de la mesa y se fue a alistar para irse al trabajo.
—Hijo, te tengo que entregar tu regalo —le dijo su padre, mientras le hacía una seña a Rubén para que se acercara a la cocina.
Rubén lo siguió y ambos salieron hasta el patio, donde Rubén no sabía donde podía estar su regalo. Lo único que veía era el viejo Chevrolet Aska de su padre.
—Feliz cumpleaños, hijo —le dijo Jorge, entregándole las llaves del Aska.
—¿Qué? —preguntó Rubén sorprendido—, ¿es en serio?
—Si, hijo. Te lo mereces —respondió su padre—. Eres un adulto ahora, uno muy responsable, así que confío en ti que lo vas a usar bien.
—Pero ni siquiera tengo licencia —Rubén no lo podía creer.
—Bueno, tienes que ponerte a practicar entonces, e ir a sacar hora para la municipalidad.
Rubén abrazó a su padre muy agradecido.
Nunca pensó que su padre sería capaz de regalarle algo tan valioso como su primer automóvil que, si bien era antiguo, era su pequeña joya, a la que le había dedicado muchas horas de trabajo de reparación.
—¿Recuerdas cuando te enseñé a manejar el año pasado? —le preguntó Jorge. Y Rubén asintió—. Muy bien, porque ahora me llevarás al taller.
Jorge le dio unas palmaditas en el hombro a Rubén, y se subió de inmediato en el asiento del copiloto.
Rubén se subió en el asiento del conductor y echó a correr el motor. El sonoro rugido del antiguo motor le provocó una inmensa emoción: Era su auto.
Sacó el Aska de la cochera y se estacionó en la calle mientras su padre se bajaba a cerrar el portón, y luego condujo hasta el taller donde trabajaba Jorge, a unas cuadras de distancia.
—Lo hiciste muy bien, hijo —lo felicitó su padre—. Ya estás listo para sacar tu licencia.
—Gracias, papá —volvió a decir Rubén, entusiasmado.
Aún no podía creer que su regalo era real.
—Si quieres, puedes ir esta noche a la casa de Marco en el Aska —le sugirió su padre—. Con la condición de que no bebas ni una sola gota de alcohol.
Rubén no respondió, pero la idea de ir a ver a sus amigos en su nuevo auto lo tentaba mucho.
Sebastian se sentía más contento que nunca.
Acababan de llegar al terminal de Arica, después de caminar por casi dos horas, y estaban a punto de comprar los pasajes en bus hacia Antofagasta, para ir a ver a Rubén.
Se habían cambiado de ropa a unas cuadras de distancia, en plena calle, para evitar ser reconocidos como soldados. Javier había llevado una muda para cada uno, aunque la mochila aún podía delatarlos.
Se acercaron al mostrador de la agencia de buses para consultar sobre los pasajes, pero el precio excedía su presupuesto.
—Apenas nos alcanza para un pasaje —le comunicó Sebastian a Javier.
Javier bajó la mirada, pensando.
—¿Cuánto crees que paguen por ti si te prostituyes? —le preguntó Javier, bromeando.
—Cállate, hueón —le dijo Sebastian, dándole un golpe de puño en el pecho.
—Pregunta cuándo sale el próximo bus y cuántos asientos quedan disponibles.
Sebastian le hizo caso, y la vendedora le informó que estaban casi todos los asientos disponibles, y el siguiente bus salía a las nueve de la mañana.
—Llegaremos justo a tiempo para tomar once con tu Rube —comentó Javier con sarcasmo—. Mira, haremos lo siguiente. Preguntemos en todos lados los precios y la cantidad de asientos disponibles. Si están todos igual de vacíos, hablemos con el chofer nomas para que nos deje subir.
Y eso hicieron. Finalmente lograron subirse a un bus que salía a las nueve y media de la mañana, tras hablar con el conductor y ofrecerle todo el dinero que tenían disponible.
—Gracias, por motivarme a hacer esto —le dijo Sebastian a Javier, cuando ya el bus había partido del terminal.
—¿Por motivarte a romper las reglas y arrancarte de un recinto militar, violando probablemente una decena de leyes? —cuestionó Javier—. Es todo un honor, mi amigo.
Sebastian se rió, y apoyó su cabeza en el hombro de Javier para dormir.
—No estamos rompiendo ninguna ley, ¿cierto? —le preguntó a Javier, ya algo adormecido.
—No creo —murmuró Javier en respuesta, también quedándose dormido.
Rubén estuvo intentando comunicarse con Felipe durante la tarde, pero no tuvo éxito.
El no tener noticias de su pololo le estaba afectando mucho psicológica y emocionalmente. Esa sensación de no saber qué estaba pasando con él lo ponía muy mal. ¿Acaso ya estaba cansado de él?
Al menos sabía que estaba bien, según lo que había podido conversar con Roberto.
A pesar de todo, reunió fuerzas de flaqueza y se alistó para ir a la casa de Marco y hacer una pequeña celebración de su cumpleaños. Obviamente estaría Catalina y Marco, pero no tenía claro si Felipe finalmente se presentaría o no.
—¿Va a venir? —le preguntó Catalina al oído, tras saludarlo y entregarle su regalo de cumpleaños.
Rubén simplemente se encogió de hombros.
—¿Cervecita para el cumpleañero? —le ofreció Marco, a modo de saludo.
—No puedo —respondió Rubén, mostrando las llaves del Aska que tenía en la mano izquierda, provocando la sorpresa inmediata de Catalina y Marco.
—¿Es una broma? —dijo Marco, mientras caminaba hacia la puerta para salir a ver el regalo de Rubén—. ¿Puedo conducirlo?
—No, Marco, ya te tomaste una cerveza —le llamó la atención Catalina— Estoy segura que Rubén no quiere que lo manejes con siquiera una gota de alcohol en tu cuerpo.
—La Cata tiene razón —complementó Rubén—, pero mañana podemos salir a dar una vuelta si quieres.
Los tres amigos salieron a comprar cosas para comer y preparar. En un supermercado que estaba a unas cuadras de la casa de Marco, encontraron todo lo necesario para preparar completos y pizza, y cosas para picotear como papas fritas y ramitas, aparte de todos los bebestibles necesarios.
Rubén estuvo toda la noche pretendiendo pasar un buen rato, para que Catalina y Marco no notaran su pena, pero cuando volvía a pensar en Felipe, que no estaba ahí en ese momento, comenzaba a temblar levemente y sentía incluso que se le bajaba la presión.
Sebastian y Javier se bajaron del bus en el terminal de Antofagasta, completamente doloridos por el largo viaje en esos pequeños e incómodos asientos.
El gran tablero que mostraba los horarios de los buses de cada andén indicaba que ya eran las diez de la noche.
—Bus culiao —murmuró Sebastian al ver la hora—, si no se hubiera quedado pegado en Tocopilla habríamos llegado mucho más temprano.
—Y no olvides la aduana —el cansancio se notaba en la voz de Javier—. Pero oye no te desanimes, que aún quedan dos horas del día para llegar y decirle a Rubén lo mucho que lo amas… y desearle un feliz cumpleaños obvio.
—Si, por lo menos ya llegamos —coincidió Sebastian.
—¿Viven muy lejos ustedes?
Sebastian calculó en su mente la distancia.
—No tanto —respondió finalmente—. Igual tendremos que irnos caminando. No tenemos plata para pagar colectivo.
—Lo que tú digas, Príncipe Azul —aceptó Javier, y caminó junto a Sebastian con rumbo a la casa de Rubén.
Felipe estaba temblando.
Había reunido toda la energía que tenía en su cuerpo para levantarse de la cama, arreglarse e ir a ver a Rubén a su cumpleaños. Sentía que ver a su pololo era lo único que podía alegrarle un poco su vida en ese momento, pero aún así se sentía inseguro de verlo, después de haberlo evitado los últimos dos días.
Sabía que había actuado muy mal, pero no lo había hecho por falta de amor, o al menos eso él creía. Simplemente en su cabeza tenía sentido que esas cosas tenía que hablarlas cara a cara, y en el momento no tenía fuerzas para ver a nadie.
Pensaba que cuando recibiera una noticia así podría soportarla más racionalmente, ya que según él, lo tenía superado, o asumido, pero no. Le había afectado como si no hubiese pasado ningún día desde su emancipación forzosa.
Tomó el regalo que le había comprado a Rubén y lo guardó en una bolsa de género, se puso su polerón negro favorito y salió de la casa de Roberto rumbo a la casa de Marco, listo para ver a Rubén, besarlo, y finalmente contarle todo.
Catalina, Marco y Rubén estaban conversando tranquilamente mientras preparaban una pizza con todos los ingredientes favoritos de cada uno, cuando escucharon que tocaron el timbre de la puerta de entrada. Marco salió a abrir la puerta y al volver, Rubén sintió que la presión le bajó de un momento a otro: Felipe estaba al lado de Marco, con un paquete de regalo en las manos.
Rubén notó que su pololo tenía los ojos muy hinchados, como si recién se hubiese despertado, y se acercó impulsivamente para saludarlo y abrazarlo, pero cuando estuvo frente a él se detuvo. Tenía las manos sucias con restos de aceitunas, y no lo quería manchar.
—Feliz cumpleaños Rubén —le dijo Felipe, antes de darle un fuerte abrazo que duró largos segundos.
Rubén se dejó abrazar, y permitió que ese abrazo lo llenara de energía y restaurara su presión sanguínea, algo que por el momento estaba funcionando.
—Gracias —fue lo único que pudo decir Rubén sin ponerse a llorar.
—Te traje esto —le dijo Felipe, entregándole el regalo.
Rubén lo tomó con una sonrisa, pero no dijo nada, soportando el nudo que tenía en la garganta.
—¿Podemos hablar? —le preguntó Felipe, provocando que a Rubén nuevamente le bajara la presión—, en privado.
—Pueden pasar a mi pieza —dijo Marco, desde la cocina, claramente atento a sus palabras.
Rubén escuchó que Catalina lo regañó en voz baja por eso, causándole gracia.
—Gracias Marco —le dijo Rubén, y se dirigió al dormitorio de su amigo, mostrándole el camino a Felipe.
Ambos ingresaron a la habitación y Rubén cerró la puerta a su espalda, sin saber como iniciar la conversación. Tenía tantas cosas que decirle a su pololo, pero no quería hacerlo desde la rabia.
Para su alivio, Felipe tomó la palabra primero.
—Rubén, te quiero ofrecer disculpas, por como me he comportado últimamente —comenzó a decir Felipe—. He sido un imbécil.
—No digas eso… —Rubén le iba a bajar el perfil, pero objetivamente tenía razón.
—No, es verdad —lo detuvo Felipe—. he sido un imbécil y no tengo excusa, pero solo quiero que sepas el por qué he actuado así —Felipe se sentó en la cama de Marco y Rubén lo imitó, sentándose a su lado—. Hace unos meses me enteré que mi viejo tiene cáncer, de páncreas —reveló finalmente—. Mi viejo se va a morir —agregó aguantando el llanto.
Rubén se abalanzó para abrazarlo, con muchas preguntas en la cabeza que prefirió no verbalizar para no agobiarlo, pero la principal que más lo agobiaba era por qué no se lo había contado antes.
—Un día fueron al liceo a buscarme para decirme —le contó—, querían incluso que volviera a vivir con ellos —la sorpresa era evidente en el rostro de Rubén, que se alegró momentaneamente por la idea de que los padres de Felipe lo habían aceptado tal cual era—, pero querían que dejara de lado mi “estilo de vida” para poder volver con ellos —acotó—. Ni siquiera al borde de la muerte son capaces de aceptarme.
Rubén notó cierto resentimiento en las palabras de su pololo, aunque no lo juzgaba.
—A causa de eso siento que me cerré mucho contigo, me guardaba todo, ni siquiera sentía deseo —le confesó, algo avergonzado—. El lunes mi mamá fue a buscarme al trabajo para decirme que mi viejo está en la clínica internado. Está complicado.
—¿Lo fuiste a ver? —quiso saber Rubén.
Felipe negó con la cabeza, bajando la mirada.
—No fui capaz —una lágrima silenciosa cayó por cada uno de sus ojos, aunque no mostraba señales de inestabilidad en su voz—. Mi mamá estaba… enojada, sentí yo, como si me estuviera avisando solo por compromiso. No me dijo que me quería allá, o que era bienvenido de ir a verlo cuando quisiera. Nada. Así que me fui a la casa del Robert… a mi casa, y me encerré en mi depresión. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie.
—Pero yo no soy nadie —murmuró Rubén, con pena.
Rubén sentía una pena tremenda. Los ojos los tenía llenos de lágrimas por escuchar la situación que estaba viviendo su pololo. Independiente de la forma en que sus padres se habían portado con él, la idea de perder a un padre era lo peor que le podía pasar a una persona, aunque desde el punto de vista de Felipe, él ya había perdido a sus dos padres hace un par de años.
Además, también le daba mucha pena (y algo de rabia) que Felipe haya decidido pasar por ese proceso él solo, sin apoyarse en él.
—Obvio que no lo eres —le dijo Felipe, acariciándole el rostro—. Pero no te quise contar desde el principio porque sabía lo mucho que te podía afectar esto —le dijo, haciéndole entender que se refería a que sabía lo que se sentía perder a un padre—, y no quería que me dijeras “perdónalos, haz las paces con ellos, aprovecha el tiempo que te queda”.
La última frase molestó un poco a Rubén, porque era exactamente lo que le habría dicho, pero habría tenido mucha más precaución de decirlas, sabiendo su historia familiar.
—¿Y ahora qué harás? —se limitó Rubén a preguntarle, respecto a su suegro.
Felipe se encogió de hombros.
—La verdad me ha atormentado mucho estos días, con terror de que suene mi celular en cualquier momento, pensando que podría ser mi mamá llamándome para decirme que mi viejo murió.
—¿Y por qué no lo vas a ver y te quitas esa incertidumbre? —cuestionó Rubén.
—No es tan fácil, Rubén —respondió Felipe poniéndose de pie, algo molesto.
—Si sé que no es fácil —coincidió Rubén, parándose frente a su pololo—, solo era una pregunta. No te quiero presionar.
Rubén tenía sentimientos encontrados en ese momento. Si bien, estaba contento de por fin tener una explicación por la conducta distante de su pololo las últimas semanas, y empatizaba mucho con lo que estaba viviendo, no se explicaba por qué no había sido capaz de contárselo antes, por qué no confiaba en él.
Rubén abrazó a Felipe y notó que, al igual que él, estaba temblando.
—Hay algo más —le dijo de repente Felipe, aclarándose la garganta.
Rubén se separó unos centímetros de su pololo y lo miró a los ojos, preocupado.
—¿Qué cosa? —quiso saber, al ver que Felipe no hablaba.
—Hace unas semanas, cuando fui a la casa de las niñas —Rubén sabía que se refería a la casa que compartían Anita, Ingrid y Alan—, recién me había enterado del cáncer de mi viejo —contextualizó, mientras el corazón de Rubén estaba completamente detenido, esperando la conclusión de su punto, sospechando tristemente hacía donde se dirigía—. Le conté a Alan, y mientras conversábamos, me besó.
Rubén dio automáticamente un paso atrás, como si con esa distancia Felipe no iba a ser capaz de escuchar cómo su corazón se acababa de romper.
No solamente lo había mantenido en oscuras todo ese tiempo, sino también le había confiado toda esa información a su ex pololo en vez de a él, y además se habían besado.
—¿Qué? —Rubén movió la boca, pero su voz no salió.
Se comenzó a sentir débil, pero intentó no demostrarlo.
—Lo siento —dijo Felipe, intentando llenar el silencio que se había instalado entre los dos.
—Necesito tomar aire —murmuró Rubén, antes de abrir la puerta de la habitación y salir del lugar.
Felipe no lo siguió.
Al salir al comedor notó que Marco y Catalina estaban en el patio, probablemente para darle mayor privacidad en su conversación con Felipe.
Rubén se tapó la boca, para no llorar audiblemente, y salió por la puerta de entrada, abrió la puerta del Aska y se sentó en el lado del conductor, donde por fin se quitó la mano de la boca y soltó el llanto.
No se dio ni siquiera diez segundos para desahogarse, y le dio contacto al motor con la llave. Necesitaba salir de ahí y volver a su casa.
Se puso el cinturón de seguridad y empezó a conducir a una velocidad más que imprudente.
A los pocos minutos de haberse marchado, sintió que vibraba el celular que tenía en el bolsillo. Sabía que era Felipe el que lo llamaba, pero de igual manera sacó aparatosamente el teléfono del pantalón, en caso de que realmente fuera alguien más, como por ejemplo su padre, llamándolo por una urgencia real.
Miró la pantalla de su celular, donde se leía el nombre “Felipe”, y se quedó pegado mirándola por un par de segundos, hasta que la visión se le nubló por las lágrimas. Tiempo suficiente para desviarse de su carril y subirse al bandejón central de la avenida, para luego intentar volver a su pista y volcarse por la brusquedad de la maniobra, justo a tiempo para chocar con algo, que Rubén ya no fue capaz de definir.
Rubén no escuchaba nada, solo un pitido insoportable en los oídos, y por pura desesperación de encontrarse de cabeza en un auto recién volcado, comenzó a gritar.
Sebastian y Javier iban caminando en completo silencio rumbo a la casa de Rubén cuando escucharon un golpe ensordecedor, seguido del ruido clásico de las llantas frenando con fuerza sobre el pavimento, justo en la calle que acababan de cruzar.
Se devolvieron hacia la esquina y vieron que una cuadra más allá había un auto volcado.
Sebastian miró a Javier, y sin decir ninguna palabra, ambos se acercaron al lugar a prestar ayuda.
Se aseguraron de que no hubiese mayor riesgo, y pudieron escuchar los gritos provenientes del interior del vehículo.
—Mantenga la calma —gritó Javier acercándose con cautela a la que era la ventanilla del copiloto—, ya viene la ayuda en camino.
Sebastian pensó que su amigo no tenía cómo saber eso, ya que ninguno de los dos tenía un teléfono para llamar a una ambulancia.
—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Sebastian, algo nervioso.
—Tenemos que sacarlo de ahí —le indicó Javier—. Al menos está gritando, eso signifiaca que está consciente y que respira.
Rubén no escuchaba nada, solo el pitido insoportable en su oído que bloqueaba cualquier ruido del exterior del Aska.
Dejó de gritar cuando por fin se pudo calmar, y se dio cuenta que lo primero que tenía que hacer era soltar el cinturón de seguridad.
Sebastian le quitó la mochila a Javier y la abrió buscando algo que le pudiera servir para romper el cinturón.
—¿Trajiste tu navaja? —le preguntó Sebastian, buscando entre los bolsillos.
—Si, está en el pantalón —Javier se agachó al lado de Sebastian, buscando en la mochila sus pantalones—. Aquí está —le pasó la cuchilla a Sebastian—. Yo sostengo al caballero para que no caiga de cabeza mientras tú cortas el cinturón.
Le indicó y Sebastian obedeció.
Javier se metió con dificultad al vehículo volcado para sostener a la persona que iba al volante, tapándole la visión a Sebastian.
Cuando por fin Sebastian le pudo ver el rostro, simplemente le dijo unas breves palabras.
—Lo vamos a sacar de aquí, tranquilo.
Rubén intentó de todas las maneras posibles liberarse del cinturón con cuidado, pero no lo logró. Lo único que le quedó hacer fue soltar el seguro del cinturón y dejar que la gravedad hiciera lo suyo tirándolo de cabeza hacia abajo.
Soltó un grito por el dolor que le provocó en el cuello la caída y solo entonces sintió el amargo sabor de su propia sangre en su boca.
Se arrastró como pudo para atravesar la ventanilla y salir del vehículo volcado, aplastándose contra fragmentos de vidrio, provocándose heridas nuevas en brazos y piernas, y abriendo aún mas las que ya tenía en ese momento.
Al salir del Aska, intentó ponerse de pie, pero en ese momento comenzó a sentir intensos dolores en todo el cuerpo, y le fue imposible mantenerse parado por más de cinco segundos, tiempo suficiente para darse cuenta que estaba completamente solo en la calle.
Cayó de bruces al piso, y sintió en su cara el frío asfalto. Cerró los ojos y perdió el conocimiento.
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