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WHAT IS LOVE? / Jesús Tadeo Palacios Valverde
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Le quedan tres cuartos de hora al sábado y yo sigo detrás del timón del Lada, adormecido por los grillos, con un tufo que me rasguña la garganta y la nariz roja y ardiendo por los tiros que me metí en el Soltimbú. Pero ella, ella sigue sin aparecer. No importa, me digo. Todavía puedo esperarla, me miento.
Un mixto arde en mis labios. Yo mismo lo acabo de armar con el último moño que me quedaba y el resto del chamo que el Gonchi me fio en el baño de la discoteca. Dos caladas, y la noche es un gigante cayendo. Me gusta mirar cómo desaparece el pucho que sostengo entre los labios, cómo se va dejando coronar por el fuego, cómo se convierte en hilitos que reptan hasta lo más alto para perderse en la nuca inmensa de la madrugada que se derrumba en cámara lenta, que nos echa sus espaldas negrísimas encima.
El alma se me escapa, pienso, y sigo atrapado en el-tira-y-jala del bate a la jeta, de la jeta al bate, en este sábado huérfano de estrellas. Alumbrada por el vómito de los postes, la ciudad se ahoga en el espeso vaivén de un jugo de naranja: las veredas, los algarrobos cansados, la pista cubierta de baches y la esquina del parque en la que estoy cuadrado, hornándome.
Bajo la ventana. Feel the vibe with your mind. Me deshago del exceso de cenizas golpeando un par de veces al pucho, rápido, sin amor. Feel the vibe (feel the vibe). Un torbellino de luciérnagas salta al viento. Feel the vibe (Ahh, sing!). Y el dedo medio que vuelve a chasquear por la ventanilla un par de veces, no vaya a ser que me prenda la camisa empapada de wishky y ahí sí la cagada. Feel the vibe with your mind.  La ceniza brinca y se pierde en la música del Soltimbú y Come alive, everybody come alive.
Quince minutos. Impaciente, comienzo a imaginármela a ella y a su cabello recogido como suelen llevarlo las enfermeras o las policías. Sí, puedo verla atravesar la bruma que me late en las narices. Lentamente, la espesa neblina le lame las nalgas, clip-clop; y, de pronto, son mis dedos los hilitos blancos que el invierno lleva hasta sus caderas y clip-clop. Me deshago en el silencio del humo y entonces soy mil manos que se dejan arrastrar a las costuras hinchadas de un jean, a la silueta de un enorme caballo al trote.
Inhalo. Ni en el malecón tanta humedad, conchasumare. La espero, la espero y pronto me veo rebuscando en la guantera un casete, entre cajetillas mojadas de Lucky. Está corrido y enredado. Qué chucha, hay que sacarle la vuelta al reloj, calmar a la araña que me trepa por la nuca y que me obliga a seguir jalándole fuerzas a la vaina.
En el suelo, entre freno y embrague, encuentro un lapicero con la tapa mordisqueada. Ya sabes de qué lapiceros hablo, ¿no? Color verde fosforescente, tapa azul. De esos que terminan por embarrarte la mano y, cuando menos lo esperas, tu brazo, tu cara, todo, toditito, teñido de un azul candela.
Otros cinco minutos se fueron mientras rebobinaba la cinta, y la quinta brasa consumió el quinto bate que por quinta vez desarmé, volví a armar y me jalé en cosa de segundos. Mis manos, atrapadas en el ritual y gira que te gira, gira que te gira, como si en algún momento la fricción hiciera lo suyo y ¡Zas!, el mono haciendo una fogata: el casete se ha comido casi por completo la cinta. ¡Carajo, me quemo! Y la colilla sale volando por la ventana.
Media vuelta a las llaves y los faros del Lada parpadean. Tres balazos del tubo de escape: el carro ruge, se ahoga, se apaga y queda sepultado en el silencio de un motor tembloroso. Una vez más, el giro, el parpadeo, la tos de los fierros y el pedal. Rummmmm. Ya no falta mucho, hay que calentar.
                                                    ***
Sé que ella vendrá masticando una menta para disimula mi tufo. Sí, en cualquier momento la veré cruzar la esquina y "SISISISISISI", la cabeza como perrito de taxi.
La llamaré con un silbido, mientras mis ojos la pellizcan a la distancia. Vendrá corriendo y subirá de un portazo y me cubrirá con sus besos. Llevará un suéter verde Mao, espera, no, no, mejor uno verde Velasco, y me dirá que gracias por esperarme (tranquila, amor), que perdona la demora (ya, ya, nenita), que me peleé de nuevo con mi viejo (qué mierda te dijo), que estuvo jodiéndome (pero qué chucha te ha dicho, cuenta), que gracias y mua-mua-mua te amo, ¿sí? Mua-mua-mua y estoy harta de que ese pendejo insista con que te deje o, sino, dice que te va a meter el troncho por donde meas (...) y mua-mua no te preocupes porque es mi vida, y que yo sé que tú no te dejas de nadie (¡Ni cojudo!), y que ya vámonos porque se hace tarde y que perdona ¿sí?, no vuelvo a demorar (más te vale), aunque si me demoro, te provoco las ganas que me tienes ja, ja (¡!), y te pongo en fa en una, ¿no? Jiji. Cómo me gusta que termine las frases riendo, como incitando gestos que ni me pertenecen, ni quiero controlar.
Sí, carajo. Voy a morderla en la barbilla y mientras la radio se come el casete al que devolví las tripas, le diré que bien hubiera podido esperarla cien años, o más, o alguna vaina de esas. Y ella sonreirá. Luego, tomará la pelotita de chicle que dejé pegada al tablero y se llenará de mentol los labios. Entonces hará globitos que de inmediato yo reventaría con la lengua. Las primeras notas de Run to me de Double you nos lamerán las orejas y avanzaremos cinco cuadras hasta perdernos bajo la lumbre enferma de una ciudad que duerme recostada en la resaca de su gente.  
En la primera curva me buscará la boca, como siempre. Y yo me dejaré comer, igual que siempre.
                                                   ***
Cinco para las doce. ¡Cinco pa’ las doce y la putamadre!
Tardas como el culo. Seguro que te convenció la cojudez esa de tu viejo. Seguro hasta te ha llorado y tú te dejaste enredar por la misma huevada de siempre donde te grita sobre lo bueno para nada que soy y que deberías hacerle caso al Toño. ¿Qué cuál Toño? ¡No te hagas la que no sabes, Camila! ¡No me quieras huevear! ¿Cuál Toño, cuál Toño? ¡Toñito de Osambela, pues! ¡Por supuesto que conozco al maricón ese! Sé que desde hace tiempo te va a buscar a tu casa o que se cuadra en la esquina de la uni para panosearse con la bata blanquita de interno. ¡Me limpio el culo con su bata de mierda! Y sé que tu papá te restriega que él no es como el malviviente de tu Cheché que se la vive prendido del troncho y del trago, y jode que jode con esa poesía atorrante que habla de penes y putas y cosas que seguramente anda proponiéndote el muy desgraciado para que le des, y que no se lo vayas a dar porque olvídate que eres mi hija, mierda, y ahí nomás lo busco y ni bien lo encuentre al granputa ese, lo muelo a patadas y le meto el troncho por donde mea.
Y seguro por eso me tienes esperándote en vano, parado como pichula, Camila, porque ya te ganó la culpa de venir a verme a la hora que habíamos quedado. ¡Eso! Ya te remordió las entrañas lo de vernos para ir al cuarto y así poder hundirme en la vida que traes entre las piernas y que el imbécil de tu viejo no quiere que me des, pero que ya me has dado hace rato sin que lo sepa el muy huevón, y menos el Toñito ese que babea por ti con el estetoscopio en el cuello y su bata blanquita, ¡tremendo gilazo!, pero mira, ¡mira la hora! Soy bueno, ¡buenísima gente! Un tipo recontra paciente, sincero, a pesar de las cosas que tú conoces como ninguna otra persona, cómo nadie más lo hace, y que de nada vale repetírtelas.
Estoy cagado, tú lo sabes. Escribo y eso basta, aunque nadie más que tú me lea. Escribo sobre tu cuerpo mi tragedia. Me lees en la humedad de los versos que te di, versos ausentes de toda, de cualquier utilidad, pero más tuyos que míos, a fin de cuentas. Eso no da plata, dice tu viejo. Esa mierda no compra la casa y el carro que puedo ponerte, te miente el tarado de Osambela. ¿Qué pueden saber ellos de poesía? Dime, ¿qué? Carachosos, mugrientos, malcachados. ¡Qué saben los cerdos de métrica, de verso libre, ah?  La historia vendrá, veloz, descarrilada, y les pasará por encima. Se los llevará de encuentro. Cagadas de mosca por las que nadie habrá de llorar, porque nada dejaron. ¿Y así te vienen a decir que yo, el poeta, aquel que hace de su vida un intento de recuerdo, soy el inútil, el pobre diablo, el mantenido, el fracasado? Y, a pesar de eso, yo aquí, consumiéndome en la espera de verte llegar, sin saber de ti, ignorando si acaso vendrás o si ya fue y solo me aburres para mandarme a donde tu viejo y tu Toño quieren que me mandes. ¿Verdad? Putamadre, ¡y yo aquí de huevón con el motor encendido y esperándote, Camila!
Se acabó, Camila. ¡Me llegas al pincho! Llave a tope y casete en radio. Pedal a fondo y soy un proyectil que quiere encajarse en tu pecho.
La pista es un abanico en el que se estrellan todas las formas y colores que pueblan al desierto con veredas que es Piura. Y río, porque el verde huele a chicle y el amarillo cosquilleo bajo mis párpados y el rojo es rojo como roja es la boca de Camila, que seguro debe estar tirando en su casa con el baboso de Osambela, y su viejo que mira, que escucha complacido como el médico se la empuja a su hija y ella, feliz, entre globito y globito de Clorets, pensando en el carro y la casa que no puedo comprarle. Casi, casi, saboreo su desprecio. ¡Qué buen bajo, conchasumare! You gotta run to me/ Uuh can't you see/ You gotta run to me/ Uuh can't you see/ You gotta run to me
La calle se desdobla ante mis ojos y la veo encenderse en un remolino de neón que arranca de su sitio al pavimento, a los algarrobos de los sardineles y a los semáforos de la pista. Y se estira el camino, se estira como fideo y sigue y sigue hasta enredarse en los postes y cubrir de imágenes imposibles a las sombras de la ciudad que se sienten de vidrio, imágenes de mi pasado, un tornado del que no hay salida y en el que me siento disolver, ¡di-sol-ver!
Se me derrite el timón en las manos. Y que no vayas a manejar, juega la pichanga y anda a jatear a tu casa, broder. Y que con quién te crees que estás, oye, que mira, no hay problema, ni cosquillas me hace tu vaina, ¡parece que no me conocieras!, que dame y te las pago a la vuelta, que pásate el wiskacho para asentarlas, que sí te las pago, Gonchi, huevón, pero aguántame un toque, voy a ver a la Camila y luego me guardo, puta, te lo juro. Luego arreglamos. ¿Cuándo he sido falla contigo, Gonchi? Y trato inútilmente de poner al timón en su lugar, pero se me ha escurrido entre los dedos porque es de plastilina suavecita, suavecita, y no puedo mantener la dirección. No hay izquierda o derecha o adelante o atrás. Y entonces las luces, el motor ahogándose con la gasolina, el pie tocando la pelusa del tapete, la pista que no es pista girando en un abanico de luces largas como cohetes humeantes, y Camila tirándose a Toñito y su viejo aplaudiendo y mi troncho quemándome la pija, y los colores, las quemaduras en la boca… el golpe. Un grito ahogado. Un grito rasgando la cabeza del gigante que es la noche. Mi frente rompiendo la lechuza encima del velocímetro y mi cabeza es un revolver. PIUM-PIUM, y solo queda el silencio en tanto que caigo en el abismo de los días. Ojalá me despierte pronto, mi viejita se hace un desayunón los domingos.
                                                   ***
No puedo aguantarme las náuseas. El tufo me sube por la tráquea y termina en un batido de arroz, y algo que parecen ser los tomates de la hamburguesa que me sople en la bajona, saliendo nomás de la discoteca.
Con el huaico en la garganta, siento como un grito me escoce el hueco del pecho: Aunque esté molesto, la extraño.
Abro la puerta, la empujo. Zafo las piernas que el tablero oprime. Pujo, pujo. Por suerte, después de forcejear, aflojan mis huesos, truenan y toda mi humanidad se destroza contra el suelo. Ahora soy una lombriz en el asfalto. Un chasco.
Trato de levantarme. Intento ponerme de pie agarrándome de la puerta. La música sigue sonando, pero las piernas me fallan y muerdo la pista otra vez. Me faltan dos dientes. En su lugar una espesa cascada me baja por el mentón. Espera, ¿Por… por qué el Lada está subido al sardinel? La trompa retorcida, los vidrios regados como astillas en el piso y una humareda espesa alzándose desde el motor descubierto: El auto es un laberinto de fierros retorcidos. ¿En qué momento yo…? ¿Cómo es que…? ¿Q-qué? ¿Qué quieren ustedes? ¿Qué chucha me miran? ¿De dónde salió toda esta gente?
—¡El hijo de puta está zampadazo!
—Ya llamaron a la policía.
—Y encima anda todo reventado el conchasumadre este...
—¡Pobrecita! ¡Ayúdenme a sacarla!
—¡No la muevas, que la puedes fregar más!
—Pidan una ambulancia.
—¡Ponle la mano frente a la cara a ver si la flaquita respira!
 Te demoras mucho, Camila. ¿Ya ves? Ahora estos huevonazos vienen a joderme. Quieren buscarme la boca. ¿De dónde salieron? ¿Qué mierda están hablando? Una ráfaga de nauseas me obliga a devolver hasta el alma. La hiel me rebalsa la boca. Tengo la nariz rota, apenas y puedo respirar sin que me sienta hundir más y más en un inminente desmayo. El sabor a fierro me colma el rostro, me ahoga.
Veo venir más y más pies. Intento incorporarme, hacer frente a la multitud que se me ha echado encima. Lanzo inútil, flojamente, un par de ganchos al aire. Mis pies no responden. Mis rodillas se desmoronan. Los huesos clarean a través del jean.
Las luces de los tronchos que simulan ser postes son un vendaval en el que voces de extraños y dedos afilados se alzan en mi contra. ¿Me… me están mentando a la madre? ¿¡ME ESTÁN MENTANDO A LA MADRE!?
— ¡Váyanse a la mierda!
No me puedo sostener. Todo lo que queda en mis ojos son manchas luminosas. Mis extremidades son una plasta de tallarines. Y tú que sigues sin llegar. Y lloro, lloro cómo nunca antes lo había hecho, lloro tumbado boca arriba sobre la pista. Me encuentro duro, tiezaso, como el cadáver de uno de esos perros que los tucos amarran a los postes y Den Xiao Ping, perro traidor, amarrado al pescuezo. Solo que aquí no hay perros, ni tucos, solo yo tan hecho mierda de repente y sin saber nada de ti.
—¡Agárrenlo!
—¡No, déjenlo! ¡Está cagado!
— La chica no respira... ¡No respira!
—Pobrecita, yo la vi parada, aquí nomás. Segurito lo conocía.
— ¡Dios mío, la ha cogido contra el poste!
— La flaca le alzó la mano, pero el pendejo aceleró y se la llevó de encuentro. Sin asco.
—Sí, sí. Este andaba cuadrado allá atrás, por el parque. De la nada, prendió el carro y se fue de hachazo contra la niña. No le dejó tiempo a nada.
—¡ASESINO! ¡ASESINO!
 ¿Asesino? ¿¡Asesino yo!? ¡Soy un poeta, cojudos! ¿¡Lo entienden!? ¡Un poeta! ¡Un poeta es incapaz de matar! ¡Cómo voy a ser un asesino si la vida en mis versos cunde y palpita! ¿Por qué insisten con eso? ¡Lárguense y no me jodan!
Más y más pies se suman a la muchedumbre que me asfixia, y, a ellos, el chillido de algunos neumáticos. De pronto, vienen las primeras piedras. Las patadas feroces. What is Love? Baby don't hurt me. Don't hurt me. No more. El reproductor ha girado el casete de forma automática, y los bajos se confunden con el aullido de sirenas a cada tanto más cerca.
Cierro los ojos un momento. Dibujo tu cara en mis parpados. Te extraño mucho, Camila. I don't know why you're not fair. Y yo que te amo tanto… me plantaste, mujer. I give you my love, but you don't care. Y tu rostro se ilumina con el juego de azules y rojos, rojos y azules que se traslucen a la piel de mis manos. So what is right and what is wrong? Las piedras llueven y escucho sin poder moverme cómo sacan chispas al caer. Llueven sobre mí, pero no hay más dolor, Camila. Me dueles tú. Gimme a sign… Silbatos, bocinas, sirenas y faros consumen el lugar y tú, cojuda, tú que sigues sin aparecer.
What is love?
Tadeo Palacios Valverde (Piura, 1994). Escritor y bachiller en derecho. Becario del programa «Arequipa Imaginada» del Ministerio de Cultura del Perú (2017). A los 19, publicó el conjunto de cuentos de horror Susurros del Abismo (Caramanduca, 2014) y tiene inédito un libro de relatos. En 2016, obtuvo un Segundo Puesto en la II Edición del Certamen Literario Nacional Cinemafic 2015-2016, organizado por Cinematosis. Y, en 2017, resultó ganador del Certamen Nacional de Cuento Jurídico «La Justicia» de la Universidad del Pacífico. Escritos suyos aparecen en antologías nacionales e internacionales.
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Voy a escribir la historia más jodida del mundo. Será un film de 1h 30m / Kevin Castro
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Opening: Kultura Babylon, Laguna Pai
I. Fin de semana
La primera parte irá de un tipo universitario que adora el cine ‘experimental’ y que odia todo lo que se ha producido en Hollywood después de los 90s. El tipo en cuestión vive despotricando contra todas las películas comerciales de Hollywood (y en general, en contra de cualquier película comercial que pueda ser vista en Cineplanet). En una de las escenas el tipo está intentando ligarse a una chica, hasta que comienzan a discutir de cine, porque a ella le aburre y asquea Viva la muerte de Arrabal y prefiere Saturday Night Fever con John Travolta. La discusión se torna innecesariamente ruda, así que la chica se va molesta y deja que él pague la cuenta. En otra escena el tipo está intentando ligarse a otra chica, pero vuelven a discutir porque ella quiere ver una comedia romántica en el cine y él una película de Woody Allen en un cineclub. Finalmente no se ponen de acuerdo y ella se va. El tipo pasa cada vez más tiempo mirando cine experimental raro y leyendo crítica de cine raro. Hasta que un día, mientras lee una revista de cine independiente, se da cuenta de que se ha quedado ciego. El tipo se asusta y acude a todas las clínicas caras de Lima a buscar un doctor u oftalmólogo o cirujano que le devuelva la visión. Pero todos los cirujanos y oftalmólogos de Lima han desaparecido misteriosamente, así que el tipo se deprime y decide pasarse el fin de semana durmiendo. El primer día del fin de semana sueña con su madre. En el sueño su madre es niña y ha matado un alacrán echándole desinfectante de baños encima. Le tiemblan las rodillas. El segundo día del fin de semana sueña que está solo en medio de un desierto en cuyo horizonte se avista el mar. Él camina rumbo al mar, pero luego de mucho tiempo caminando, el mar parece encontrarse a la misma distancia. Entonces desiste y abraza un cactus. El último día del fin de semana el tipo sueña con un cerdo gigante que come pastillas rosadas acumuladas en una montaña gigante de pastillas rosadas. El tipo lo espía con cuidado de no ser visto, pero sin darse cuenta patea una cucharita de metal mientras retrocede. Cuando el cerdo se da cuenta de que el tipo lo está mirando, corre hacia él para comérselo, entonces el tipo, asustado, comienza a correr hacia ningún lugar. Cuando el tipo despierta está empapado en sudor y ha recuperado un 20% de la visión, por lo que puede distinguir ciertas formas y colores, aunque sin nitidez. El tipo se emociona y va a la cocina a servirse un trago, pero descubre que en la cocina hay formas humanas con armas. Desesperado, trata de esconderse, pero las formas humanas descubren que ha despertado, sacan sus armas y le disparan por todos lados. El tipo muere.
II. El desquite
La segunda parte del film irá de la misma historia desde la perspectiva de uno de los matones, el jefe, que es en realidad un poderoso narcotraficante de cocaína que acaba de ser estafado a lo grande —lo que es considerado más que una afrenta en el mundo del narcotráfico—, y quiere vengarse del afrentador, pero por algún motivo es imposible, así que decide desquitarse de todos modos con alguien inocente. Al tipo afrentador lo llama Afrentador. Hay una escena algo larga (aprox. 3’ 30’’)  del narcotraficante rabiando mientras viaja en su auto por una carretera X. La música que suena de fondo es Fuck you de Lily Allen. Al final de esta larga escena el tipo llega a un grifo y se encuentra con otros cuatro tipos bien vestidos y con buenos carros, todos se saludan, encienden sus cigarrillos, conversan largo rato sobre ‘el desquite’. Al parecer todos ya han planeado algo que hacer para ejecutar ese desquite, así que hablan de algo que no se llega a entender del todo. Luego de esto, se suben a sus autos y manejan rumbo a Lima. En una de las escenas en los autos uno de los cuatro tipos colegas del narcotraficante principal le cuenta un chiste a su copiloto: ‘—¿Cómo terminas con tu esposa luego de diez años de matrimonio sin hacerla llorar ni perder tus propiedades? —¿Cómo? —Le disparas en las tetas. —¿…? —Sí, en las tetas. —… —¡Claro! Nadie le dispara en las tetas a su esposa. —… —¿…?’. Cuando todos llegan a Lima se encuentran con un quinto tipo que tiene cara de oriental. El tipo oriental saca un teléfono móvil en el cual ha instalado una aplicación de desarrollo propio. Les explica que la aplicación se llama Kill the clone y es un juego que tiene dos funcionalidades principales: Primero, contrasta la cara de Afrentador con la base de datos de fotos del DNI de todos los ciudadanos limeños. El sistema elige a los cinco más parecidos y los asigna a los teléfonos móviles de cada uno de los cinco tipos que han acudido donde el tipo oriental, que funge de árbitro. Luego, los cinco tipos deben enfrentar a su personaje contra los otros (lanzando ataques mágicos, aplicando llaves, usando armas, etc.) hasta que uno solo quede vivo. Cuando esto sucede, el sistema revela los datos del sujeto de la foto del DNI para que los tipos narcotraficantes vayan a su casa y acometan su venganza. El tipo oriental ejecuta el programa en su teléfono, el sistema asigna a los teléfonos de los cinco sujetos un personaje y todos se ponen a competir. Mientras se desarrolla el juego, el primer narcotraficante se da cuenta que sienta placer al ver a su personaje recibir golpes, pero como se ha ensañado con su personaje no quiere perder, quiere ganar para matarlo en la vida real, entonces se desarrollan varios minutos de escenas de lucha virtual en la que uno de los personajes animados gana todas las peleas no sin antes dejarse atestar unos cuantos ataques brutales. La música de fondo de esta escena es No gamesde Rick Ross & Future. Cuando el jefe narcotraficante gana, enciende un cigarrillo y deja que el sistema le muestre los datos de su ahora víctima. El personaje corresponde al tipo ‘cinéfilo’ que odia el cine comercial. Luego de ver sus datos, los narcotraficantes se dirigen a su casa y lo encuentran dormido. El jefe narcotraficante decide que no es divertido matarlo si está dormido, así que ordena esperar a que despierte. Todos los narcotraficantes toman un café en la cocina esperando a que esto suceda. Cuando el tipo despierta y ellos se dan cuenta, todos le disparan en todos lados y muere.
III. El congreso
La tercera y última parte de la película va de unos médicos que viajan en bus rumbo a algo así como un congreso nacional de médicos. Como ese, hay siete buses más llenos de médicos yendo en la misma dirección. Con el pasar de los minutos se hace más visible que se trata de un congreso de cirujanos oftalmólogos. Todos hablan de distintas cosas profesionales excepto uno de los grupos de médicos, sentados en la fila de asientos de atrás, que habla del negocio de la pornografía mientras el médico más joven de todos los escucha muy atento. Todos los de este grupo están de acuerdo en que, a diferencia de otras artes, la pornografía se mueve básicamente en torno al dinero, y que tonterías como el post-porno o el porno artístico o el porno mormón son puras mierdas o a lo mucho mierdas secundarias comparadas con el tipo de porno que mueve realmente la industria pornográfica. Todos coinciden en que la pornografía básicamente se ha quedado en lo mismo: rubias tetonas, enfermeras, colegialas, dancing bears y similares. Sin embargo, añaden, los videos caseros o amateur se han ido ganando el corazón de los espectadores hasta volverse las búsquedas más populares. El oftalmólogo cirujano más joven (veinticuatro años) pregunta si en realidad el Congreso es lo que todos le han dicho: rubias tetonas, enfermeras, colegialas, etc. Los médicos mayores que hablaban de la industria pornográfica ríen. Uno de ellos le dice: ‘Vas a tener que ponerte hielo allí abajo’. Lo que sigue a esta escena es una serie de extractos de conferencias de oftalmólogos filmados con una cámara casera. Los extractos resumen el día uno y dos del congreso de oftalmólogos cirujanos. La siguiente escena es de los médicos en una discoteca enorme repleta de prostitutas desnudas bailando electro pop. Todos los médicos se están divirtiendo, especialmente el médico joven, que se ha prendido a una de las prostitutas y le toca los pechos. Lo siguiente que sucede es que decenas de tipos irrumpen en el local y empiezan a dispararles a las putas en las tetas y a los médicos que se interponen. Uno de los agresores es el jefe narcotraficante. Los médicos mayores sacan armas de sus bolsillos y comienzan a dispararles a los agresores, que se muestran sorprendidos. Todo se convierte en una gran balacera en la que muere mucha gente, aunque es obvio que los agresores son muchos más, así que se supone que matarán a todas las putas y médicos. En el piso hay muchos muertos. Uno de los caídos es el jefe narcotraficante. El médico joven se arrastra por el suelo tratando de esquivar los disparos y logra refugiarse en un rincón junto a una de las prostitutas que, llorando, le hace la señal de ‘shhh’ con el dedo índice en la boca. Se acurruca junto a ella y se abrazan y lloran hasta que la imagen se va desvaneciendo mientras empieza a sonar La Calor de Bareto y aparecen los créditos.
Fin de la película.
Kevin Castro (Lima, 1993). Es editor de la revista Mutantres y de C.A.C.A. Editores. Ha publicado en poesía Los tiempos jurásicos (2013 y 2014).
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EL MAL EXTERIOR / Francois Villanueva
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 Mi chico no es el padre de mi hijo, es más fortachón que un buey, y viene a visitarme todos los días al hospital. Y yo, con lo curiosa que soy, creo en San Francisquito y hasta hace poco le encendía velitas todos los días al amanecer y al anochecer. Ahora que más lo preciso no puedo lamentablemente. Estoy hecha una piltrafa humana, no obstante, rezo bastantes oraciones, las que invento pues las verdaderas las olvidé. En esta camilla, donde tengo una vista panorámica al prado de pastos verdecidos del hospital, de una planta (con algunas excepciones) y todo de blanco, que posee unos pasadizos tétricos y hasta donde llega el rumor de las afueras, solo puedo figurarme a la ciudad copulando vida, en esa orgía de la que yo formaba parte y de la que en este momento me arrepiento con toda el alma, aunque las malas lenguas digan que mis lágrimas son las de cocodrilo, ¡para lagartas ellas!
Antes de ejercer este oficio tan antiguo que data, según me cuentan, de los orígenes de Nueva Guinea y el África, de Sudamérica y el Japón, de la India y el Asia, tuve algunos noviecitos a los que creí amar, ejerciéndolo tuve aún muchos más. No me arrepiento en general, o sí, o no, tal vez, de esta vida de insaciable bestia devoradora de pasiones, de la novia de todos, de la pareja a oscuras, de la descastadora. Esta idea amenazadora fue la que me instigó a seguir siempre adelante una vez arrancada la adversidad, me temblaban las carnes al pensar en retroceder, temía arrepentirme, y tenía motivos para hacerlo, uno en especial: Tesauro, el proxeneta. Sí, fue ese ser sacado del infierno al quien echo la culpa de todo mi revés, quizás hasta hubiese llegado a ser alguien en esta vida de tristes senderos.
Lo conocí en Huamanga, una madrugada que bebía sangría en una taberna con mi chico quejándome de la separación de mis padres, mi pobreza económica, mis malas notas, y el recuerdo doloroso de los manoseos a mi intimidad de un vecino cuando cumplí los doce años. Tesauro, que en verdad era un bogotano de Corabastos de unos dos metros y era más bravo que un toro en una corrida y tenía en su prontuario varios crímenes por asesinato y tráfico de drogas y trata de personas, me fue presentado como un chinchano que ayudaba a la gente más necesitada, e ingenuamente le supliqué ayuda coqueteándole, y así fue que me trajo, escapándome de mi casa a los catorce años de edad, prometiéndome un trabajo respetable y rentable, a esta tierra caliente donde la lujuria está atizada por el clima.
Primero llegué a Canaire, que está más al fondo de Llochegua, para que mis familiares no me encuentren por más que me buscaran, lo que en mi conciencia me parecía poco probable, ya que muchas veces todo me decía que yo era un estorbo para ellos. Me acuerdo que ahí yo, recién llegada, era el boom de los locales; aunque la mayoría de mi ganancia se lo llevara mi raptor. Comencé trabajando como dama de compañía, si se le puede llamar así a estar solamente bebiendo cerveza con los parroquianos y escuchar sus conversaciones y sus chistes. Así fue hasta que vino un tipo que me ofreció quinientos soles por hacerle el amor (yo entonces ganaba cincuenta soles por semana y tenía comida y cama gratis), y no pude negarme, por más que lo quise, porque aquel tipo era el amigo de Tesauro, su buen estimado. “Ya era hora que produzcas más”, dijo luego Tesauro, “desde hoy tu tarifa no baja de doscientos por servicio, y ve acostumbrándote a trabajar duro”.
Canaire es una llanura selvática que según recuerdo ahí fue la primera vez que fui golpeada salvajemente hasta desmayarme. Un “tío” estaba bebiendo cerveza desde el mediodía y a eso del oscurecer dispuso de mis servicios, pero en pleno acto se quedó roncando sobre mí, aplastándome bochornosamente. Lo hice a un lado, me vestí ligeramente y antes de irme me percaté que había un canguro sobre el velador, abrí el cierre, y me encontré con más de tres mil soles, puro santa rositas, resultaba increíble, pensé que era mi día de suerte, se me entró el demonio, agarré lo que me pareció un botín de guerra y se lo di a la dueña para que me lo guardara en secreto. El dormilón se despertó luego de una hora, se fue pidiendo disculpas y se me iluminaron los ojos de la felicidad. Pero contra mi buena fortuna, justo cuando nos disponíamos a cerrar, el “tío” se apareció hecho una fiera, con revólver en mano; me reconoció y sin decirme nada me sujetó de los cabellos, me tumbó al piso, y empezó a gritar que era yo una ratera, que si no le devolvía el platal me volaría los sesos. Yo rechacé rotundamente la acusación mintiendo y empecé a recibir patadones, puñetazos, y antes de perder el conocimiento sangrientamente sufrí dos cachazos. Desperté en la tarde del día siguiente, con vendas en la cabeza, exánime y pálida según me dijeron, y solo atiné a preguntar por el canguro, pero me dieron una negativa con una mirada turbia y un gesto de resignación. Me contaron después que tuvieron que devolver el dineral porque si no el muy animal me mataba, sino a golpes, a balazos.
Llegué a Kimbiri subiendo de pueblo en pueblo, primero Llochegua, luego Pichari, después Kimbiri, recorriendo a punta de sudor y lágrimas gran parte de la marginal de la selva. Cuando murió Tesauro de una sífilis me sentí liberada, me entraron unas ganas de salir de aquel cementerio que era Canaire, viajar lejos, quizás a Cuzco o volver a Huamanga, pero mi inteligencia se volvió insípida —ahora estoy con la lucidez del profeso ante el patíbulo—, y tuve miedo de salir del mundo al que había caído, que mal que bien me había dado, es verdad, mucho dinero. Además me sentía débil ante un mundo cruel y fuerte, más fuerte y cruel que yo.
El dinero producido por el placer agrio de mi cuerpo poco a poco me fue contentando, eso fue cuando conocí a Philip, el tipo que me enseñó a disfrutar de mi estado, por eso no le cobraba los servicios, es más, le invitaba a la discoteca y le compraba ropa en la galería. Me enamoré de sus ojos y de su voz, sentirlos me bastaba para vislumbrar cierta felicidad, pero es verdad que entonces era una chiquilla más ingenua que astuta. Le conocí cuando él trabajaba en una ferretería del Óvalo, una casa de tres pisos pintada de celeste oscuro con blanco. La jefa me había enviado comprar unos pernos para una cama nueva, que habría de remplazar la rota en una noche de servicio. Él vestía un polo con una graciosa frase (El alma del río) que me llamó mucho la atención, tenía un collarcito de plata y unas pulseras de fantasía; me atendió muy coqueto, soltándome piropos con una voz jugosa y de buen timbre, y al entregarme la bolsita con los pernos me sujetó suavemente la mano, le clavé la mirada en los ojos y casi me derretí: eran unos ojos de can tierno. Al toque analicé su simétrica cabeza, su piel morena, su delgadez atractiva y me enamoré de aquel muchachito seductor. Él debió darse cuenta porque en la noche apareció en mi local. Pidió mi compañía, bebió tres cervezas fumando cigarrillos y dispuso mis servicios. Fue la primera y única vez que le cobré.
Los primeros meses fueron interesantes, Philip me trataba como una señorita de bien, engriéndome como una damita, incluso un día me regaló un osito de peluche que cantaba la canción más bella de Shariff Dean, titulada algo así como Tú me amas, pero en inglés. No sé, pero siempre después de gozar con Philip se me subía un rubor a los cachetes y sentía la presencia de la muerte escoltándome con una sonrisa siniestra que me turbaba y percibía la conmiseración de mi desdicha. Lo que me causaba incertidumbre fueron los orgasmos que tuve, gran felicidad me extasiaba cuando explotaban, pero las horas siguientes me sentía una infeliz, una bazofia de persona.
Philip empezó a cambiar pasados ya varios meses, pocas veces me visitaba, y comenzó a gritarme e insultarme palabras duras que me dolían en lo más profundo de mi alma, incluso una vez borracho trató de meterme un sopapo que esquivé asustadísima, y principié a huir de su lado. Mis amigas me decían que fue porque empezó a juntarse con los mototaxistas, unos metaleros que eran delincuentes y que solo traían problemas, que fumaban marihuana y se apedreaban en las madrugadas de fiesta. No podía soportarlo y terminamos.
Un domingo por la mañana caí en la cuenta que estaba embarazada. Sentía aversión a la leche con café y al sándwich de jamón, mi regla no me venía, sentía náuseas y cambiaba de humor a cada instante como una bipolar, siempre con ganas de miccionar. Lo decidí en unos minutos, pues era la única salida. Aborté antes de cumplir dos meses. Ya entonces Philip se había muerto en una pelea callejera, de un cuchillazo, pues en verdad era brusco, la gente me contó que tenía su pandilla y varios eran sus enemigos.
En la flor de la edad creía que todos los hombres que pasaban por mí me amaban (sentimiento que hizo que los quisiera mucho), y eso era en cierta medida verdad, pero poco a poco se deshumanizaron para mí; los miraba con otros ojos, no ya con los de la lujuria, sino con los del hastío. Maduré poco a poco, sintiendo en carne propia los vicios más sórdidos de las perversiones humanas.
Hubo una vez un chico de ojos oblicuos, piel trigueña, peinado erizado, que me hizo suspirar durante unos meses. Vendía aretes y cosméticos en la galería “Esmeralda”, trabajaba para su tía, y la primera vez que le vi me llamó mucho la atención. Durante una semana, todos los días, le visitaba para comprar aretes y otras chucherías, hasta que entablamos una bonita amistad. Una tarde calurosa, en la plaza de armas, sentados en una banca, me dijo que era ayacuchano, estaba cursando el quinto de secundaria, pensaba estudiar Economía en la San Cristóbal, y, lo más interesante que dijo, fue que yo le parecía atractiva: alabó mi piel clara, comparó mis ojos con luceros, y le gustaba mi voz y mi peinado. Él, por alguna razón, me pareció inocente —entonces yo tenía más de cinco enamorados—, seguro que no sabía lo de mi trabajo y yo menos pensaba decírselo. Pasado los once días de amistad, volví dispuesta a declarármele, pero ya no lo hallé. Su amigo, el que vendía ropas al frente de su stand, me dijo que se fue a estudiar a Huamanga, y me abatí en una depresión, e incluso pensé en viajar a buscarlo, pero mis amigas me convencieron que lo esperara. No volvió luego de un año, para eso ya lo había olvidado.  
Después vino Cobra, el padre de mi único hijo, y es él creo el que me pegó esta enfermedad que me postra mortalmente, aunque sea muy canalla echarle a él la culpa de todo. Era flaquísimo como una rastrera erguida, pero de bonito rostro; andaba siempre con una camisa blanca y un pantalón jean que le daban aires de ingeniero, profesión de la que se jactaba haber estudiado algunos ciclos en la universidad. Fuimos enamorados cuatro meses, una temporada de placer y malos momentos que le hice pasar por culpa de mi mal genio en defensa de su mal carácter. Mi bebé nació en enero y fue capricornio igual que su padrecito.
En este hospital no puedo hacer muchas cosas, solo esperar que la muerte me corroa con cada aguijonazos a mis pobres riñones, mientras recuerdo mis amores de antaño, que en sí han sido mi tesoro escondido de mujer y me ayudan a soportar el dolor de ser una persona de las más miserables que pudieron haber existido. Lo que odiaba y odio de mí es mi imprevisibilidad, mi espontaneidad, obraba de la forma menos impensada, lo que menos quería hacer lo estaba efectuando en menos de un segundo, era como si me entrase el diablo en un fragmento y me tentase en el pecado de mi vida, y aquella falta al Señor se desarrollase en la más cotidiana de la realidad. Bastaba una frase, un objeto, un nombre, una imagen, una música para consumar un pequeño o un grande desliz, que en primera instancia era renegado. Me gustaba decir sí a todo: sí a la ninfomanía, sí a las drogas, sí al tabaco, sí a la violencia, sí al abogado de camisa de cuello italiano, sí a la vida y sí a la muerte, sí a esto y sí a aquello. Creo que ese debe ser el sentimiento más explícito de la autodestrucción.
También influyeron en mi carácter mis amigas, las tenía contadísimas, y entre nosotros tomábamos, drogábamos, peleábamos y nos reconciliábamos, en un torrente de éxtasis y orgías que nos hacía reír, llorar y luchar para no reventar. Una se llama Azumi, que arrancó desde los trece años y tuvo su época de abundancia que la hizo engordar después, la otra se llamaba Shantal, la del Refugio, era buenísima gente, no sé de qué murió, creo que del hígado, y aquella se llamaba Kathie, la que le gustaba los blanquiñosos y de los que tuvo varios hijos. A veces pasan a verme cuando se hacen su control médico aquí en el hospital, pero lástima que no conversáramos como en los Bajos Mundos, hasta me aburre que me repitan lo mismo de siempre, que no me cuidé. La última vez que vino Azumi me contó una anécdota.
Conoció a un chico churrísimo hace poco tiempo y se hicieron enamorados. La cuestión es que a la semana él vino al local totalmente embriagado, borracho y furioso; quería los servicios de su chica, y cuando le dijeron que estaba en su cuarto, como en verdad lo estaba, solo que desnudándose para hacer servicio con un parroquiano, fue ahí y entró de un patadón y los encontró totalmente calatos. El novio dio un puñetazo al parroquiano, este le aplicó una llave con las manos, aquel sujetó con sus dedos la verga enhiesta del rival, y así se armó una bronca. Azumi salió corriendo cubierta con una toalla y avisó al dueño, quien encontró a los jóvenes en esa misma posición forcejeando: uno aplicando la llave y el otro jalando la verga. Dice Azumi que al día siguiente el dueño les invitó unas cervezas y les contó el risible espectáculo.
La vida hay una sola, pero yo creo que las de mi clase son todo lo contrario a los gatos, tienen menos siete vidas; estamos más cerca del Diablo —a pesar que creo en San Francisquito— y todo nos sale mal como los maldecidos: solo nos espera el Infierno. Yo estaba ciega, mi temor de escapar lo confirma, y creo que los agónicos miran su vida con la luz de Ultratumba.
Hoy amaneció lloviendo, sé que no llego al lunes, y mi novio apareció con el rostro mustio. Se sentó en la banquita a mi costado.
—Te traje mandarinas…—dijo. Son para él, yo no puedo comerlas, apenas vivo de la transfusión, estoy tan débil que mover mis ojos me duele. Me hundo, poco a poco mientras habla, en aguas profundas de un sueño nostálgico, en un pantano que me absorbe de pies a cabeza, y parece mentira que este hombre me quiera.
                                                             ***
A estas alturas, mi mal no me avergüenza, era el riesgo más elemental de mi oficio, y solo me queda asumirlo con valentía y resignación, qué más da, el pecado se castiga una vez cometido, aunque haya desesperación al principio y máxima frustración al final.
Me trasladaron a Lima a un hospital bien feo. Prefería la vista panorámica del prado, que es mucho más bella que la vista de los edificios grises, el cielo encapotado, el ruido de los cláxones y la tristeza infinita de un cuarto de cuidados paliativos. Mis sentimientos están entreverados como las raíces de un nabo, son un tejido irreverente como mis venas, como los infinitos desagües de esta ciudad capital.
Es hora de contar la historia de Delio Cazar, mi chico, aunque en sí debería usar el prefijo ex, después de esto dudo volverlo a ver, a él y también a mi adorado pequeñuelo, a quien encargué con súplicas a doña Lucrecia, la dueña de La Talarina.
Delio Cazar era un tipo de esos machotes que hacen feliz a una mujer en la cama, pero que para otra cosa no sirven. Era lerdo, medio retraído, a la vez fornido y un tanto guapetón. Cuando lo conocí tenía dieciocho años y yo veintitrés, y mi hijito tenía apenas once meses después de nacido. Según él, encontró a su media naranja en mi persona al verme por vez primera, y yo no pude resistirme a los encantos de un amor regalado, además necesitaba de buena compañía, por eso lo acepté gustosa.
Fui el primer amor de su vida. Tuvo algunas enamoradas a las que no amó en el colegio, donde estudió solo hasta el cuarto de secundaria porque no pasó de ahí, y le gustaba el trago a más no poder. Yo le enseñé que para existir en esta vida había que hablar, parlar mucho, algo que a duras penas entendió, pues no dejó de ser taciturno. Para estar, tuve yo que declarármele mientras bailábamos y tomábamos con sus amigos en el Break, y él lo festejó bebiendo hasta dormirse profundamente, tuve que despertarle y llevarle a dormir a mi cuarto, pues sus amigos lo dejaron tirado en el mueble. Lo llevé tambaleante, rogándole que despierte, y él somnoliento avanzaba dando tumbos. En una de esas, saliendo del sector Anchihuay, Delio tropezó con un muchacho ebrio de unos trece años que quiso armarle la bronca, pero ahí no más le paré, y de algo me sirvió ser mujer pública, ya que el muchachito hizo caso, se disculpó y zafó a otro lado.
Mi habitación era una de las mejores del local, con un afiche con la figura de Yoko Ono desnuda en la pared de triplay. Tenía una pequeña ventana con rejas y una malla fina y verdecina adornada por dentro con una cortina de color bermellón que cubría toda la vista, y era una de las que menos podían espiar los mirones que siempre están al acecho. La cama era de plaza y media, por eso mi nuevo novio durmió bien, a sus anchas, sin su camisa porque hacía calor, y con la cabeza recostada en un almohadón confortable. Yo me eché a su lado y lo vi roncar, disfrutando la sensación de dormir con alguien sin la necesidad de tener sexo, me vi embriagada de felicidad, en especial cuando Delio se despertó y le expliqué la situación, me agradeció tiernamente y volvió a dormirse como un niño deprimido, inclinado, en posición fetal.
Al amanecer le invité a comer cebiche de pescado de río, con canchita salada y refresco de granadilla bien heladita. El chico solo tenía palabras de agradecimiento que las enunciaba con ternura, con rubicundo donaire. A las nueve de la mañana, en pleno calor tórrido, salimos de la marisquería y yo di la iniciativa para ir al parque, a refugiarnos del sol en los cobertizos de las bancas, él aceptó y le tomé de las manos, paseamos agarrados de las manos. Me pidió permiso para besarme cuando conversábamos en el parque y yo le mordí los labios con pasión, consciente de mi aventurado proceder. Ese día hicimos el amor cuatro veces en un hotel, y los siguientes como dos o tres, sedientos de placer.
A los quince días habíamos recorrido casi todas las zonas turísticas del valle (el parque natural de Sivia, la piscigranja de Kimbiri y de Pichari, las viviendas típicas de los ashánincas, las casas antiguas y el puerto fluvial de Hatunrumi, y los espacios de recreación de Puerto Mayo), y justo cuando estábamos saliendo del Ángel en dirección al Salto del Gallito, las maravillosas cataratas, me dio un correcorre feroz, cada vez que llegaba a distinta catarata bajaba de peso más de dos veces, y al llegar al Rey del Vraem, creo que tenía veinte kilos menos. Para volver, Delio Cazar tuvo que cargarme, me llevó en sus hombros, sudoroso, a veces se resbalaba y soltaba lisuras disculpándose. Yo, la verdad, estaba más preocupada por las fotos que por mi salud, nos habíamos tomado pocas, y en ellas yo salía pálida, despeinada, y con una cara de pocos amigos. No sabía lo que me esperaba, ni lo sospechaba.
                                                           ***
Ahí empezó mi mal, a la semana estaba internada en el hospital, debilitada y angustiada. Estaba flaca, ojerosa, quebrantada, y sólo me entretenía escuchar la música clásica de Beethoven y Vivaldi de una radio negra y vieja con antenas de insecto; era de otro paciente, un hombre famélico que escupía sangre, vestido como yo de blanco, y que me hizo el habla con el pretexto de que conocía a Kathie, de quien había sido su enamorado.
—Te ves hermosa con esa ropa de enferma—dijo.
—Y tú, qué tanto me miras, acaso estás contento de qué esté mal.
—Oh, no, no, no—negó—. Me refería a que eres bella, sana o enferma.  
—Cállese y deje de hablar estupideces. Solo hablo de negocios en mi local.
Sin querer, empezamos a conversar.
—No me importa tu trabajo, se parece al mío.
—Y usted ¿qué es?
—Poeta. —Escupió.
— ¿Para eso se estudia?
—No, la universidad son las calles y los libros. Más los libros que las calles.
—O sea que yo no podría ser poeta.
—No, en algunos casos la poesía sale natural con tener mucha calle, y entonces tú serías excelente poeta.
—Ja, ja, ja. Habla pavadas. Seguro que lo dice con otras intenciones.
—No, no es eso. Solo tendrías que leer más libros y cultivar el buen gusto. El poeta es un ser sensible que canta sus pasiones, sufrimientos, conocimientos, miedos, pero eso sí, tiene que saber decirlo…—Volvió a escupir sangre, la que se limpió con un pañuelo rojiblanco—. Y para aprender a decirlo, tienes que conocer la tradición, la literatura, la vida misma.
—Yo conozco la vida, y puedo decir que es una porquería, y no creo que merezca ser escribida… Y usted por qué babosea sangre, ¿qué tienes?
—Cáncer al estómago. Ni Apolo puede salvarme.
Me fijé bien en el tipo y me pareció que saludable sería buen parecido. Al menos, a primera vista, no parecía vulgar. Tenía una cabeza calva prominente, con la frente amplia llena de arrugas, con ojos redondos y lustrosos, y aunque escupía bruscamente, en sus movimientos había cierta elegancia. Clavaba la mirada en mí cada vez que me hablaba y luego disimulaba cierto desinterés cuando yo le contestaba. De un momento a otro, me impresioné que nunca lo haya visto, pero recordé que sí había escuchado de él, y muchas veces, de un artista bohemio venido de otras tierras que se enamoró de este valle, y que le escribía un monumental poemario de más de tres mil títulos. Yo, la verdad, solo había creído de él como un mito, una leyenda que tanto inventan por estos confines, tantas mentiras ensalzadas como verdad, y ahora lo tenía a mi costado, como un vil humano, enfermo, famélico, y sin ninguna visita.
—Usted no es el poeta de los Bajos Mundos que tanto hablan por ahí—le pregunté para cerciorarme.
—Sí. Pero no todo lo que dicen de mí es cierto.
— ¿Es cierto que estuvo con Nadia, la transexual?
—Ah, sí. Eso es verdad; la quería mucho pero la mataron río abajo.
—Y ¿por qué la mataron?
—Jugó con los sentimientos de un cabo. Fue un crimen de amor. Ahora él está en Yanamilla. Me enteré dos días después, cuando bebía en los Bajos Mundos.
—No entiendo como un ilustrado como usted puede radicar en esas zonas poco ilustre. No, ahí no van los respetables.
—Sabes por qué te dije que nos parecíamos.
—Ni la más remota idea.
—Porque tú exprimes la esencia de tu cliente, y yo me quedo con esa naturaleza para escribirla. Tú en el físico, yo en el espiritual.
Hubo un silencio. Yo recapacitaba lo dicho. Era mi primer día de internamiento y no estaba mal. La habitación era amplia, había espacio para tres camas, pero la tercera estaba vacía y tendida. Aún no habían diagnosticado mi mal y seguía bajando de peso. A este ritmo, pronto quedaré como el Poeta, pensé. Todo me duele.
—Y qué se tiene que leer para ser poeta—pregunté por preguntar.
—Todo Vallejo, bastante García Lorca, tanto de Neruda y más de Octavio Paz, y algunas buenas traducciones de Baudelaire, Rimbaud, Goethe, y Shakespeare.
— ¿Quiénes demonios son ellos?
— Son dioses del Olimpo—dijo y me reí—. Oh, por Shakespeare, tienes razón. Debe ser la morfina. —Escupió.
Entonces apareció una enfermera joven, con su uniforme blanco de algodón. Nos saludó y se puso al lado del Poeta, sacó una vacuna, le ordenó al Poeta ponerse de costado, y le inyectó en la nalga pálida la medicina. El Poeta soltó un quejido, lloriqueó y moqueó, limpiándose con la sábana celeste. La enfermera la tranquilizó. Al final, el Poeta estaba exhausto, quejumbraba, y de pronto se echó a carcajear, risotadas fuertes que me asustaron. La enfermera me tranquilizó diciéndome que era su receta.  
—Pobre. Estaba empezando a sentir gracia por él—dije emocionada.  
—Es un gran hombre, sabe mucho de poesía, le gusta la literatura…Una lástima que esté mal, tan grave—respondió la enfermera.
El Poeta abría mucho los ojos clavándolos en el techo. Parecía berrear, su boca baboseaba, dibujaba una sonrisa y luego se deshacía en muecas dolorosas. Sujetaba con sus manos cadavéricas la sábana, estirándolas con fuerza como hacía con las piernas escuálidas, venas azules se pronunciaban en su piel blanca curtida por el sol. Lo compadecía profundamente. La enfermera le midió el pulso y paseó por su pecho el estetoscopio; suspiró y, al terminar de atenderle, se fue a un rincón, cogió un banco, y se sentó a mi lado.
—Tengo que estar pendiente de ese hombre—dijo—. Quizás podamos conversar.
—Bueno, permítame presentarme. Me conocen como Vatiola y trabajo, o trabajaba, en los Bajos Mundos. Sí, no se ofenda, pero soy una mujerzuela. Es una profesión como todas, aunque te exploten demasiado, aunque al inicio se gane bastante bien y al final muy mal.
—Ya lo sé. No es necesario dar muchas explicaciones. Bueno, ¿qué puede conversar una persona como yo con una como usted?  Y lo digo sin ofenderla. Solo quiero colaborar contra su claustrofobia.
—No se preocupe, peores insultos he sufrido, y si los hubiese hecho caso o tomado en serio, ya me hubiese muerto de vergüenza.
—Entiendo perfectamente. Lo siento mucho—me consoló.
—Para este oficio no hay que tener vergüenza, aunque una tenga mucho sentimiento. De veras, no miento, sino que me lleve el viento. No hay que tener sangre en la cara.
La enfermera parecía tener un tic nervioso en los ojos, pestañeaba demasiado, siete veces seguidas y rapidísimas cada quince segundos. Debía ser muy nerviosa, lo que debía ser un problema para su trabajo, o quizás se estuviese impresionando demasiado con lo que yo le decía.
— ¿Sabes una cosa?—interrogó.
—De qué.
—Al Poeta le operaron hace tres días. —Pestañeó—. Era un procedimiento quirúrgico simple. Le pusieron poca anestesia, se quedó dormido como un niño, pero unos minutos antes que despertase, empezó a gritar con todas sus fuerzas: “¡No sé!, ¡diablos que no sé! ¡Soy un inútil! ¡Nunca pude dormir con Paquita! Entonces yo sabría, ¡pero no sé!, mi vida es una absoluta patraña”. Daba fuertes puñetazos al aire, amenazante y furioso. —Se detuvo y empezó a restregarse los ojos. Luego continuó—: Nadie le entendía lo que quería decir. Lo único que sabíamos era que con la anestesia tú puedes soltar tu inconsciente, tus problemas que te aquejan o hasta tus más sórdidos secretos, ¡uy!, cuántas cosas no habré oído, si te contara. —Volvió a sobarse los párpados cerrados—. Creo que me entró algo a los ojos.
—Yo sí creo que entendí lo que quiso decir.
— ¿Qué cosa quiso decir?  
—Una cosa muy sucia.
—Mejor no me la cuentes, que también lo sospecho.
—No te lo iba a contar. —Me queda mirando sin pestañear, con cierta duda, con cierto afecto, con el ojo derecho ya rojizo.
Me puse triste por el Poeta. Suspiro y digo:
—Después de todo, es algo gracioso. —Sonreímos silenciosamente.
De pronto, la enfermera cambió de semblante satisfecho a uno excitado y dijo:
—Quieres ver los libros del Poeta.
Asentí y la enfermera se paró y salió del cuarto. Volvió después de unos segundos con una caja de cartón mediana. Lo colocó en el piso y empezó a sacar libro por libro leyéndome los títulos. Yo no tenía interés en ojearlos.
—Trajo puras novelas, algo raro. Este se titula El amor en los tiempos del cólera.
Vi la portada de un fondo amarillo con un rostro sombreado. No corroboré si correspondía el título con el que me dijo, pero sí vi un Gabriel. Después sacó Rojo y Negro de un tal Stendhal. Luego dos novelas de alguien llamado Mann y otras dos de Camus, una de alguien difícil de pronunciar, otra de un tal Proust, a continuación, un Kafka, y por último dos de Cela. Me sentía mareada con tantos nombres extranjeros.
—Pero la verdadera novedad no son estos libros—dijo la enfermera.
—Claro, para mí, no son nada interesantes los libros.
—Ya verás—dijo haciendo una pausa—. Mira este. —Sacó de la caja una hoja bond A4.
—No me gusta leer.
—Solo mira.
En la hoja, en mayúsculas, en la parte superior, había un título. Mi Matria Eterna, rezaba. Más abajo se apuntaba un seudónimo que me llamó mucho la atención.
—El Poeta de los Bajos Mundos—leí—. Es de él. Es de él. No me lo puedo perder.
—Yo lo leo y tú escuchas.
—Está bien. —Y empezó a leer:
Mi Matria Eterna
(Por el poeta de los Bajos Mundos)
 En su piel ha hollado el alba la esperanza
Y en su seno se arrebujó la Palabra Inmortal.
 De su Arte nació el imperio de los cielos
Y de sus frutos se propiciaron los festejos.
 En sus iluminados forjase el Divino Secreto
Y en su dulce masa creció el Buen Discreto.
 De su Historia lloraron los profetas ciegos
Y de su Destino se perfilaron monumentos.
 En sus corales se alimenta un arduo celentéreo
Y en sus aires oran los paisajes de tres rostros.
 De sus Andes salieron pundonorosos guerreros
Y de sus reyes se forjaron áureos imperios.
 En sus follajes con ilusión nace la mañana
Y en sus árboles un gallito de las rocas canta.
 En sus médanos se encriptaron los ángeles
Y en su tarde los espejos se embriagaron.
 De sus canciones sonrieron los anhelos
Y en sus pétalos los ruiseñores se amaron.
 ¡Oh, ella es mi Matria, tres veces María eterna!
Hoy le canto con mi corazón entre las manos.
—Por Dios, es muy hermoso—dije cuando terminó de leer.
—Sí. La primera vez que lo leí también me gustó mucho.
Entonces dio un suspiro y guardó los libros y el escrito del Poeta en la caja y se fue del cuarto sin antes pedir permiso. Volvió para despedirse, pues la necesitaban en la Sala de Partos. Al rato, las sombras se hicieron densas y casi cegadoras. El crepúsculo caía como una leve hoja del copo de un pino a la tierra de una avalancha.
Los días siguientes me puse peor, y doña Lucrecia pagó mi traslado a Lima, encargándome a sus familiares de la capital, quienes solo se aparecieron el primer día. En el trayecto, varias imágenes de mi vida corrían en mi mente. Concentrada en esas reminiscencias, derramaba lágrimas gruesas, arrepentida de haber dejado mi hogar cuando era todavía una niña, pues una es niña a los catorce años de edad. No pude escapar, pero ahora las posibilidades de haberlo hecho me flagelaban con el remordimiento. Tonta, tonta, tonta, me gritaba con ecos repitiéndose en mi alma. Entonces, cual una esperanza, recordé mis días de infancia, los días más felices que pude ser. Contradictoriamente veía en esa etapa de mi vida un vacío que yo había llenado con dulzura, con néctar, a pesar que también había sido infeliz ahí.
Ya casi no hay mucho que contar. Mi mente divagaba por si sola como un barco sin velas, en un mar tempestuoso con vendavales y marea alta, a punto de sucumbir ante la intemperie devastadora. Esta ciudad capitalina tiene el aire sucio, los cuerpos grises la copan, dicen que sus habitantes sufren de hipocondría, la tristeza los corroe, su cielo de invierno está siempre en agonía y causa desesperación. Como quisiera visitar los parques de este lugar de millones de cabezas, me los figuro como las pupilas verdes y hermosas de un paralítico; me gustaría ver los jardines con flores de lilas exóticas, de rosas frágiles, de cinabrios pasionales, de amarillas neófitas. Echarme sobre el pasto y esperar que la garúa rocíe mi rostro mientras cuento mi relato existencial, desnudándome ante los ojos de la vida.
…Vislumbra la lumbre que emerge de la caverna, sacas la cabeza y hay un vergel de azucenas rosáceas, una garúa las baña, y todo es Día, el inicio de otro sendero, y todo es Noche, descanso siempre inmortal…
                                                            ***
—No te metas, Delio—me dijo Bronco y se puso de pie ágil como un felino con la sangre hirviendo. Estaba irritado y amenazador como un hombre peligroso. Se acercó a El Pelado y le dijo con voz desafiante—: A qué no eres tan hombre.
—Crees que porque estabas con esa puta y estás aquí con este imbécil te me prenderás—contestó con un rictus en los labios El Pelado, sin rastro de miedo, con una voz sin humanidad.
—No te metas—me volvió a decir Bronco y se sacó con las dos manos el gorro que hasta entonces había sido como un órgano vital más de su cuerpo. Agarró una de las botellas de cerveza vacías que estaban en la mesa y la estrelló estruendosamente contra una columna de la pared.
Temblé al instante y quise irme de inmediato, pero Bronco, el dueño del local, me detuvo mirándome de forma fatal, con unos ojos desorbitados. El Pelado frunció el ceño con desdén. Fue el único gesto que perturbó su rostro de acero.
—No tienes las pelotas para seguirme—le retó Bronco. Y comenzó a cortarse con el vidrio roto la piel blanquecina de la palma de su mano, que al rato se manchó con sangre oscura. Dibujó una fina tajada con sangre. Agarró puño, estiró la mano ensangrentada y dio un fuerte sopapo al hombre que tenía la cabeza rapada como militar.
El Pelado, limpiándose la sangre de las mejillas con un gesto arisco, pareció erguirse más y estuvo a punto de atacar, pero dio un resoplido brusco y se contuvo. Agarró otra botella cerveza y, toda llena, la rompió en el tablero de la mesa. Empezó a dibujar lentamente una raya sanguinolenta en la parte lateral del antebrazo lleno de tatuajes en forma de leones y dragones. Yo solo meneé la cabeza en señal de desaprobación.
Con ellos, en ese estado, ni me atrevía a decir que la fallecida hace unas horas me había amado más que a ellos, tan intensamente que hasta su amor me había conquistado, que si alguien tenía que sufrir más por su partida, esa persona era yo. En cualquier otra situación hubiese destrozado las sillas en sus cabezas para que se tranquilicen, pero desde que Bronco me dijo que Vatiola había muerto en la madrugada en un hospital de Lima, tenía miedo de todos, de los objetos, los hombres y la naturaleza. Me sentía indefenso, con las lágrimas ahogándose en mi pescuezo; las mejillas las sentía palpitantes, como si hubiese recibido dos tremendas bofetadas.  
— ¡Me largo!—grité antes de partir raudamente. Para mi fortuna, no me detuvieron. Si lo hubiesen intentado, mi desánimo por la vida se habría transformado en una rabia incontenible. Me enteraría después que Bronco dio una tanda al Pelado y lo envió semimuerto al Hospital.
En el trayecto a casa, un especial aroma a nocturnidad y neblina me hizo recobrar una lucidez que temí fuera verdad, una luciferina claridad mental que cada vez que avanzaba exigía de mí la serenidad.
Al llegar, la construcción de tablas y calaminas y antes refugio de ratas, me hizo pensar en mi futuro. Sentado en la cama desordenada y sin tender, con cúmulos de una toalla aún húmeda entreverada con las sábanas y las frazadas, caí en la cuenta que había fracasado y no podía perder más. Prometí a Vatiola dejar de emborracharme, y aunque hoy día había acabado un par de cajas de cerveza con unas ansías irreprimibles por la tristeza junto con mis amigotes, pensaba cumplir con mi promesa, al menos por la memoria de mi difunta enamorada. Al acostarme, intenté rezar pero me sentí un hipócrita y desistí. Al no poder dormir los primeros veinte minutos en una oscuridad asfixiante, algo que no acostumbraba, sentí que tenía hambre. Últimamente no cenaba y ese deseo me extrañó.
Lo más fuerte que contrajo mi sensibilidad fue una inmensa y terrible soledad que empujó la manzana de edén en mi pescuezo. Prendí el interruptor de la luz, la que me bañó con un desmayo taciturno, que pude observar trémula y lacrimógenamente. Pensé en mis padres. Mi madre me suplicaba llorando a mares que regresara a su hotel, pero mi viejo no estaba dispuesto a que pise de nuevo su hogar si es que no retomase mis estudios, aunque sea en un colegio de sábados y domingos.
Salí de la cama y busqué algo qué comer entre la mesa, que casi siempre estaba vacía. Encontré una mandarina, la pelé y me la comí. Mi chica no tenía a nadie aparte de su burdel, como yo ahora solo tengo cuatrocientos soles, la mitad de mi sueldo del mes, que me tiene que durar al menos dos semanas más antes de volver a cobrar mi jornal.
Ahora, en las tinieblas amarillentas del cuarto, donde ha estado goteando por los agujeros del techo y cuyas paredes están derruyéndose cada día más y más, pienso en mi madrecita. No sé por qué tengo la estúpida idea de combinar los sentimientos que siento hacia mi madre con lo que me gusta de Vatiola. Me avergüenza semejarlas mucho, compararlas en las circunstancias espirituales de algún incidente singular que pueda unirlas. Habré perdido a los dos amores de mi vida si no hablo con mi progenitora, que gracias a Dios aún está viva. Cada vez es más fuerte el sentimiento que quiera que ella no sufra más por el inútil de su hijo. Bueno, espero mañana ir a hablar con la única persona que, a pesar de la distancia y luego de varios meses sin vernos, confía en mí a pesar de haberle decepcionado.
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ANOTACIONES DE UN HOMBRE CON LAS PRIORIDADES CLARAS / J. Estiven Medina Ortiz
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Creo que empiezo a dudar de mis capacidades para establecer una relación afectiva regularmente saludable y permanente. Creo que ésta duda no es lo suficientemente angustiante como para comenzar a reprocharme por ser emocionalmente inepto con la persona que es mi novia. Creo que mis emociones son lo más parecido a algún sistema básico de emociones funcionales pero que no son en absoluto aquél sistema básico. Creo que estoy intentando decidir el siguiente paso a dar respecto a mi relación, tratando con mucho esfuerzo, de calcular y reducir el probable daño emocional que voy a provocar en la psique de la persona que es mi novia. Creo que soy una mala persona, no porque en algún momento haya terminado de decidir serlo, sino más bien porque me he equivocado en alguna parte de mi decisión de ser una buena persona. Creo que estoy siendo penosa y calculadoramente reduccionista y egoísta. Creo que debería estar llorando en vez de estar practicando organizar todos los movimientos musculares en mi cara necesarios para expresar que siento una gran tristeza por lo que está ocurriéndome, cuando esté frente a la persona que es mi novia.  Creo que iré a buscarla después de este episodio, que es el momento en que intento tomar una decisión definitiva lo menos dolorosa posible para ambas partes. Creo que me estoy preguntando si realmente es dolor lo que experimento en mí como dolor. Creo que mi cerebro está a punto de elaborar la afirmación más nefasta que mi cerebro intentará negar inmediatamente después. Creo que soy torpe emocionalmente y no siento nada al respecto. Creo que la persona que es mi novia debería saberlo y hacer algo cuidadosamente conmigo. Algo como abandonarme en el patio vacío de una gran casa lejana. Creo que estaría bien que me dijera hay algunas cosas que no están bien hechas, aunque haya pasado mucho tiempo pareciendo que sí lo están, antes de irse. Creo que me sentiría bien o al menos intentaría sentirme como se supone que una persona se siente cuando se siente bien. Creo que soy equiparable a una computadora sobrecalentada que ha desarrollado un magnífico algoritmo con el que intenta persuadir a todo su sistema inteligente de que es una persona. Creo que me gusta la literatura y que podría vivir como literatura. No me gusta ser una persona. Creo que estoy convencido de que no me gusta ser una persona. Creo que estar convencido de que no me gusta ser una persona no me ofrece ninguna posibilidad de estar tranquilo. Creo que soy una broma literaria. Creo que debería romper todos mis vínculos emocionales y al final sentirme tan solo como para poder intuir si en lo profundo de lo que aparentemente soy, hay algo como una necesidad que pueda considerar humana y desde donde partir nuevamente hacia algún tipo de actitud. Creo que eso es lo que se denomina popularmente buscar un sentido. Creo que de lo único que puedo estar seguro, aparte de que no me gusta ser una persona, es que estoy vivo. Creo que estar vivo es magnífico en la medida en que se es plena y emocionalmente consciente de que se está vivo. Creo que quiero aprender a ser una persona a quién le agrade ser una persona. Creo que aún no he decidido nada respecto a mi relación con la persona que es mi novia. Creo que es mi responsabilidad ser, por lo menos, honesto si no puedo establecer una conexión sensible con el concepto que soy y que al parecer es un gran vacío. Creo que mi honestidad será difícil de comprender o siquiera percibir, porque no consigo incorporar elementos emocionales que logren establecer un vínculo de empatía. Creo que soy plenamente consciente de las cosas que están pasando, del mismo modo en que lo es alguien que mira una película antigua cuya trama es burdamente predecible, desde el último asiento de un cinema vacío. Creo que voy a terminar la relación que tengo con la persona que es mi novia. Creo que es lo mejor. Creo que le diré que es lo mejor para los dos, aunque sospeche que será mejor sólo para ella. Creo que no me encuentro en condiciones de decidir qué es lo que ciertamente pueda ser mejor para mí. Creo que va a entender, puesto que es inteligente y abrumadoramente sensible. Creo que me llama al teléfono. Sí. Respondo. Digo Oye, creo que deberíamos hablar. Dice Perfecto. Pero antes date un baño. Pareces cansado. Creo que tiene razón respecto a darme un baño, pero no tanto respecto al cansancio. Digo Creo que me daré un baño aunque no me encuentre cansado. Dice Perfecto. Y hazme el favor de recoger a Michael de la casa de su amigo, queda a una cuadra de la tuya. Digo Creo que me daré un baño e iré a recoger a Michael y hablaremos. Dice Perfecto. Te quiero. Digo Creo que me daré un baño. Corto y creo que se pregunta por qué no le dije que también la quería. Creo que debí decírselo y que empieza a sospechar que soy una persona con el cerebro chiflado. Me doy un baño mediocre. Como si hubiera mojado sólo la parte menos interesante de mi cuerpo aun habiendo mojado todo mi cuerpo. Creo que pienso que quizá sea un problema técnico con mi autoestima. El agua cae helada y estoy tiritando y queriendo sentirme alguien con notables carencias afectivas. Creo que pienso ya debería estar llorando. Pienso en mí como alguien en el último lugar de una fila de personas que esperan recibir la respuesta a la pregunta ¿Qué demonios pasa? Y que la fila no se mueve en absoluto. Creo que me siento bien después de pensar que, puesto que no estoy haciendo ningún esfuerzo por dejar de sentirme mal, algo de todo eso debe significar que me estoy sintiendo bien. Pienso No pienses más. Creo que funciona. Ya no. Pienso otra vez Creo que soy una broma literaria. Estoy sonriendo. Verifico en el espejo qué tan bien me veo sonriendo y no hallo sino una mueca que no se asemeja a una sonrisa sino más bien a la expresión de alguien que se está ahogando con su propia saliva. Creo que tengo un serio problema para sonreír. Creo que no me importa. Creo que debería dedicarme a escribir. Estoy considerando seriamente la idea. Creo que estoy satisfecho al pensar esto. Después de todo, es la actividad que me hace sentir más próximo a la posibilidad de poder sentir. Pienso Todo el mundo me cae bien en cuanto sean personajes. Me pregunto ¿Pero, qué clase de satisfacción experimento? Creo que no soy bueno realizando una combinación visualmente interesante de mis ropas. Creo que me convenzo de que es cierto, porque en realidad no me esfuerzo demasiado en ser bueno en ello. Creo que no me importa nada y que eso está mal. Que algo está mal en mí como individuo. Creo que, excepcionalmente, esta combinación de ropa me queda bien. Abandono la habitación mientras me peino con los dedos. Actúo como si tuviera prisa. Como si todo fuera aceleradamente insoportable. Creo que quiero ser escritor y que la idea de que alguna persona vinculada emocionalmente conmigo se sienta disgustada por ello hace que, aparte de querer serlo, me divierta. Creo que soy un poco vengativo y perverso. Lo que siento en mí como un cerebro funcional que me pertenece funciona contradiciendo constantemente esta sensación. Creo que me gustan las palabras más que cualquier otra cosa. Creo que, en cierto modo, mis placeres son estrictamente individuales y excluyentes. Nunca he intentado decírselo a alguien porque creo que eso es lo que me hace una mala persona. No me refiero a ser malvado, sino inepto. Creo que inepto es una palabra que escucho muchas veces dentro de mi cabeza. Creo que mi cabeza tiene varios compartimentos que aún no he explorado. Me gustan las cabezas de las personas, pero más sus caras. Algo de mí cree que algunas miradas son comprensibles hasta el punto de ser extrañamente conmovedoras. Creo que la capacidad de expresión facial en una cara hace que el propietario de la cara se sienta satisfecho y se esfuerce por hacer que sea cada vez más eficiente cuando tiene la necesidad de expresar algo que demande una energía máxima. Creo que expresar es dar. Creo que dar hace menos sola a una persona. Creo que he leído “el manual de cómo ser una buena persona”, pero que no comprendo algunas secciones. Creo que hay una sección llamada “¿Qué hacer en caso de no comprender algunas secciones incomprensibles?” Que se me presentó aún más incomprensible. Creo que he olvidado a Michael. Estoy tocando la puerta de la casa de la persona que es mi novia sin Michael, que es su hijo y no mío. Creo que me divierte subrayar que no es mío, aunque Michael sea un buen tipo. La persona que es mi novia abre la puerta y me hace pasar. Me mira un buen rato. Parece que ha olvidado que debía traer a su hijo. ¿Dónde está Michael? No lo ha olvidado. Lo he olvidado. ¿Cómo te puedes olvidar algo que es importante para mí? Creo que no puedo responder a su pregunta, pero podría decirle por qué. Creo que no puedo responder a tu pregunta, pero podría decirte por qué. ¿Qué quieres decir? Creo que empiezo a dudar de mis capacidades para establecer una relación afectiva regularmente saludable y permanente ¿Qué? Creo que empiezo a dud… ¿Por qué actúas así? Creo que no puedo responder a tu pregunta, pero podría decirte cómo. ¿Estiven, qué demonios te pasa? Creo que es como no sentir nada pero sentir que no siento nada. ¿Dónde está Michael? Tocan la puerta. La persona que es mi novia corre y la abre. Es Michael. Creo que ha llorado. Dijiste que me recogería Estiven. ¿Y no lo ha hecho? Tuve mucho miedo. Me ayudó un policía. La persona que es mi novia me mira enojada mientras lo abraza. ¿Qué demonios te pasa? Pienso que estaría bien excusarme ya que esa pregunta parece más una exigencia a defenderme que una búsqueda objetiva de explicaciones. Creo que es una broma. ¿Qué dices? Dejé a Michael en la puerta para darte un susto, creí que sería divertido. ¿Michael, es cierto? Fue idea mía y a Michel le hizo gracia, tenemos un sentido del humor parecido. Perdónanos, si no te gustó. ¿Michael, es cierto? También supusimos que algo como esto pasaría y acordamos que Michael guardaría silencio ante cualquier pregunta para prolongar la broma, dándole un oscuro final confuso. Michael, responde ¿Es cierto? Michael dile sobre nuestra broma, ya salió mal. ¿Michael? Michael nunca mira con odio. Los niños podrían salvar al mundo, pero luego crecen. Me pregunto qué son los niños. Sí. ¿Es cierto? Sí, es una broma y salió mal. Perdóname mamá. Oh, bendito demonio. Lo abraza. Creo que debería sonreír para que termine de creernos. Creo que debería agradecer a Michael por evitarme un problema. Se libera del abrazo de la persona que es mi novia y se dirige a las escaleras que están a mi lado derecho. Michael me echa una mirada de odio. Creo que los niños son impredecibles. Ahora quedamos la persona que es mi novia y yo. En silencio. Se acerca y juega a abrazarme. Creo que conversamos un momento. De pronto algo en mí se erecta. Creo que la persona que es mi novia lo ha notado. Hace una sonrisa juguetona y se le ruborizan las mejillas. Creo que quiere tener sexo. Creo que yo también. Creo que queremos tener sexo. Creo que intento acariciarle el cuerpo intentando acariciar las zonas que hacen que mi erección se acentúe. Creo que ha adivinado mi intención y hace que sea más fácil lograrlo. Creo que también me está tocando con esas intenciones y también le ayudo a conseguirlo con facilidad. No vuelvas a hacer esa estupidez. Creo que se refiere a la supuesta broma y no a que le estoy tocando las tetas. No lo haré. Creo que estamos cada vez más calientes. Vamos a mi cuarto. Creo que estoy de acuerdo. Su cuarto me gusta. Tan ordenada. Sofisticada. Hace que piense que ella es sumamente inteligente y sensible. Creo que pienso en mi cuarto y que me avergonzaría intentar tener sexo con ella en ese lugar. Creo que estamos desnudándonos rápidamente. Creo que me gustan demasiado sus besos y eso hace que piense que si acaso la decisión de terminar mi relación es apresurada. Creo que empiezo a penetrarla. Creo que me gustan los sonidos que salen de su boca. Es como si agonizara pero como si no se fuera a morir nunca. Creo que quiero ser escritor. ¿Qué? Creo que hace un esfuerzo en decir esto. Quiero ser escritor. ¿Y por qué lo dices ahora? Hemos parado. Creo que empiezo a dudar de mis capacidades para establecer una relación afectiva regularmente saludable y permanente. ¿Qué demonios? ¿Estiven, qué te pasa? Creo que estoy terminando nuestra relación. ¿Estás bromeando? Pienso largamente. Sí, estoy bromeando. ¿Qué rayos te pasa? Estiven, tus bromas son estúpidas. Creo que soy una broma literaria. Se hace un silencio que ella interpreta como el remate de mi broma y al parecer eso le excita. Vuelvo a penetrarla. La persona que es mi novia vuelve a hacer lo sonidos. Acelero. Ya no pienso. Me gusta que agonice pero como si no se fuera a morir nunca. Acelero más. Creo que no pienso o, en todo caso, pienso “Maldita sea, creo que no pienso o en todo caso pienso que no pensar está bien”. Creo que eso es todo. Que me vengo en ella. Creo que soy un bebé.
 J. Estiven Medina Ortiz (1995). Es cuentista.
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¿UNA CONTRASEÑA ES UN NOMBRE O UNA MENTIRA? / Malena Newton
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Mi colegio olía a queque de madera. Algo raro, pues en el SS (casi las SS Schutzstaffel para mí) solo había unos pocos árboles situados disciplinadamente en el borde del jardín que estaba en el centro de todo y se nos tenía terminantemente prohibido cruzar.        
Los árboles no eran grandes y casi todos estaban al lado de una mesa de picnic o una banca, como si su único propósito fuera hacernos sombra: una redundancia atroz y tétrica, teniendo en cuenta que tanto las mesas como las bancas eran de madera (vivir únicamente para hacerle sombra a tu versión muerta). Aunque el propósito real –desconocido para nosotras en ese momento– de aquellos árboles, en una ciudad-desierto como Lima, era otro: ser aislados instrumentos de medición con los cuales la propia ciudad se tazaba a sí misma.      
Probablemente Odile (contraseña: intentalo_la_proxima_vez_hijodeputa) lo sabía, y por eso era la única que se atrevía a rayarlos con líneas horizontales, separadas entre sí a veces por centímetros y otras veces por pulgadas.        
Algunos pormenores sobre Odile antes de hablar del día en que le jodimos la vida: de los cinco a los diez años usó un corte de pelo tipo honguito, de esos que se cortan con bacinica y tijera punta roma. Luego, cuando se murió su mamá, su corte se volvió extrañamente cuadrado. Verla era como ver a un televisor con dos colitas. Su hermana mayor se las amarraba con esos colets de bolitas planetarias semi-transparentes típicos de los noventa, que una vez – en uno de sus mastodónicos ataques de furia contra una niña con cuerpo de suricato – usó como armas boleadoras. La dirección del colegio le prohibió seguir usándolos, y entonces se compró unos inofensivos, tipo pompón; hechos de colas de conejo teñidas de rojo.        
El salón de O.B.E. (Orientación y Bienestar del Educando) estaba en el Room 100, en el edificio de la campana, ubicado entre la puerta de entrada y los edificios de los primeros años de primaria. Era un lugar alfombrado y húmedo, que tenía la particularidad –un poco esquizofrénica– de tener dos relojes redondos (sin contar los Baby-G “shock resistant” de colores pasteles que prácticamente todas las chicas tenían en sus muñecas durante aquellos años) colgados de la pared. Uno dándole la cara al otro. Algo esquizofrénico, digo, porque si acaso yo me percataba de que uno de esos relojes estaba un minuto más adelantado o atrasado que el otro, me parecía que las paredes comenzaban a acercarse apocalípticamente, como las del compactador de basura 3263827 de la Estrella de la Muerte I.
Me daba asfixia. Me daba pánico. Pero no podía decírselo a nadie. Ese día, sin embargo, lo hice: “Miss”, dije. “Miss. Miss. Miss”. Todas voltearon a verme. “El reloj está atrasado”. “¿Qué?”. “El reloj está adelantado”.
Las clases de O.B.E. eran como un recital de poesía con micrófono abierto. Peor aún: como un recital de narrativa con micrófono abierto. Se implementó en el currículo nacional durante los años setenta y, sin que nosotras lo supiéramos, estaba dando sus últimos coletazos durante nuestros últimos años de primaria.  
Teníamos que bordear el jardín para llegar a cualquier lado, pues, si alguien intentaba cruzarlo para cortar camino, rápidamente ese alguien descubría que –a diferencia de lo que indicaban las propiedades de la materia– sus huellas quedaban selladas sobre aquel gras maligno como si se tratara de arena mojada. La primera vez que Odile intentó hacerlo, cuando ya estaba a más de la mitad de camino, una profesora apareció del otro lado con un megáfono y sus palabras erizaron las hojas del gras (y los vellos de Odile) como no podrían haberlo hecho ni las del propio Walt Whitman. Los árboles no les importaban tanto como aquel césped.      
Ese día, como todos los miércoles a las 10 a.m., bordeamos el jardín caminando con cuidado porque había lloviznado. Las clases de O.B.E. se llevaban a cabo después de las clases de P.E. (educación física) y las de computación; pero si las clases de P.E. se reducían al lenguaje militar (¡1, 2!; ¡1, 2!), y las de computación al lenguaje binario (1, 0; 1, 0), las de O.B.E. elevaban el lenguaje estándar a la n potencia, lo volvían infinito, lo hacían estallar: se trataba de largas sesiones supuestamente terapéuticas, presididas por una psicóloga in-house, en las cuales las alumnas se dedicaban a hablar de sus vidas privadas, o de todo aquello de lo que la vida las había privado.    
Formalmente, era un gabinete psicotécnico que tenía la función de investigar y recolectar datos de carácter técnico-pedagógico. Informalmente, casi el 80% del salón pensaba que las siglas tenían algo que ver con O.B.E.-decer u O.B.E.-sidad.      
Pero, viéndolo ahora, es evidente que no era más que un simulacro de lo que sería, solo algunos años más tarde, la dinámica de Facebook: durante toda la semana nos la pasábamos pensando en qué podríamos contar en la sesión del miércoles, hasta que sucedía algo (decir “algo” es una exageración) y lo guardábamos en nuestra memoria para correr a compartirlo en clase y ver las reacciones de las demás. (Éramos posts en cuerpo y alma.)
Las que siempre tomaban la batuta eran las chicas más populares, porque, como todo grupo dominante, tenían inserto en el cerebro –en lugar de cierta neurona madre– el mismo micro chip populista de los políticos bufos. Algo que las hacía tener un manejo de escena impresionante, y un radar para atraer hacia sí mismas todo lo necesario para permanecer dentro de ella.    
Una de las chicas se llamaba Michela Magnífico (contraseña: ardoporLeonardo). Era fenotípicamente idéntica –aunque bastante más frentona– a la ultimate starlette descerebrada Paris Hilton (o sea, una chica fea que por sus habilidades sociales de alguna manera increíble había conseguido hacernos creer a todas que era bonita; y que, más adelante, en la adolescencia tardía, cuando aquel juicio unánime comenzara a relativizarse, insistiría con el engaño operándose las tetas). Todo el mundo sabía que la sesión ya había iniciado cuando veía el brazo naranja de Michela atravesar el aire que su pelo rubio encendía tenuemente por encima de su cabeza, mientras ponía los ojos en blanco, girándolos hacia atrás como si –antes de decir cualquier cosa– quisiera asegurarse de que su cerebro siguiera en su lugar.      
Michela podía hablar durante horas sobre cosas como su fin de semana en Playa Blanca donde, gracias a un sol inclemente, había conocido la única forma posible –para ella– de quemarse las pestañas: no había podido estudiar para los mock exams debido a un problema de coordinación esencial entre su calendario académico y el de sus amigas del Villa María, sus amigos del Roosevelt y sus amigos del Markham.      
(El hecho de que tuviera amigos de otros colegios era, de por sí, algo completamente impresionante para las demás chicas, que aun intentábamos hacer si quiera un par de amigas dentro del SS; pero la disyuntiva planteada ya cumplía la cuota dramática mínima que cualquier anécdota compartida en las sesiones debía tener, pues la presencia de la psicóloga –en eso estábamos todas de acuerdo– debía servir para algo.)      
Supongo que O.B.E., en sí mismo, también cubría la cuota de catolicismo fervoroso que hacía falta en un colegio peruano laico, donde las clases de religión se limitaban al visionado de la vida de Jesus Christ y sus amigos en dibujitos. O.B.E., digámoslo bien, no era otra cosa que un confesionario grupal. (Omitamos el micrófono abierto y cambiémoslo por unas rejillas—aunque todo micrófono, si se fijan debajo de su cubierta de espuma, está hecho con rejillas). Solo que el móvil era otro.      
El morbo. (La culpa es para los pobres). Las primeras sesiones se habían llevado a cabo en 3ro. de primaria, pero ya para 6to. de primaria nos habíamos convertido en algo parecido a ese personaje de Don Delillo adicto a los confesionarios, que resumió su adicción (supongo que en un momento en que ya no la padecía, pues esta implicaba justamente no poder resumir nada) diciendo que entendía aquel sacramento “más como un pecado que como un modo de absolver los pecados”.      
Mentía su vida entera con tal de contarla.      
Años más tarde, abriría su propia iglesia: “Solo un tonto rechaza la necesidad de ver más allá del telón”.      
Y esto último es lo verdaderamente importante, pues la autoridad de Michela en O.B.E. era solo iniciática: sus historias, aunque pletóricas en afectación, carecían de teatralidad: terminaban siendo bastante aburridas al lado de las de otra chica, Ana Belén Barnechea (contraseña: tumamacalata93), cuya contextura física era similar a la de Odile, pero tenía, además, un aire vikingesco a la Tronchatoro (podías imaginártela lanzando una jabalina y, al mismo tiempo, chupándose los cinco dedos de la mano luego de comer un chocolatito).      
Sin embargo, a diferencia de Odile, Ana Belén tenía esa capacidad de reírse hasta sonrojarse en lugar de sonrojarse y reírse después, lo cual la hacía la perfecta bufona del grupo de las populares; un entretenimiento básico para cualquier grupúsculo rosa.      
Al lado de Ana Belén siempre se sentaba Olga Gamón (contraseña: barbiegirlinabarbieworld), que era igual de grande, pero de contornos más redondeados. La personificación de Miss Piggy. El tipo de chica que imaginas usando unos rocosos anillos encima de unas manos enfundadas por largos guantes. (Y que probablemente considera un quinceañero como la ocasión perfecta para hacerlo).      
A medida que las sesiones iban avanzando, Ana Belén y Olga comenzaron a narrar historias a dos manos. Cada vez mostraban más los dientes a la hora de hablar. Cada vez impedían más –salvo a Michela, su sosaina lideresa– que las demás habláramos.      
La sintaxis clásica de la mentira: no puede contarse con interrupciones. Al comienzo eran historias que solo hubieran hecho alzar una ceja a un fact checker. Detalles que parecían haberse traspapelado. Luego una historia sobre una puerta secreta que daba a una escalera secreta que conducía a un bar secreto dentro de la casa de La Molina de Ana Belén que todo el mundo conocía, razón por la cual no era del todo difícil creerle: se trataba de una mansión casi pastoril, regida por un españolete (su abuelo) como salido del Siglo de Oro. Había por lo menos dos cuadros con motivos religiosos en cada cuarto. Criaban conejos en jaulas y comían pichón.      
Pero solo me di cuenta de que todo lo que decían Ana Belén y Olga era mentira cuando contaron la historia del bebé recién nacido que alguien había dejado colgando en un árbol dentro de una bolsa de plástico.      
Iba así: en un acto bastante parecido a la maduración de una fruta, la bolsa de plástico (felizmente mal anudada) había caído y el bebé abandonado había empezado a llorar hasta que un buen samaritano, que resultó siendo el jardinero de Ana Belén, lo halló antes de que, como era su costumbre, pudiera sentarse a almorzar bajo la sombra de aquel árbol, y redescubrir –cuando el bebé sonrosado por la asfixia le cayera en la cabeza– la gravedad.      
Mi conocimiento del Perú en esos momentos era bastante limitado; por eso la historia del bebé fruta (que era, en parte, verdadera), me pareció mucho más inverosímil que la del bar secreto (que era completamente falsa).      
Yo, hasta entonces, no había podido hablar en las sesiones de O.B.E. En mi vida no había sucedido nada. Pero la revelación sobre la verdadera naturaleza del bebé fruta, me animó. Durante varios días, planeé mi mentira como si fuera un crimen. La realidad: polvo. La ficción: pólvora. Una historia emocionante, que explotara en puro silencio. Se me quedarían mirando con caras de estúpidas.      Ese miércoles, en la clase de computación, media hora antes de la sesión de O.B.E., vi a una hormiga caminar, trotar, (¿se puede decir que una hormiga trota?) sobre el teclado blanco de mi máquina, mientras yo la observaba y me permitía elegir en qué tecla iba a morir. En qué letra: ¿la M? ¿la D? ¿la H? Me pareció que era exactamente así como se fabricaban las mentiras. Bordeamos el jardín caminando con cuidado.      
Nadie sabía por qué a veces tocaban la campana y otras veces el timbre eléctrico; solo que la campana la tocaba “alguien”, mientras que el timbre era automático. Esa dualidad –la autonomía y la dependencia del tiempo–, ahora que lo pienso, era lo que se me hacía insoportable. Igual que los dos relojes.      Dentro del edificio de la campana había unas escaleras de madera con peldaños rechonchos. Nunca nos saltábamos ninguno. Daba la sensación de estar subiendo por encima de cajones puestos de cabeza. Además, debíamos atravesar un cortísimo pasadizo que flanqueaba un baño antiguo, con un lavatorio tipo isla –más o menos parecido al acceso de la Cámara de los Secretos– situado entre dos filas de cubículos con puertas de madera.    Cuando entramos, la psicóloga ya estaba sentada en su silla; la única que había en todo el salón. Nosotras nos sentamos en la alfombra, formando un círculo alrededor de un espacio vacío –lleno de manchas burdamente cuneiformes– que nunca nadie cruzaba, como el jardín. Aunque la sensación no era para nada la de estar sentadas en un jardín bien podado y menudo como el de afuera, sino en un descampado paleolítico, a la intemperie, alrededor de un gran fuego con silueta de gras.      
Ese día, lo recuerdo bien, vi el fuego claramente: más exactamente, vi la luz, una luz fuertísima que atravesaba la ventana más grande del salón y se empozaba al centro del círculo como si fuera un charco de orina (nuestra orina y la de la psicóloga). La luz solo adquirió la apariencia de un fuego cuando comenzó a girar sobre sí misma, dentro de un wáter imaginario, que –ahora que lo pienso– no era otra cosa que mi mente minutos antes de hablar.      
La psicóloga (contraseña: c0ntr453ñ4) tenía los ojos igual de separados que Jackeline Kennedy. Era un poco gordita y su pelo –originalmente castaño oscuro– tenía unas mechas rubias que le daban una apariencia de tigre (cuando lo tenía suelto) y de pez cebra (cuando lo tenía amarrado). Pertenecía a esa clase de psicólogas escolares generalmente inútiles que son, en su mayoría, ex alumnas embarazadas (o lo parecen). Licenciadas en psicología con especialidad en interacción entre galletitas antropomorfas.      
“Hola chicas, ¿cómo han estado?”, dijo cuando ya todas estábamos sentadas. No quise perder ni un segundo así que alcé mi brazo antes de que Michela alzara el suyo. Era raro alzar el brazo para responder ese tipo de pregunta. Alzarlo con el dedo índice estirado –lo común por esos días– suponía responder una pregunta objetiva, puntual. Alzarlo haciendo puño, suponía dar largos discursos revolucionarios. Así que abrí la mano entera, en el aire, como si estuviera haciendo alto, pero no lo suficientemente a la altura (del pecho o del rostro) como para que un ser humano se detuviera.      
De pronto, todas las chicas comenzaron a alzar los suyos en algo que yo interpreté como una manifestación abierta de desprecio hacia mi persona, y no como lo que realmente era: una emboscada.      
Las únicas que no lo hicieron fueron Erika Lohse (contraseña: 123456), Almudena Panizo (contraseña: 007bondjamesbond), María Alejandra Mohanna (contraseña: pachulilife), Fanny Hanawa (contraseña: iloveyou) y Odile.
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De los nervios, sin saber qué pasaba, terminé haciendo un gesto parecido al de las hostess cuando dan las indicaciones de seguridad antes del despegue; casi como si presintiera el peligro o la caída. “Miss, esta vez no voy a hablar”, dijo Michela dando una nueva demostración de su coherencia y sentido de la lógica. “Ejjjque estamos súper cansadas, Miss. En verdaaad, estamos haaartas”. A medida que Michela hablaba (porque siguió hablando) los brazos alzados alrededor del círculo fueron cayendo como si su voz fuera la masa oscilante del péndulo de Foucault y éstos las varas indicadoras (de un planeta tierra parecido a una licuadora).      
La psicóloga cruzó las manos y las colocó encima de sus piernas, también cruzadas. “¿Qué ha pasado, chicaas?”, dijo frunciendo los labios en lugar del ceño. “Lo importante es qué pudo pasar, Miss… Y antes de hablar con nuestros papás o con la Madame o con la Thompson, queremos hablar contigo”. Suspenso: todas cerraron las bocas y alguien se paró a cerrar la puerta.    
De pronto, una chica se inclinó para adelante, rompiendo el anillo perfecto que formaban nuestros cuerpos sobre la alfombra. Era muy flaca y parecía invertebrada; siempre se sentaba como si sus brazos fueran sus piernas. “Anita Uccelli te va a contar todo ahorita. Pero lo que ella te cuente lo hemos vivido todas de una u otra manera”. El círculo se contrajo. Anita Uccelli (contraseña: homeiswheretheheartis1999) comenzó a gimotear. Anita Uccelli comenzó a llorar. Anita Uccelli comenzó a hipar. “El lunes, en la clase de natación (hip), yo estaba tranquila, Miss. Siempre soy la última en salir de la (hip) piscina porque siempre soy la última en entrar. Mi mamá me ha dicho que haga calentamiento por lo menos durante quince minutos antes de que (hip) me meta”.      
Ana Belén y Olga parecían estar –contra las leyes de la geometría– arrinconadas dentro del círculo. Me di cuenta de que podía estar ante otra clase de estafa, algo completamente innovador. Anita Ucceli –eso fue lo que creí entonces– estaba haciendo algo que ellas nunca habían hecho: actuar. Escuché toser a Ana Belén y la volví a mirar de reojo. Estaba muda y seria, pero su rostro, al igual que los de las demás (excepto los de Erika Lohse, Almudena Panizo, María Alejandra Mohanna, Fanny Hanawa y Odile) me hizo dudar: parecía completamente convencida, sin esa cuota de duda que merece la expectación.      
“La cosa es que ese día, las últimas que quedamos en la piscina fuimos (hip) yo y (hip) Odile”. En ese momento, pareció que el aire se abría por la mitad como un mar abrahámico, creando un foso de silencio entre Anita y Odile. Recuerdo que esta última tenía la blusa del uniforme notoriamente almidonada y abotonada hasta el final, pero manchada justo en el bolsillo donde estaba el escudo del colegio (un libro abierto, un león escuálido, el perfil de una alpaca). Era julio. La mancha me hizo pensar en una escarapela marchita.      
Cuando Anita mencionó su nombre, Odile ajustó la mirada. Dos puñitos.      
“La Miss Zoila se había metido un ratito a ver a las demás chicas a los camerinos. No había nadie en las bancas, tampoco. Fue en ese momento que Odile me agarró (hip) de los hombros y me hundió”.En perfecta conjunción sonora, Erika Lohse, Almudena Panizo, María Alejandra Mohanna y Fanny Hanawa, soltaron un muy apropiado grito ahogado al que le siguió un “me muero…” suspendido que terminó por evidenciar que ellas eran (junto conmigo y la psicóloga) las únicas del salón que no estaban enteradas del asunto. Las demás chicas permanecían atentas, no atónitas.    
“Luego, Miss”, continuó Anita. “Mientras yo luchaba por soltarme y salir a la superficie, Odile se sentó encima de mí, con sus dos piernas por encima de mis hombros”. Imaginé a esos niños de las películas que se suben uno encima del otro para fingir que son un adulto (un adulto canceroso): imaginé la cabeza sintéticamente calva de Odile (el gorrito de látex blanco perfectamente ajustado al cráneo) destacando por encima de la superficie. Imaginé el agua como un saco largo, infinito, que cubría ambos cuerpos (o los fundía). “Miss, fue (hip) horrible… En serio, casi me ahogo”, dijo Anita cogiéndose el cuello. “¡Casi me muero, Miss! Quería matarme… Yo no podía salir porque, pucha, ella es bien… grande. Y, además, comenzó a presionar mi cabeza hacia abajo, con sus dos manos. Te juro que comencé a llorar debajo del agua, Miss, ¡del pánico! Y entonces, cuando ya no podía más, ¿sabes lo que hizo…?”. Anita se tapó la boca como si se horrorizara de lo que estaba a punto de decir. “¡Se orinó encima de mí!”, chilló. “¡Como si estuviera sentada sobre un wáter! Un wáter debajo del agua, Miss… ¡Como si yo fuera un wáter!”.      
Imaginé la pila caliente de Odile como una aureola turbia alrededor de la cabeza de Anita. (Aunque debía de haberse visto igual a la luz que giraba sobre sí misma en el salón en ese momento, asemejándose a un fuego. Un fuego debajo del agua.)“¡Mentirosa!”, gritó Odile golpeando la alfombra con un puño, como si quisiera reventar el suelo en pedazos igual que un superhéroe de Marvel. “¡Eres una puta mentirosa!”. “Sin insultos, Odile, sin insultos…”, atinó a decir la psicóloga, que todo ese tiempo parecía haber estado sumida en un trance, con los ojos inflados. Anita Uccelli se limpió las lágrimas. “Felizmente alguien dentro de los camerinos gritó, y Odile se asustó y me soltó”. “Creo que fui yo, Miss…”, dijo otra chica cuyo rostro en ese momento, no sé por qué, me pareció totalmente desconocido. “Puchi siempre nos abre las cortinas cuando nos estamos cambiando; solo por molestar, es una pesadaaa…”. Otra chica del círculo se río como una hiena. La psicóloga las ignoró a las dos. “Sigue, Anita”, dijo. “Continúa. Prosigue”. (Su asombrosa habilidad para encontrar sinónimos era algo de lo que, no solo se vanagloriaba, sino que parecía considerar la esencia misma de su profesión.) “Nadé rapidísimo hasta la escalera y salí. Corrí a los camerinos y me encerré en un baño. No pude hablar con nadie, Miss. Estaba petrificada. No sé cómo explicarte…”. “¡Puta mentirosa!”, gritó de nuevo Odile golpeando la alfombra con el otro puño. En ese momento, recordé que aquel día, en efecto, Anita Uccelli se había demorado en entrar a los camerinos, pero en lugar de encerrarse en un baño como había dicho, se había puesto a rajar de Odile con las demás chicas, diciendo que sus piernas eran iguales a las de un mamut (algo que –me quedó claro– Odile también le había oído decir antes del ataque). “Tranquila”, dijo la psicóloga mientras sacaba un tissue de su empaque como si se tratara de una banderita de la paz que, sin embargo, solo recibiría Anita (luego de pasar de mano en mano alrededor del círculo). “Cálmate, Odile. Serénate”, insistió la psicóloga. “Sí, tranqui…”, dijo Michela levantando el labio superior en esa forma que, entre las adolescentes, sugiere asco y amenaza al mismo tiempo (contradicción: retraimiento y avance). “Miss, no es la única, ¿entiendes? No es la única vez”, siguió Michela. “El martes Anita nos contó todo y dijimos: basta. En verdad estamos hartas. ¡Estamos en un colegio de mujeres, Miss! O sea… no es posible que vivamos aterradas todos los días”. “¿Aterradas?”, dijo la psicóloga. “¡De ella, Miss! De que nos pueda pegar, o lo que sea… No es solo tosca, es peligrosa. Es como un animalito. No estamos acostumbradas. En serio, Miss, sorry, pero es así”. Aplausos imaginarios sobrevolaron el cerebro de Michela como maripositas.      
En los veinte minutos que siguieron al testimonio de Anita, otras chicas –de manera desconcertantemente veloz– revelaron más ataques perpetuados por Odile, mientras ella (en un gesto imposible, pero efectivo) las amenazaba haciendo un puño con la lengua. En el SS se hacía cola para tomar agua. Colas largas. A veces te tomaba alrededor de quince minutos hacerte de un vasito con agua llena de cloro. La primera –y creo que única– vez que hablé con Odile, fue por una canción. Haciendo cola. (Para entonces, Odile ya no usaba dos colas, sino una en el medio de la cabeza que, por la cantidad exorbitante de pelo que tenía, parecía más una amenaza que un peinado; las plumas de un pájaro cuando te acercas demasiado.) Aunque estábamos en la misma clase, en gran parte la conocía, como el resto del colegio, por ser la chica que cada cierto tiempo se metía en problemas por intentar cruzar el jardín. No me acuerdo si la estaba tarareando ella o yo. Se llamaba “Me odio a mí mismo y quiero morir”, y empezaba con el cantante aclarándose la voz como si quisiera que lo dejaran pasar, que le dieran permiso para entrar a ese lugar oscuro que es la muerte; el cuartito de juegos de la luz. Yo conocía a la banda gracias a mi hermano mayor, que (por motivos que prefiero seguir desconociendo) había comenzado a bañarse más a menudo ese año y, antes de encender la ducha, siempre encendía una radio (una Phillips amarilla parecida al robot volador del científico de Flubber) que empotraba en el lavatorio como si fuera un receptáculo. “Es mi banda favorita”, dijo Odile sonriendo al lado del bidón. “Estoy enamorada del cantante. Murió porque tenía cara de ángel”. “Sí”, respondí yo. “¿Sí?”.      Además de eso, una de las pocas cosas que sabía sobre Odile era que odiaba su nombre.      
Ese día, en la clase de computación, debido al hartazgo que provocaba en todas nosotras el lenguaje informático Logo, con cuyos comandos (Forward, Back, Left, Right) no hacíamos otra cosa que manipular interminablemente una tortuguita insignificante más parecida a una garrapata, la profesora decidió alegrarnos el día mostrándonos, en cambio, el Mapa de las Antípodas: ¿En qué parte del mundo saldrías si cavaras un túnel bajo tus pies que atravesara el centro de la Tierra?, con el cual nos divertimos descubriendo los extremos diametralmente opuestos de diferentes países mediante varios clics excavatorios.      
Ahora –sentada en aquel noveno círculo de Dante en el que se había convertido el círculo de O.B.E. luego de las declaraciones de Anita– intenté relajarme descifrando cuáles serían las antípodas de cada una de nosotras (asumiendo que el círculo era la circunferencia ecuatorial de un planeta cuyo hemisferio sur y hemisferio norte destacaban por debajo y por encima del espacio vacío de la alfombra donde estaban las manchas cuneiformes).      
Mi antípoda era Anita Uccelli. La antípoda de Odile era Ana Belén. La antípoda de Michela era la psicóloga (o la silla). Y la antípoda de Olga era una chica llamada Lucienne Raffo (contraseña: erreguey), que en ese momento se había puesto a hablar sobre la vez en que Odile le había aplastado un vasito de plástico en la cara después de que le reprochara haberse colado en la fila para tomar agua.      
Lo que me hizo desconectarme por un momento de todo eso fue, quizás, la noción depresiva y cada vez más evidente de que la razón por la cual Erika Lohse, Almudena Panizo, María Alejandra Mohanna, Fanny Hanawa y yo no habíamos estado enteradas de nada, mientras que el resto de la clase (una veintena de chicas, aproximadamente) se había reunido a discutir lo que discutirían sobre Odile en la sesión días antes, tenía que ver con que probablemente –asegurarlo me parece ofensivo– éramos las menos populares del salón (y, para empeorarlo, todavía no se nos ocurría que volvernos amigas entre nosotras podía ser una buena idea, una estrategia paliativa).      
Me fijé por la ventana. El color del techo y el color del cielo eran exactos. (Lima debe ser una de las pocas ciudades del mundo en que para decir eso no hace falta tomarse ninguna licencia poética). Vi el jardín. Pensé en lo paradójico del hecho de que la tierra debajo de nuestros pies fuera un acceso directo al cielo. ¿Dónde estaba enterrada la mamá de Odile? Era la única de la promoción que había perdido a uno de sus papás, lo cual la convertía en una figura casi siniestra; alguien que estuviera viviendo sin una pierna o sin una mano, pero que no corriera más lento ni escribiera menos. Parecía molestarles. El ruido en el salón comenzaba a ser intolerable; escucharlas hablar una tras otra con ese acento que hacía pensar que tenían un pedazo de chicle en lugar de lengua, era exasperante. Prácticamente todas las chicas del SS empleaban aquel tono disforzado y petulante que las obligaba a hablar con el fondo de su boca (y su cerebro). Comencé a respirar y pestañear en sincronización. A sudar. Hasta que no pude aguantar más. “Miss”, dije. “Miss. Miss. Miss”. Todas voltearon a verme. “El reloj está atrasado”. “¿Qué?”. “El reloj está adelantado”. En la cultura rusa existen dos clases de mentira: vranyo y lozh. La primera consiste en ser, justamente, consistente con tu mentira: contar una historia creíble, sabiendo de antemano que probablemente tu interlocutor sabrá que estás mintiendo, pero estará dispuesto a seguirte el juego si consigues que lo parezca; si lo diviertes, o si, por algún motivo, le conviene creerte. Creative lying in the interest of entertaining others or promoting oneself. La otra tiene la intención de engañar por engañar.Lo que hacían Ana Belén y Olga era vranyo. Lo que estaba sucediendo ahora era, a todas luces, lozh. “¿Quieres decir algo?”, me preguntó la psicóloga luego de haber paralizado a la clase entera por los relojes. Me puse a sudar (el llanto de la mente). “No”, dije. “¿No?”.“¿Ustedes han tenido alguna experiencia así con Odile?”, preguntó la psicóloga mirándonos. Yo me toqué el pecho en esa forma en que lo hacen los actores en las películas cuando quieren comprobar si el balazo les ha caído o no, si deberían estar muertos o no. Alguien –probablemente la misma que antes había soltado ese “me muero…” suspendido– liberó un “no… sé” desinflado, y entonces quedó claro que quien iba a tener que hablar era yo. Erika Lohse, Almudena Panizo, María Alejandra Mohanna y Fanny Hanawa eran el tipo de chicas que preferían hundirse el canino en el centro de la lengua hasta horadársela, con tal de no tener que intervenir en clase.      
Todas me miraban. Al comienzo directamente, como si me estuvieran reconociendo. Luego comenzaron a mirarse entre ellas. La psicóloga repitió su pregunta. Recordé a la hormiga sobre mi teclado.      
En mi defensa, para entonces, todavía no estaba segura de si lo que habían dicho sobre Odile era verdad o no. Era plausible. La mentira, además de ser la forma más importante de entretenimiento, no es –como cree la gente– una copia fea y barata de la realidad, sino una herramienta para cambiarla. Probablemente la más efectiva. Así que pensé: quieren cambiar algo. ¿Quién soy yo para evitarlo?      
Nunca antes me habían prestado toda esa atención. Vi las caras alrededor del círculo. Estaban rojas, como puestas de cabeza. Por el rincón de un ojo, pude ver a Odile. Parecía confiada.      
“Yo”, dije. “¿Yo?”. La psicóloga reacomodó su silla. “Sí. Así es. Efectivamente”, dijo. “¿Has tenido algún problema con tu compañera?”. Había imaginado ese momento durante semanas. Las miradas. ¿Cuál es la diferencia?, me interrogué. Una historia era solo una mentira a la que no le antecedía ninguna pregunta; al menos no la pregunta de alguien más.    
Intenté mirar cada reloj con un ojo distinto. Sé que ahora suena imbécil, pero en ese momento sentí que el tiempo lo llevaban ellas, y que si yo lo alteraba me convertiría en el reloj adelantado/atrasado. Sentí que la garganta se me volvía un resorte. Sentí miedo; deseos de que me aceptaran. De que dejaran de mirarme mirándose entre ellas.      
“Michela tiene razón”, dije. Abrí la boca y cerré los ojos, simulando recordar. “Yo estaba en el baño”, comencé. “Entré al baño durante el assembly del viernes… Salí del assembly para ir al baño. El baño del segundo piso del edificio de secundaria… El único en el que se puede cerrar la puerta porque solo tiene un compartimento además del lavatorio”. Vi que Michela me miraba con un gesto de desesperación asquienta que parecía decir, en iguales medidas, “ve al grano” o “tienes un grano”. El resto permanecían atentas. “Cuando cerré la puerta, me di cuenta de que había alguien encerrado en el cubículo. Unos mocasines muy grandes y manchados con tiza blanca”, improvisé. “Esperé a que saliera. Me lavé las manos para hacer tiempo, pero nada. Cuando ya no aguanté más, toqué la puerta del cubículo y salió Odile”.      
El círculo se contrajo de nuevo. Odile tenía los dos puños clavados en la alfombra, como un gorila. Me miró y sus dos ojos parecieron latir. “Me dijo que no podía entrar, que era su cubículo”, dije. “Había estado escondida ahí para no tener que entrar al assembly. Yo la ignoré y me abalancé; ya no aguantaba más las ganas de hacer pila. Odile intentó retenerme, pero algo cruzó por su mente, y me soltó. Estaba muy agitada. Entré al cubículo y cerré la puerta lo más rápido que pude. Oriné mientras oía cómo la música del show que estaban presentando las chicas de 5to. en el assembly se volvía más fuerte. Por eso no volví a escuchar a Odile, y pensé que ya se había ido. Pero cuando salí, la encontré apoyada contra la puerta del baño, en posición de descanso. Le había puesto pestillo. Cuando notó que me di cuenta, me miró de una manera rarísima, como ninguna de las chicas acá nos miramos entre nosotras”. En una maroma narrativa esquizoide, hice que se imaginaran lo que yo, al levantar la vista, sentí al ver a Odile: era como si sus ojos fueran dos hornos a la inversa: lo que sea que se estaba cociendo ahí dentro solo podía hacerlo mientras se mantuvieran abiertos.      
En ese momento, la campana del primer periodo comenzó a sonar, indicando que ya habían pasado 45 minutos de clase. Esperé a que terminaran las campanadas tratando de generar contacto visual con todas menos Odile. En mi mente repasé todas las partes del cuerpo (las piernas, los brazos, las manos, los dedos) como si, para darle verosimilitud a mi relato, tuviera que mencionar y buscarle una acción a cada una. “Ella es bastante más grande que yo, que todas nosotras…”, seguí. La psicóloga había relajado los brazos, y sus papeles, desplegados sobre su regazo de manera flabeliforme, parecían los pliegues de una mini-falda blanca. “Sentí miedo y se dio cuenta. Comenzó a acercarse mucho, hasta empujarme contra el lavatorio. Con su mano izquierda, abrió el caño al máximo, para hacer ruido. Luego me volvió a empujar. Clavó mis piernas en la pared con sus rodillas. Yo intenté gritar, pero me tapó la boca con la mano derecha. Estaba aterrorizada, igual que Anita… Entonces, poco a poco, los dedos de su mano derecha comenzaron a abrirse sobre mi boca, mientras deslizaba la otra por mi cuello. Comenzó a acercar su rostro al mío, mucho, mucho. Su boca estaba cerrada, pero sentí su aliento (lo imaginé saliendo a través de las rajaduras de sus labios, partidos por la sequedad). Y, entonces, cuando me tuvo completamente inmóvil, abrió la boca y la desinfló encima de la mía. Me besó… Fue asqueroso, Miss. No quiero ni recordarlo.”      
Levanté la mirada y vi que absolutamente todas las chicas en el salón –incluidas la psicóloga y Odile– tenían la frente fruncida en esa forma que es como el segundo estadio de la expectación, cuando el oyente está completamente entregado a lo que está escuchando y en la frente le aparecen unas cuantas arrugas o líneas de expresión: los renglones de un papel sobre el que se puede escribir/decir lo que dé la gana, porque cualquier palabra será absorbida directamente hasta la mente. Me sentí confiada.      
“Me dio tanta vergüenza que no le dije nada a nadie. Hasta hoy”, agregué. “Mentirosa…”, susurró Odile mirando el centro del círculo. Permanecí estática, esperando la reacción de las demás. Ana Belén y Olga fueron las primeras en dirigirme una mirada de solidaridad. Poco a poco, las narices de todos los rostros comenzaron a apuntar a Odile. “Mentirosa…”, volvió a decir ella mirándolas a todas; el pecho inflándosele y desinflándosele a un ritmo peligroso. Ahora era su rostro entero el que parecía un puño. Lentamente, y como si fuera necesario, se fue poniendo de pie para llorar. Disciplinadamente. Como si solo en esa posición el agua pudiera fluir.      
Cuando la primera gota cayó en la alfombra, Odile ingresó torpemente dentro del círculo y se quedó detenida ahí, en el centro, bamboleándose. Pude ver que sus manos no eran tan gordas como sus brazos; aunque sus dedos, de uñas machacadas y yemas manchadas con tinta, parecían suris. En lugar de sentir culpa, recuerdo haber pensado en la relación entre el amor y el salvajismo: si algo se repetía en todas las denuncias contra Odile –falsas o no– era su irrefrenable necesidad de tocarnos.      
Sentí que era la primera vez que la podía observar sin sentirme amenazada: mechones de pelo revuelto flotaban por encima de su cabeza como si estuviera sumergida en un tanque lleno de luz líquida; un encurtido en un pomo de aceite. Al centro del círculo, pero fuera de todo contacto.      
Ahora pienso que, posiblemente, la verdadera diferencia entre Odile y el resto de chicas del SS era que, desde que se había muerto su mamá, nada le daba asco. Quizás por necesidad. Uno solo puede sacarlelospiojos-lamer-olerhastainhalar al que ama. Como los monos. En ellos se llama naturaleza; en nosotros amor. Aunque hoy en día un ser humano está sano siempre y cuando pueda tocarse a sí mismo. Y respirar. El aire: los pedos de miles de fantasmas.
La última vez que la vi antes de que, como me enteraría luego, la botaran del colegio, pensé que se desmayaría y quedaría tirada, durante dios sabe cuánto tiempo, en el centro del círculo, como la manecilla de un reloj malogrado. Pero, en lugar de eso, se abalanzó contra la chica que estaba en sus antípodas (Ana Belén), y solo cuando esta y las que estaban a sus costados (Olga y Almudena Panizo) se abrieron gritando igual a cerdos para evitar el choque, y Odile se siguió de largo hasta la puerta del Room 100, tambaleándose, comprendí que ella había sido la única en todo el salón que verdaderamente me había creído. La imaginé cruzando el jardín.
tomado de https://www.verboser.pe/
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Psycho/ Joe Iljimae
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-No sean cobardes –exclamó Lucía sujetando el trozo de vidrio.
Los dos rostros que la observaban se afilaron bajo la tenue luz que ingresaba, moribunda, por un resquicio del techo. Todo el interior del recinto parecía sellado por una oscuridad azul que casi les mordía los ojos. El piso encharcado brillaba al impacto de los pinchos de luz y una pestilencia animal invadía el cuarto, ahogándolos. El frío era tan cruel como para agrietar a las piedras, pero ellos se mantenían ardientes, sudorosos, acezantes por la amenaza de muerte que los envolvía.
-No puedo hacerlo –dijo Jon moviendo la cabeza–. No puedo hacerlo. -Yo tampoco –balbuceó Romina echándose a llorar–. Tengo miedo.
Una mesa metálica con cuerdas, una silla manchada de sangre, cadenas, trapos y una repisa con bidones de cristal, decoraban aquel cuarto. Lucía había obtenido el puñal destrozando una de las cubas contra el piso. Desde hacía un cuarto de hora trataba de persuadir a sus compañeros de que la mejor opción para librarse de una muerte lenta y horripilante era la de cercenarse el cuello mutuamente con aquel pedazo de vidrio. Sería una muerte rápida y casi indolora. Solo se debía actuar con presteza; sin dudar, sin pensar.
-Es la única manera –dijo–. Solo la muerte puede librarnos de la muerte. -Estás desvariando –exclamó Jon. -No, solo estoy diciendo verdades. ¿Quieres morir traspasado por una pica? ¿Quieres que te corten el brazo con una sierra? ¿Quieres que quiten los dientes o perforen los ojos? -¡Dios mío! –gritó Romina. -¡Pero no podemos cortarnos el cuello! Debe haber otra salida. -¿Cuál? –preguntó Lucía escupiendo a un costado–. ¿Cuál? ¿Crees que esos tipos tendrán piedad? ¿Piensas que sucederá un milagro? -¡No! -¿Entonces? -No sé…
El tiempo avanzaba y no se decidían. No era fácil. Los tres estaban con el cuerpo dolorido, manchados de mierda, lodo y sangre. Sus ojos sobresalían engolletados de mugre y sueño. Tenían los brazos constelados de verdugones rojos por los golpes de las ramas cuando intentaron huir por el bosque.
-Tarde o temprano vendrán por nosotros. A mí me violarán. A ella también. Nos van a violar y después nos van cortar en pedacitos. Tal vez a ti también te violen. Pero si no lo hacen, te harán sufrir de la peor manera. Esos tipos están locos, son unos psicópatas.
-¡Oh, cállate! –gritó Romina. -Ustedes no quieren reconocerlo –dijo Lucía–. Prefieren esperar a que eso pase, que todo ocurra por azar. Pues yo no. No puedo. -Pero asesinarnos…
Un ruido del exterior les hizo dar un respingo. Lucía escondió el vidrio y se puso a temblar encogiéndose como una pequeña larva. Romina y Jon se escabulleron hacia los rincones. Alguien abrió la rendija de la puerta produciendo un crujido que les raspó los tímpanos. Un ojo tan blanco y nubloso como el huevo de una araña apareció por aquel espacio y los observó, burlón, desde el otro lado. Luego, al cabo de un rato, cerró la cancela y se fue arrastrando una cadena por un insospechado corredor. Los presos se volvieron a reunir.
-Ya no puedo más –dijo Lucía sacando el vidrio. -Yo tampoco –dijo Romina sollozando. -¡Mierda! –gruñó Jon. -¿Entonces? –preguntó Lucía con desesperación–. ¿Lo hacemos? ¿Lo hacemos, Jon? -¡Dios! ¡Dios! -Sí –contestó Jon balbuceando–. Pero al final alguien tendrá que cortarse solo y… -Yo no puedo –dijo Romina–. Jon, yo no puedo hacerlo. -Yo tampoco –dijo Jon, avergonzado. -Lo haré yo –exclamó Lucía–. Yo me cortaré al final.
Después de observarse por unos segundos, paladeando su terror, Jon dijo:
-Vamos, hazlo rápido.
Lucía ajustó la daga y, de rodillas, avanzó hacia el sitio de Jon. Este había cerrado los ojos y levantaba el cuello entregando la gran vena de la vida. A un costado, Romina miraba la escena horrorizada. Lucía se detuvo un segundo y dudó. Su mano parecía no querer proceder.
-¡Date prisa! –gritó Jon.
Apretando los ojos, Lucía cercenó el cuello de su amigo. Un rugido sordo se escuchó en el lugar y Jon se llevó las manos al cuello, con gran desesperación, tratando de volver a juntar su herida. Un gozo insólito e inconsciente embargó a Lucía en aquel instante. Ella no lo procesó intelectualmente pero lo sintió, lo adivinó. Sus manos no temblaron de miedo ni de nervios, temblaron de placer, de emoción, de satisfacción. Cuando llegó al lado de Romina, esta se escapó hacia un rincón y trató de poner resistencia.
-¡No, por favor! –exclamó cagándose de miedo–. ¡No me hagas daño!
Lucía se abalanzó sobre ella, ciega y feroz, y tras forcejear un rato, le logró clavar la daga, una vez, dos veces, tres veces, en la garganta. Cuando la soltó, vio que a través de la falda de Romina descendía un líquido ambarino con pequeñas partículas de mierda. Ahora había llegado su turno. Apretando con violencia el vidrio, lastimándose la palma de la mano, intentó cortarse el cuello. Pero no pudo. Con los ojos cerrados, luchaba por hacer correr el filo del puñal por la cumbre de su fina garganta. Sin embargo, no podía. La desesperación reptaba por su espinazo y ella no lograba suicidarse. Parecía como si un elemento invisible le impidiera hacerse daño. Algunas virutas de luz reflejaron los cuerpos sin vida de sus compañeros. Ambos tenían impresos en el rostro el tatuaje del horror. Lucía se angustió más y, acopiando todas sus fuerzas, solo se hizo un pequeño rasguño. ¿Qué me pasa?, pensó llena de terror. ¿Por qué no puedo hacerlo?
De repente, los goznes de la puerta empezaron a chirriar. Dos hombres con calzoncillos de hule y máscaras de gas aparecieron cargando unas extrañas herramientas. Ver a los muertos no los turbó, más bien, los excitó. Lucía se quedó paralizada y sintió que un líquido caliente descendía de entre sus piernas. El primer enmascarado avanzó hacia ella apretando un serrucho, el segundo se sacó la verga y, haciendo extraños sonidos, se empezó a tocar observando la masacre
tomado de la conjura de los libros
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Mono platirrino en el castillo de Neuschwanstein / Tilsa Otta
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Exhalo de pronto una sustancia vaporosa de un color extraño, tornasol. Mi tía Verónica y María dirigen sus cuatro ojos a mí y preguntan:
–¿Pasa algo? Descubro una mancha en mi vestido. Supongo que simplemente lo digo, ¿no? –En la siguiente foto sales con un misionero venezolano haciendo un tour por el castillo de Neuschwanstein. –¿Qué? –exclama María, arrugando la nariz. Pasa a la siguiente foto y, en efecto, esta muestra un soberbio castillo de piedra en lo alto de una montaña. Y en primer plano, con el peso del cuerpo recostado en su pierna derecha, pequeña cartera al hombro y pañuelo cubriendo su pelo está María, charlando con un hombre que solo podría ser descrito como un misionero venezolano. Lleva un sombrero de paja y la mira complacido. –¡¿Qué?! –repite desconcertada. La tía Verónica ríe y mira a todos lados. Detrás de María y el misionero se puede observar también a una joven atractiva llevando a su niño de la mano. El pequeño parece quejarse por algo relacionado con su mano izquierda. Por último, imposible no mencionarlo, algo rezagado, un mono platirrino, aparentemente de mediana edad, atento al devenir de la historia recorre el jardín palaciego. –¿Cómo lo sabías? ¡Verónica acaba de regresar de Australia con estas fotos! –¡Y a mí me las dio antes de venir una antigua profesora que no veía desde hace más de diez años! –añade la tía V. Me pongo nerviosa y suelto otro fluido brillante sin darme cuenta. Miran mi boca. Supongo que simplemente lo digo, ¿no? ¿Qué más podría decir? –Anoche tuve un orgasmo tan intenso y luminoso que pude comunicarme con Dios, y él me mostró esa imagen. Vientos escépticos arrastran una pausa. –¿Cómo? –Ay, qué graciosa eres, Cristy. –¿Qué? ¡Es cierto! Y parece que no quieren creerlo y hacen lo que quieren, porque no me creen. –Todos los orgasmos que he tenido esta semana me han permitido acceder a Dios o me han dado premoniciones detalladas del futuro y de lugares que no existen en esta dimensión. Mi abuelo me mira mortificado desde la puerta de la cocina. La familia entera me escucha indignada, extremando las medidas de incredulidad. La torta de cumpleaños de Rodolfo irrumpe elevada sobre el brazo de mi hermano y con la vela encendida viaja hasta la mesa. Alguien apaga la luz. Me marcho.
Voy a la casa de Ignacio pero antes paso por mi departamento. Me quito el vestido manchado de fluidos y me pongo un jean, una blusa blanca y un chaleco de lana con el dibujo de una casa x en una callecita x bordada en la espalda. Me lavo los dientes y me miro en el espejo. Acomodo mi pelo largo hacia un costado. –Por supuesto que te creo. No solo porque he escuchado de un caso semejante en Portugal, y he leído sobre la energía Kundalini y la teoría del Orgón, sino porque tú me advertiste que no asistiera a esa conferencia donde Érika armó el escándalo, ¿te acuerdas? Y gracias a eso puedo recibirte en esta oficina, donde Trino cuenta con una camita donde recostarse y lamer sus patas. Justo en ese momento el viejo cocker spaniel moteado acicala felinamente sus patas delanteras. –Pero la pregunta es: ¿qué podemos hacer con eso? –Ignacio piensa en voz alta, sosteniendo una botella con las dos manos. –Y hay algo muy importante que todavía no te he contado… –revelo. Me examina intrigado mientras termina de descorchar el vino. Suena mi celular y me apuro en contestarlo, me excuso con la mirada. –¿Sí? ¿María? Hola, dime… No, yo… no… no tengo la menor idea de qué pudo significar esa visión… Pensé que no me creías. Sobre la mesa traslúcida de la sala, Ignacio dispone una copa que apunta en mi dirección. –María, te veo perfectamente bien con Rodolfo, no seas tonta. Además, es su cumpleaños… ¿Qué haces encerrada en tu cuarto?… ¡No! Cómo iba a saber que tuviste un romance con ese misio… Debo irme… Sí, disculpa… Lo siento María. No debí decirte nada… ¡Sí, yo también quisiera saberlo! La verdad… Sí, la verdad es que en este caso lo más inquietante para mí es el mono… Bueno, sí María, hablamos pronto… Tengo que colgar. Una risita incómoda y me siento frente a él, que inclina su copa hacia mí. Disimulando la tensión la choca con la mía. Bebo un sorbo. –¿Cómo definirías los orgasmos premonitorios, Cristy? ¿Cuáles son sus características? –Es difícil describirlos… –¿Puedes experimentarlos con cualquier pareja sexual, o solo con sujetos determinados, en circunstancias peculiares?v Bebo un sorbo. –Como sabes, Ignacio, tengo una relación con Leo. Esto es un fenómeno reciente, así que no podría decirte si se da con otras “parejas sexuales”. –No quería ofenderte –aduce con una sonrisa. –Bueno, pero había pensado comentarte algo más interesante, que no le he contado a nadie. –Cuéntame, por favor. –Como te dije por teléfono, es Dios quien me revela estas imágenes, me las muestra haciéndolas aparecer como si fueran hologramas. Algunas veces hay movimiento, y otras es una escena estática, como una fotografía. Ignacio se arrima más a mí. Siento que se me revuelve el estómago. Continúo. –Lo mágico de ese instante es que el diálogo entre nosotros es horizontal: me refiero a que estamos lado a lado. Dios y yo. No es un espacio divino ni terrestre. Nos encontramos en un punto medio, el axis mundi. Y el trato es cordial, de iguales. Noto que Ignacio está perdido en la observación de mi cuello, donde otro fluido brillante parece haber discurrido sin yo sentirlo. A pesar de su insistencia me voy. Bajo corriendo las escaleras y tomo un taxi.
Me siento agotada en la cama, me quito los zapatos y desabrocho mi sostén. Trato de repasar mi primer encuentro con Dios durante un orgasmo. Dios, ¿qué podemos hacer con esto que tenemos? Lo pienso y luego pregunto en voz alta, tímidamente: ¿Qué podemos hacer con este vínculo que hemos establecido? Voy a la cocina y hojeo un libro sobre escaleras mientras se enfría mi té. Leo aparece por el pasillo. –Hola. Pensé que no estabas.
Se acerca y me da un beso
–¿Fuiste a ver a Ignacio? –Sí. –¿Y qué tal? ¿Te ayudó? –No, Leo, me parece un patán. Dime que no te cobró por esa sesión. –No, me dijo que lo haría como una cortesía, le llamó la atención tu caso. ¿Pero qué pasó? –No es un caso, Leo. –Bueno, pero no te molestes por eso. Se saca la casaca y la coloca sobre la alacena. Bebo un sorbo de té ya tibio. –¿Quieres que te haga una infusión? –No, gracias –responde ofuscado. Enciende el televisor y se sienta en la sala. Voy a sentarme junto a él. –Creo que es más conveniente olvidarnos de mis orgasmos, nos van a complicar la vida… –apoyo mi cabeza en su pecho y lo abrazo por la barriga. Cambia de canal y acaricia mi mano que lo acaricia. –Sabes que a mí también me importa… Además, no son tus orgasmos, son nuestros orgasmos. Deja avanzar una película sobre dos detectives que naufragan en una isla del Mediterráneo a fines de los sesenta. Nos reímos de un error de continuidad. –Pero tú no quieres que nadie sepa cómo son los tuyos. ¡No quieres que nadie lo sepa! Me levanta como si fuera de papel y me sienta sobre él. Nos miramos. –No, nadie puede saberlo. Cris, prométeme que nunca lo vas a contar. Acaricio su cara, pasándole mi mano de arriba abajo, como si limpiara una ventana, y sonrío. Me besa y trata de quitarme el chaleco. Escapo de sus manos y me alejo de un salto. –No quiero hacerlo esta noche, no me provoca. Se pone de pie y camina hacia mí como una fiera al acecho. –¿No quieres ver a Dios? –pregunta amenazante con una sonrisa boba. –¡No! Pasa su propia mano por su cara, limpiando su ventana. Contraataco: –¿Por qué?¿Tú sí quieres…? Embate hacia mí como un tigre, y me tapa la boca con violencia, su mano golpea mi cara como una cachetada. Entonces me pongo roja y me contengo para no llorar. Leo me pide perdón y me besa las manos con devoción y vergüenza. Lo perdono de inmediato y siento un líquido frío chorreando entre mis dedos. Él derrama sin querer un vaho irisado sobre mi piel y me mira desconcertado. Observo el icor y sus ojos encendidos, y el mismo hálito comienza a brotar de mi boca. Nos besamos entonces, y una vez más
lo hacemos.
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