Tumgik
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Una cita junto al mar.
Me preguntaba si iba a venir. ¡Qué ilusa era! De seguro ni se acuerda de mí y mucho menos de esta cita en el mar que habíamos concertado hacía ya cinco años. Y, sin embargo, había una parte de mí que quería creer que todavía me recordaba, que no había olvidado todo lo que habíamos vivido y sido el uno para el otro.
Era aquí, precisamente, donde nos habíamos conocido hace siete años. Yo era una arquitecta recién divorciada, después de un largo pero muy infeliz matrimonio, y él era un joven estudiante de pos-grado. Ambos fuimos llevados al mar por diferentes cuestiones. Yo al buscar paz y consuelo, y el que sólo encontraba al mirar las olas mientras sentía la brisa acariciarme el rostro y peinar mis cabellos, y él al encontrar un espacio para reflexionar y pensar sobre su futuro. Recuerdo la primera vez que lo vi. Estaba descalzo sobre la arena, las olas llenando sus pies de espuma para luego retroceder y dejar un espacio entre la arena mojada y ellos. Yo miraba hacia el horizonte, a ese ocaso precioso que se dibujaba. Los ocasos en el mar me eran de un sabor diferente, le daban a mi alma un sentido más precioso por ser tan apacible y maravillosos a la mirada. Llevaba puesto un vestido amarillo de algodón con tirantes que dejaban al descubierto a mis brazos, un sombrero de playa ancho y blanco. Tenía los brazos cruzados y me abrazaba a mí misma, mientras lloraba en cuclillas viendo el horizonte. Hoy se había finalizado mi divorcio después de dos años de litigio arreglando la división de bienes y la custodia de nuestras hijas. Había luchado tanto por ese matrimonio que se había despedazado. A los treinta y cinco años me sentía hueca, como si hubieran arrancado de tajo todas mis ilusiones. Cinco años es todo lo que había tomado, sólo eso. Los últimos tres ya habían sido necedad de mi parte por tratar de salvar lo insalvable. Luis ya no disimulaba su flagrante infidelidad y su excesivo derroche de dinero que yo misma ganaba. No sabía cómo había podido escoger tan mal, sólo podía achacarlo a la locura del primer amor y a todas esas fantasías románticas que, leer tantos libros de romance, me habían metido en la cabeza. Diez años después yo era una mujer cambiada, más realista y menos idealista, con heridas en el alma que todavía sangraban. Me sentía aliviada, pero a la vez destrozada. Había venido aquí porque no quería llorar frente a mis hijas, pero necesitaba desahogarme. El mar siempre me traía consuelo y sosiego. Podía pasarme horas perdida, contemplándolo, aunque sólo alcanzaba a verlo borroso, siendo difuminado por mis lágrimas. La brisa soplaba fuerte. No podía evitar pensar que, ojalá así como se llevaba mis lágrimas, se llevará también todo lo que guardaba en el corazón: mis sueños hechos pedazos, el dolor del desamor de Luis y la desilusión por mi hogar roto.
En una ráfaga de viento, mi sombrero de paja salió volando. No me moví, no me importaba en lo más mínimo. Seguí sollozando cuando, de repente, sentí que una sombra me tapaba el sol. Volteé y lo primero que divisé fueron unos pies descalzos. Eran pies delgados, largos, algo huesudos, unos pies masculinos, pero bien cuidados, los cuales yacían parcialmente enterrados en la arena. Entonces, una profunda e igualmente masculina voz, llena de una gentileza inconfundible, me preguntó...
“Disculpe, ¿esto es suyo?”
Fue entonces que mis ojos recorrieron el camino desde los pies hasta la fuente de esa voz tan llena de ternura que había penetrado mi desdicha. Tenía los ojos más azules que jamás había visto. Eso fue lo primero que pensé. Era un hombre joven, bronceado, de cabello castaño y ondulado que no podría tener más de veinticinco años. Me despejé la garganta y, apresuradamente, me limpié las lágrimas del rostro para incorporarme. Era un hombre muy alto, yo no le llegaba ni al hombro.
“Si, es mío. Gracias”.
Acepté el sombrero de la mano del hombre y agaché el rostro. Había algo en este hombre me hacía sentir vulnerable.
“Disculpe mi atrevimiento, pero la he observado desde hace rato, mas no quise inmiscuirme. Creo que su sombrero fue la señal que necesitaba para acercarme. No la conozco ni sé por qué llora tan desconsoladamente, pero si algo he aprendido en esta vida es que, a veces, tener con quien hablar, hace un poco más llevaderas las penas. Quiero ofrecerle eso. Un par de oídos que la escuchen atentamente y que no la juzgarán. Permítame invitarle un café. Me llamó Rodrigo”.
Había algo en su semblante, una gran gentileza, una suavidad en su mirada, un sincero deseo de ayudar que terminó por convencerme. Esa tarde me llevó a un café a la orilla de la playa. Allí conversamos por horas. Yo le conté mi historia. De cómo había conocido a Luis mientras estudiaba en la universidad y todo lo que había sucedido desde entonces. Él me escuchó con cuidado sin interrumpir. Cuando ya había purgado todo lo que me volvía pesado el corazón, él empezó a contarme de su vida.
Creo que quería tranquilizarme y ponerme más cómoda al ponernos en igual condición de vulnerabilidad. Me contó que él recién había llegado a la ciudad a estudiar una maestría en Finanzas, también que extrañaba a su madre y a su hermana, pero que, por el deseo de superarse para poder sacarlas adelante, había decidido seguir con su educación, aunque lejos de casa. Me confesó que por eso había venido al mar. Estaba reconsiderando su decisión de seguir estudiando tan lejos de casa. Su madre era viuda y él, su único hijo varón, se sentía sumamente responsable por ella y por su hermana menor, pero entendía también que el programa de maestría le abriría puertas y podría proveer para ellas un mejor futuro. Había trabajado mucho para ganarse la beca que le permitiría seguir con sus estudios, pero a veces desfallecía en su determinación. Estaba solo y no tenía amigos, además de extrañar mucho su hogar. Así pasamos toda esa tarde, la cual se volvió noche, platicando. Ambos nos sentíamos muy bien. Al despedirnos, intercambiamos números de teléfono y prometimos seguir en contacto.
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Al día siguiente recibí un mensaje de texto de Rodrigo.
"¿Cómo sigues? ¿Te sientes mejor?"
Así empezamos a platicar, regularmente, vía texto. Nos fuimos conociendo cada día más. A veces hablábamos por teléfono, cuando necesitábamos escuchar una voz amiga. Pasaron varias semanas así, hasta que Rodrigo me invitó a tomarme un café. Ese día caminamos por la playa, platicamos y nos tomamos un café en la cafetería a la orilla de la playa, aquella en donde nos habíamos conocido. Había pasado por Rodrigo a su universidad y, ya entrada la noche, lo fui a dejar a su modesto apartamento cerca del campus. Al estacionarme enfrente de su edificio, procedí a despedirme de él con un beso en la mejilla, así como se despiden los buenos amigos; lo consideraba precisamente eso. Pero, al momento de acercarme a su mejilla, él volteó su rostro y capturó mis labios con los suyos. La sorpresa me hizo abrir la boca, a lo cual aprovechó para poner su mano sobre mi cuello y profundizar el beso. Dios, había pasado tanto tiempo desde que un hombre me había besado así. El deseo floreció en mi vientre, recordándome que, a pesar de todo lo que me decía, constantemente, era una mujer de carne y hueso. Me besaba con un hambre que me hizo gemir en su boca. Me hacía sentirme deseada, sexy y tan mujer. Sí, no la madre ni la galardonada profesional, sino simplemente mujer, tan mujer. Me bebió el aliento e hizo de mi boca una extensión de la suya. Cuando tuvimos que respirar, soltó mis labios y, sosteniéndome el rostro con ambas manos, me miró directamente a los ojos.
“Laura, quédate, por favor”.
Ese fin de semana, mis hijas estaban en la casa de su padre, así que nadie me esperaba en casa y Rodrigo lo sabía. Lo vi a los ojos. Podía ver la sinceridad en ellos, la misma que relucía en los míos. Esa noche me dejé llevar y la pasamos juntos. Por un instante se nos olvidó todo: el mundo, nuestras familias, nuestras responsabilidades y planes, las diferencias de edad y posición. Éramos sólo Rodrigo y Laura, un hombre y una mujer.
Así comenzó nuestro idilio. Aún ahora, después de tantos años, me hacía suspirar. Fueron tantas memorias y vivencias las que pasamos juntos. Él me devolvió la fe, el gozo de vivir, la confianza en mí misma y la seguridad de que aún había hombres buenos. Nos ayudábamos mutuamente, nos escuchábamos y ofrecíamos apoyo en lo que podíamos. Éramos amigos, confidentes y amantes. Yo me volví su hogar lejos de casa y él mi refugio anhelado. Nos amábamos mucho y a pesar de todo. Aunque Rodrigo era menor que yo, él era muy maduro y respetuoso, además de ser el más apasionado de los amantes, también era el más tierno y cariñoso de los hombres. Vivimos dos años maravillosos, llenos de felicidad, pero llegó el día que habíamos previsto desde el comienzo de nuestra relación. Rodrigo terminó su maestría y era hora de regresar a casa. Quizás por eso nunca quisimos hacernos promesas. Vivíamos día a día. Ese último día lo pasamos juntos y amanecimos en la playa, viendo el amanecer y prometimos volvernos a encontrar, pasara lo que pasara.
Era así que aquí estaba, parada en esa playa, esperando por él, cumpliendo mi promesa, aunque ya había esperado más de una hora. Seguramente, Rodrigo ya me había olvidado; eso pensaba. Miré el mar, una última vez, y me presté a regresar a mi auto. Fue entonces que lo vi. No había cambiado nada y, al mismo tiempo, había cambiado mucho. Mi corazón se volvió loco en mi pecho. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas, pero no podía despegarle la vista. Se aproximó hasta estar frente a mí. Veía las lágrimas también en sus ojos. Tomó mis manos en las suyas y, por un momento, fuimos otra vez sólo Laura y Rodrigo, nada más. Me abrazó y estuvimos así por largos minutos, después me llevó a ese café en la playa que era tan nuestro.
Me contó que había regresado a su ciudad y que su hermana y madre habían estado tan contentas de volverlo a ver. Había conseguido un buen trabajo en una compañía transnacional, lo cual le permitió comprarse una casa. Su madre vivía con él, aunque su hermana no, ya que se había casado con un muy buen hombre que la hacía feliz. El también se había casado con una compañera del trabajo y estaban esperando su primer hijo en unos meses. Lo oí platicar sobre su vida. Se le notaba la felicidad y eso me llenó de alegría. Yo le conté de cómo mis hijas habían crecido y estaban en la secundaria ya. Le conté de mi éxito en el trabajo y del proyecto que actualmente ocupaba mi tiempo. Le conté de Armando, un doctor divorciado con quien estaba saliendo desde hace un tiempo, cómo era tan especial conmigo al cuidarme y al hacerme reír. Le conté, también, cómo Armando me había propuesto matrimonio, pero yo insistía en esperar hasta que mis hijas se graduaran de la secundaria. Así estuvimos varias horas platicando. Alegrándonos de las alegrías y simpatizando con las penas y dificultades que el otro había experimentado durante estos cinco años.
Llegó la noche y la hora de despedirnos.
“Te ves más hermosa que nunca. Cuídate mucho, Laura. Recuerda tu valor y sigue persiguiendo tus sueños. Eres una mujer asombrosa. Siempre daré gracias por el tiempo que te tuve en mi vida. Fuiste la forma que el Universo utilizó para hacerme crecer, para cobrar aliento. Aprendí tantas cosas valiosas a tu lado, todo ese amor que me brindaste, tan desinteresadamente, me dio la fuerza que necesitaba para seguir y el valor para afrontar lo que vendría después. Te llevo siempre en el corazón con gratitud y mucho cariño. Te deseo lo mejor”.
“ Yo también te agradezco, Rodrigo, por todo lo que me brindaste; un hombro donde llorar, unos brazos siempre listos para abrazarme, un compañero y un amigo que me dio su compañía y escucha en el que fue el tramo más difícil de mi vida. Me alegra sobremanera que hayas logrado lo que te propusiste y que, tú y tu familia, sean tan felices. Siempre te recuerdo, doy gracias por ti y pido por tu bienestar. Mi cariño y respeto los tienes siempre. Yo también te deseo lo mejor”.
Así nos despedimos y volvimos a renovar nuestra cita en el mar. Nos volveríamos a encontrar, después de cinco años más, y veríamos dónde la vida nos tendría, pero mi corazón agradecía que, lo que ya habíamos vivido, nada ni nadie podría arrancárnoslo del alma.
E.V.E
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Otoño, para siempre.
II
"General... ¡General! ¿Por qué se retrasó tanto? El portal está por abrirse. Si usted no hubiera llegado a tiempo…”. No alcanzó a terminar la oración, cuyo final sabíamos hubiera tenido matices apocalípticos. "Soren se habría horrorizado de haber sabido lo que ha venido hacer aquí. ¿Por qué habría de darle el corazón de nuestro pueblo, la última esperanza por sobrevivir, a alguien que nos había traicionado?”, casi podía escuchar su pregunta incrédula en mi cabeza.
Alana no había cambiado nada, aún en esta encarnación conservaba toda su belleza; su inocencia y su candor seguían presentes en sus verdes ojos. Me había quedado más de lo que hubiese sido prudente, pero es que no podía despegarle los ojos. Ella, mi mal logrado amor, y quien había sido sacrificada por el bien de los nuestros, pero, al mismo tiempo, había sido tildada como la más infame de las traidoras en nuestros libros de historia —aunque eso sólo el consejo y yo lo sabíamos—. A petición suya, sus valientes acciones y sacrificio permanecían en el más absoluto de los secretos. Me corroía el alma oír a la gente hablar, con odio en sus voces, sobre ella, así como escupir al mencionar su nombre. Mi bella Alana, tan sabía, tan valiente y yo... la maté... al arrancarle el cristal de Khaladar del pecho para salvar a nuestro pueblo. Todavía recuerdo a la luz extinguirse de sus ojos.
Los cristales de Khaladar contienen la energía mágica de un individuo y están conectados a nuestro corazón. Arrancárselo a alguien era considerado el peor de los crímenes, pues resultaba en una muerte dolorosa e irremediable. El de Alana tenía un poder increíble, ya que, al ser la última del linaje de sacerdotisas de nuestro pueblo, la hacían poseedora de una energía extremadamente purificadora y vivificante, algo que no sabíamos al momento de conocernos.
La guerra con los Quirzon había agotado nuestros recursos. Estábamos condenados al exterminio o a la extinción; ambas muertes inevitables con la sola distinción en el tiempo que necesitaban para producirse. Eran estos portales mágicos nuestra única salvación, pues mediante ellos podíamos hallar mundos de los cuales recolectar energía para recargar nuestros cristales y seguir luchando. Cuando los Quirzon drenaron la energía del PortaCristal atestaron un golpe mortal a nuestro pueblo, mas, el sacrificio de Alana logró recargarlo. Sin embargo, su energía ha comenzado a menguar desde hace un par de años. Los ancianos y yo creemos que tiene que ver con la reencarnación de Alana, pero no tenemos información suficiente para comprenderlo. Por ello es que vine aquí, para averiguar la razón, pero jamás me imaginé que me iba a sentir tan fascinado al verla y al darle el último pedazo del cristal de Khaladar que había latido con su corazón.
Era hora de regresar a casa y darle mi reporte al consejo. La neblina pronto se disiparía y el portal quedaría al descubierto. Los portales eran cada vez más inestables y las sacerdotisas tenían problemas para controlarlos. Oré por que esto funcionará y que nuestra corazonada fuera acertada: que, de algún modo, el último pedazo de Khaladar sería capaz de reconocer a su dueña y cobraría vida de nuevo. Pasara lo que pasara, estaba seguro de que volvería a Alana pronto. La verdad, no quería separarme de ella ni un instante, pero el consejo me había llamado a casa y debía acudir a dar mi reporte, además de ayudar a estabilizar el PortaCristal —cosa que cada vez requería más energía—. “Nos vemos pronto, Alana, amor mío, espérame”, murmuré y atravesé el portal que me llevaría de vuelta a Kalhadar y a su cielo índigo de dos lunas.
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III
¿Seguía soñando o estaba despierta? Alana abrió los ojos para toparse con el anillo que, el hombre tan extraño que había conocido en el café, le había dado el día anterior. Parecía un anillo de plata común y corriente, engarzado con una piedra transparente que, probablemente, era zirconio o cuarzo. No podría ser un diamante, ya que era demasiado grande para serlo y dudaba mucho que hubieran extraños que fueran por ahí, regalando anillos de diamantes a diestra y siniestra como si fuesen chocolates. Lo tomó en sus manos y lo examinó con cuidado. No parecía nada fuera de lo común, excepto que estaba grabado con unos símbolos extraños en la parte interior de la banda. ¡Qué encuentro más bizarro! El día anterior, el extraño desapareció en la bruma y, pese a haberlo buscado por espacio de media hora, no había logrado dar con su paradero. Preguntó a los empleados del café si alguien lo conocía, pero era la primera vez que alguien lo veía. Alana esperó, por un buen rato, para ver si regresaba, pero no lo hizo. Había sido imposible seguir escribiendo por lo que regresó a su casa. Igualmente bizarro había sido el sueño que había tenido esa noche. Era una plétora de imágenes disyuntivas; sangre, caos, una luz refulgente, dolor y esos ojos de un inconfundible azul zafiro, mirándola llenos de lágrimas.
Viendo el reloj que ya vaticinaba la llegada tarde a su trabajo, Alana se levantó de un salto de la cama. Dejando atrás todas sus preguntas y preocupaciones en el ajetreo de la mañana. Llegó a su trabajo, en el despacho contable, con cinco minutos de retraso. Por suerte, su jefe todavía no llegaba. Se apresuró a encender la computadora y a revisar los correos que le habían entrado a su bandeja, procediendo a continuar con las partidas que había dejado por anotar en el sistema contable. El día transcurrió como era lo usual, sumamente ocupado. El modesto despacho contable en el que trabajaba le llevaba la contabilidad a varios negocios pequeños del pueblo por precios muy módicos, por lo que la oficina estaba atestada de trabajo.
La hora de salida llegó antes de que se diera cuenta y, con un gesto de despedida, les dijo hasta pronto a sus compañeros de trabajo y se dirigió al café de la montaña. En su bolsillo cargaba con la cajita que contenía el anillo que el atractivo extraño le había dado. Caminando por el sendero que llevaba al café, se llenaba de tranquilidad, mientras respiraba y, de vez en vez, se detenía para mirar hacia las nubes y meditar un poco. Estar en contacto con la naturaleza la energizaba. Podía escuchar esas melodías que producían las hojas al chocar con la fugacidad del viento que envolvía, de repente, a los árboles, así como sentir el nacimiento y crecimiento de la grama, mientras el olor a invierno le acariciaba la nariz con el aire que respiraba.
Ya estaba llegando al café cuando sintió algo. Era difícil para ella describirlo, pues, de pronto, se percibió envuelta en un escalofrío que, al mismo tiempo, le hacía vibrar la piel. Esa energía parecía proceder de la dirección en donde se podía ver un claro en la profundidad del bosque. Por lo general, Alana no era una persona curiosa y bien hubiera ignorado ese sentimiento, pero era demasiado fuerte para ignorarlo. Parecía como si fuese una ligadura de hierro y ella un magneto. Fue así que, jalada por la fuerza que emitía el claro, se adentró en el bosque, hasta donde la luz de la luna iluminaba. Había una formación rocosa en el centro, en cuyo reflejo la luz de la luna parecía un espejo. De repente, le pareció ver que brillaba con una luz verde. En ese preciso momento sintió que una mano le amordazada la boca y un aliento caliente le humedecía el oído.
“Por Kandar, ¿cómo demonios nos halló Quirlon aquí? Debió haber perdido energía el escudo. Alana, escúchame, no tengo tiempo de explicarte. Necesito que confíes en mí, por favor.”
El pánico la embargaba al ver que, sobre las rocas, se abría un hoyo resplandeciente de energía verduzca y por el que tres hombres, muy altos y delgados, salían de él. Sin embargo, algo la hacía sentir confiada también, y eso lo provocaba el hombre que, con mirada suplicante, la observaba.
“Debemos correr. Por favor, no grites. Voy a soltarte la boca. Asiente con la cabeza si entiendes lo que te estoy diciendo”.
Alcanzó a asentir con su cabeza y él, sin mediar otra palabra, la tomó de la mano y procedió a correr hacia lo más profundo del bosque. Así corrieron por varios minutos hasta quedarse sin aliento. Por fin, tomaron asiento bajo el abrigo de un gigantesco abeto.
“¿Quién es usted y quiénes son esos hombres?", Alana le preguntó al recuperar el aliento.
“Soy Valdar y ése era Quirion y su secuaces. Deben haber seguido el rastro de energía del portal hasta aquí. Lo siento, Alana. Lo último que quería era traerlos hasta ti.”
“¿Por qué me llama Alana? Mi nombre es Alina. Creo que me ha confundido con alguien más".
Procedió a sacar la cajita que contenía el anillo de su bolsillo y lo abrió para entregárselo cuando, repentinamente, se le cayó de las manos. Se arrodilló de inmediato a buscarlo, pero, su mala suerte era tanta, que se cortó la mano con el filo de una roca mientras lo buscaba entre la hojarasca; aun así, lo encontró y, al levantarlo, extendiendo su mano hacia el extraño que la miraba, se percató de la expresión de asombro que éste tenía en el rostro.
Un poquito de sangre había caído sobre la piedra, pero Alina no creía que su aversión a ella fuera tanta para ameritar la expresión en su rostro. El anillo seguía igual. El extraño despegó los ojos del anillo y la miró directamente a los ojos. Esos ojos parecían dos pozos azules profundos, en cuyos yacían innumerables secretos que la amenazaban con tragársela entera. De repente, el extraño se desabotonó la camisa. Yacía sobre su corazón una pequeña gema que resplandecía con una luz rojiza. Los ojos de Alina debieron haber delatado su asombro al ver cómo la gema cambiaba a un color violeta y después un profundo azul.
“¿ Qué miras?”, le preguntó el extraño.
“Es muy curioso cómo cambia de color”, Alina le respondió.
“En Kandar, de donde provengo, los cristales que tenemos en el pecho son incoloros para todos, excepto para aquel o aquella con quien hemos establecido un vínculo de alma. Esa persona puede ver los colores de nuestras emociones reflejados en ella. Así como tú ves los mios, yo veo los tuyos, Alana", le dijo, mientras la miraba con el peso de un siglo de dolor en su mirada.
"Ya le dije que mi nombre no es Alana es Alina".
“Tú eres mi Alana y esto lo confirma. No sólo que tú puedas ver los colores de mi cristal, sino que yo pueda ver los del tuyo”, sostuvo su mano en la suya y tomó el anillo entre sus dedos. “Refluye de un profundo gris casi negro, porque estás confundida y temes, pero también veo un destello azul. Tu alma recuerda la mía".
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E.V.E
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En voz de Soledad
"Déjalo libre. Déjalo ser. Un hombre como él no ha sido hecho para atarse a los instintos de la piel.
Ha sido mío desde que en mis manos ha encontrado el cobijo que el mundo le ha quedado a deber.
No hay ni habrá mujer de carne y hueso que pueda amarlo; está hecho de pureza, de amor, de ternura y egoísta querencia, como ese niño que, al crecer un poco, pide que le amen sin ponerle resistencia.
Mujer, dedícate a amarlo de lejos, no le incomodes con tu moral, que su destino está atado al de los dioses, y en ése no entra ningún mortal.
Y él florece, como florecen las rosas, después de una nevada al comienzo de la primavera”.
— Esu Emmanuel©
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El nombre de Ella
¿Recuerdas?
La única voz que gobernaba en tus entrañas era la de Ella. Mujer de ensueño, de aroma a gardenia, de piel de noche y mirada de estrellas.
¡Qué bien se siente sonreír al volver a mirarla!
Que mi locura no escatime en silencios ni en juramentos ante la hoja blanca, mientras sea su nombre el que me tome de la mano y, en mis líneas, se deshaga.
Mujer de tantos nombres y tantos rostros. Pero, en todos y en cada uno, mía… toda mía.
Que más que poeta, sueño, y lo hago por ella, y con ella… Niña de encanto, de fulgor en Rosa y esencia sincera. Mujer de honestidad in crescendo, ataviada de lirios, de plumas y de vicios sinceros; como una copa de vino siendo embebida por unos labios, por el frío, entumecidos.
Soy demasiado puro para amar lo tangible, lo finito, lo mortal. Yo nací de un sueño y, en ese sueño, sólo habita Soledad. Ella, en su intangibilidad, me nombra. En su infinitud, me bendice. En su inmortalidad, me crea.
Es Ella y sólo Ella la dueña de mis manos, de mi silencio, de mi tinta y mis letras.
— Esu Emmanuel©
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Aprovechó el momento y escapó. Saltó al cielo buscándolo, sentía un jalón en la muñeca, era el cordón rojo el que la llevaba por el aire, la subía, haciéndola dejar atrás las colinas y montañas, y el mar verde que cantaba lleno de gozo por el abrazo del Sol, al cual ella era elevada.
Alto, más alto, subía y, al pasar por las nubes, al más profundo azul del alto cielo, se le enredaban trozos de ellas en el cabello, como cintas trenzándose en su larga cabellera. Estaba en el borde, donde el etéreo silencio celeste se encuentra con el bullicio de la vida, y se quedó allí un momento, suspendida, con los brazos abiertos y los ojos cerrados, queriendo empaparse de lo sublime que tocaba cada centímetro de su cuerpo. Sintió, de repente, que el cordón de la muñeca la jalaba. Sonriendo se dejó llevar, feliz de saber que él la pensaba, que la llamaba. Su alma se alegró y cobró la velocidad que sólo puede imprimir la felicidad más absoluta. Al bajar, vio a los pájaros curiosos volar junto a ella; querían ver por qué estaba tan feliz ese ser que, aun sin alas, se atrevía a surcar el cielo.
Bajando esta vez por en medio de las nubes y, al ver que se volvían más grandes las cosas que parecían tan pequeñas desde el cielo, se percató de que se había olvidado de su pequeñez. Al acercarse vio algo que brillaba como una estrella blanca, era la pluma plateada de un ángel, olvidada en una nube, probablemente del lugar en donde había estado descansando y observando a la humanidad. Estiró la mano lo más que pudo, atrapándola y pegándosela en el corazón, mientras descendía hasta donde estaba el anhelo de su alma. Su forma astral se materializó junto a él. Estaba en aquel café al que siempre le gustaba ir, sentado, observando el horizonte donde el mar besa al cielo, y pensaba en ella. Libreta abierta, lápiz empuñado y dispuesto, pero pausado, mientras su alma se derramaba.
Brillaba el cordón rojo en su muñeca y palpitaba destellos llegando al de ella. Ella lo contempló con infinita ternura y, por un momento, se quedó allí, sintiendo palpitar el cordón que los unía. Cerró los ojos y dijo una oración, mientras sostenía la pluma del ángel en su pecho. Caminó unos pasos hasta él y se la puso en el bolsillo de la camisa, justo sobre su corazón. En ese momento él miró hacia arriba directo a sus ojos y se tocó el pecho con sorpresa, poniendo su mano sobre la etérica de ella.
En ese momento, refulgió como un Sol el cordón que los unía y ella despertó sonriendo.
e.v.e.
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Incienso de amor.
Se ha vuelto la locura del papel,
la humedad de la tinta
y las líneas delicadas de una pluma
que no quiere dejar de danzar la melodía del amor.
Es el espacio tibio
que bombea la sangre
que me corre por las venas,
el temblor de mis manos
y el brillo que contienen mis pupilas;
la voz que me gobierna,
la que me susurra,
la que me ordena
que mi camino es amar todo lo que es Ella,
así llore…
ría…
grite…
o calle…
Mis brazos,
mi pecho,
mi cuerpo
y mi ser
han de estar dispuestos
para colmarla de placer.
El alma me late al ritmo de sus formas
y de sus emociones…
Ya no es mía, sino de Ella…
¡Benditos clamores!
Si hay un gozo en el mundo,
ése yace en sus labios,
ahí en esa tersura sonrosada
e inundada del dulzor tibio que me gusta beber.
Y es que le he preguntado al viento
cómo es que ha traído a mi nariz
el dulce aroma de su aliento,
si ya lo respiro… lo trago… y lo siento.
¡Su perfume es de mi alma el incienso predilecto!
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— Esu Emmanuel©
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(Esa calma bonita que me da tu alegría, que se estira en mí a tu sonreír)
Al pie del arroyo, las piernas se mecen entre la caída y el espacio. Amarro mi cabello entre las puntas de mis dedos, no puedo evitarlo; se abren como un ramillete de flores rojas, como un zumbido entre mis labios a la miel y a mi sed al pronunciar tu silencio.
Observo a través del agua cómo se balancea una semilla de ababol en mis mejillas, escurriéndose al compás de un rayo del sol naranja, y la miel se enreda entre mis alas.
Me acerco a ti, se rozan mi voz, el latir, tu aroma, el mar y la brisa. Me miran tus ojos —esa mirada del alma— y hablan las palabras con una sonrisa que como nieve cuelga de un besito tuyo en mi nariz.
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Ocaso Inefable.
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Luciérnagas mojando sus alas en espuma de mar,
tus labios entrelazados a la miel,
la nieve como un titilar en mis hombros,
la espuma de la savia en la flor abriendo el mar;
y, como un manto, brillando las estrellas.
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Ocaso Inefable.
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Otoño, para siempre.
Ya se deshojaba el año, las hojas del calendario ya eran apenas tres que se aferraban a la pared. El frío invernal era la promesa de una caricia en el viento que cada vez helaba más. El equinoccio dio rienda suelta a la noche que a diario ganaba más minutos sobre el día, y yo sólo podía suspirar. Me gustaba esta época del año, cuando ya podía usar suéter, botas y bufanda. Amaba el olor del petricor que se asomaba debajo de la alfombra de hojas multicolores que tapizaba el suelo. Los olores a canela, manzanas y caramelo, a clavos de olor, vainilla y nueces hechizaban a mi nariz y paladar. Es por eso que había venido a esta pequeña cafetería a la orilla del bosque. Era un destino popular para turistas que venían a los senderos de la montaña a correr, caminar o andar en bicicleta, pero ya de noche se convertía en un lugar de reunión para los lugareños. Fue así que llegué a sentarme en la cómoda butaca de la esquina que, si fuera cuestión de uso, prácticamente tendría mi nombre impreso en ella. Había sido un día cansado. Mi jefe había estado sumamente tenso y exigente hoy por lo que yo necesitaba relajarme. Este era mi lugar favorito pues la dueña ya me conocía y me dejaba quedarme por horas, aunque lo único que comprara fuera un pequeño chai. Ella sabía que ni mi trabajo como contadora de día ni mi oficio de aspirante a escritora por las noches dejaban mucho dinero en mis bolsillos. En realidad sólo había publicado un cuento una vez en la revista de mi pequeño pueblo, el cual yacía anidado en una vasta cordillera de montañas, y apenas por un pago simbólico. Ya se miraban las estrellas refulgir en el cielo por entre las ramas de los pinos. Una bruma densa empezaba a cubrir la montaña, pero yo no me percataba de ello pues estaba concentrada releyendo lo último que había escrito en mi libreta: el siguiente capítulo de mi novela. Sólo llevaba dos, pero en mi mente ya era una novela.
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Estaba con el lápiz en la mano a punto de editar y añadir cuando algo llamó mi atención. Sentí una electricidad recorrerme y erizarme la piel. Fue tanto el sobresalto que volteé a ver hacia arriba... Allí estaba él con sus ojos fijos en mí.
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Tuve la gracia de bajar la mirada, pero estoy segura el furioso rubor de mis mejillas delataban lo alterada que me sentía bajo el escrutinio de esos ojos tan azules que parecían zafiros. Vestía un atuendo completamente negro que contrastaba con su cabellera de un gris plateado, el cual me recordaba al madreperla. Era raro ver el contraste con su rostro pues éste no tenía ni una sola arruga.
Estaba ocupada pensando que podría ser alguna moda entre los jóvenes y de la cual no estaba enterada. Y digo jóvenes porque a pesar de que yo no había llegado ni a mis treinta años ya me sentía antigua, como si el peso de muchos años ya estuviera sobre mi espalda. La verdad no tenía amigos de mi edad; no los entendía y mucho menos tenía algo en común con mis contemporáneos. Creo que por eso escribía. Era una forma de expresarme y conectarme, de verter ese peso que sentía en el alma. No sé cómo explicarlo, pero desde temprana edad las hojas me llamaban.
Cuando levanté los ojos ya estaba frente a mí y a la par de mi butaca. Sus ojos brillaban como dos zafiros estrella bajo la luz de la luna. Su mirada me cautivaba, me absorbía, me dejaba sin aire; así de intensa, y de profunda,
"Disculpe, ¿lo conozco?"
Él emitió una sonrisa llena de melancolía y ternura a la vez. No podía despegar de su rostro mis ojos. Mi corazón latía tan fuerte y rápido y no sabia porqué.
"¿Sabes? Quería verte. Al menos por un instante, necesitaba saber que estabas bien. Han pasado más de cien años para mí pero el tiempo nunca ha podido hacer mella en ti. Te reconocería en cada vida, en cada espacio, Siempre tus hojas. Sabía que no abandonarías esto tan tuyo, por eso te busqué en ellas. Sabía que te encontraría si tan sólo tenía fe."
Estaba tan sorprendida por sus palabras que no me percaté de lo que dejó en la mesa frente a mi. Con eso se dio media vuelta y salió por la puerta. Al ver que se iba automáticamente tomé el objeto y me paré para ir detrás de él. Era un anillo que quemaba mi mano como si fuese de luz estelar.
Cuando salí por la puerta, él ya se había desvanecido entre la densa neblina...
E.V.E
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En silencio lo miraba, así como lo hacía al desgranarse el carboncillo —ésa molienda del corazón entintando la página—. Se deshacía entre sus líneas como moléculas de agua que se evaporan y se condensan, elevándose al cielo para formar nubes blancas. Leerlo era sentir su angustia, su deseo, sus sueños e ilusiones. Sus líneas eran como el fuego que le quemaba las pupilas y, a veces, el agua mansa que le calmaba el corazón; en ellas anidaban los pájaros que, entre sus ramas y en sus raíces, sentían a la tierra palpitar. Era como una sinfonía de vida que fundía la luz con la oscuridad. Era hermoso ver la honestidad de su entrega y la humildad con la que se vertía en silencio, sin fanfarria, pero con total devoción; allí aguardaba paciente a que llegaran los ojos que estaban destinados a abrazarle el alma, ya que él la dejaba escrita en la página como si fuese una parvada de golondrinas en espera para alzar el vuelo a otro corazón.
e.v.e.
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Tal vez el mundo se ponga en contra de nosotros. Probablemente el sol ya no quiera entibiarnos o la luna desaparezca ante la química de nuestros besos. Es probable que no les guste el amor que nos tenemos, pero… Vida mía, no necesito del mundo, ni del sol, ni de la luna o las estrellas desde que tú me has otorgado el universo de tus ojos.
—PalomaZerimar.
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Yo sabía que nuestro amor no iba a ser para siempre. Los sueños son efímeros y es parte de lo que los hace sueños. Un día lo dejaría ir y ambos lo sabíamos aunque nunca lo mencionábamos. Él era una locura, una fantasía hermosa, la ilusión más bella pero no un para siempre. Mi corazón necesitaba eso que él no podía darme, estabilidad, seguridad. Siempre la había deseado pues mi vida siempre había sido un caos. ¡Que irónico que el hombre que amaba deseara el caos que a mi me sobraba y yo añoraba la estabilidad que él siempre había tenido! Éramos dos lados de una misma moneda, hechos de lo mismo, de la misma materia, unidos pero siempre separados, uno viendo la luz, y otro a la oscuridad. Él no era de quedarse. ¿Cómo le pides a una golondrina que llegado el invierno no emprenda el vuelo? El era de mil veranos, de amores intensos pero fugaces, solo una vez hechos recuerdos podían perdurar en su corazón. Algún día yo sería uno de esos recuerdos. Esperaba que al menos mi tiempo con él le dejara flores únicas y hermosas en el jardín de sus memorias. Esperaba que mi despedida fuera en el momento justo, después de entregarle lo que había venido a darle. No quería prolongar mi estadía hasta que el verano se hubiera vuelto un frío invierno, en el cual las bellas memorias se hubieran marchitado y el dolor aflorará como copos de nieve que quemaban al tocar la piel. Cuando sus ojos ya no me miraran con la misma magia, y sus brazos ya no me abrazaran con la intensidad de su alma hecha anhelo esa sería la señal de que el verano se volvía invierno y sería momento de partir. Sé que llegado el momento él no me pediría que me quedara, éramos demasiado parecidos, amantes de la libertad y el viento. Me abrazaría, lloraríamos juntos, y me dejaría ir, y por eso él es el hombre al que amo y al que amaré por siempre.
e.v.e.
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Sus labios, mi recuerdo. Si cierro mis ojos es justamente por eso, porque lo beso, porque lo amo, porque lo tengo grabado en el tañido de mi corazón. Y no importa el tiempo, porque realmente no hay un tiempo, aquí adentro en mi mente, en mi alma, el tiempo murió cuando él tocó la piel de mi boca… Entonces me conectó a la eternidad con la que está tejido su amor… Fue así que pude entender que sí existen hombres que se entregan en un ósculo, en una caricia, en una mirada, en una lágrima. Y yo me quedo con él… Aunque él decida no quedarse conmigo.
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PalomaZerimar.
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Llegaba el otoño. Caían las hojas en una interminable espiral pintadas de todos los colores del sol. Ya soplaba un gélido viento que las levantaba al caer y cuáles olas se estrellaban contra mis pies. Se escapaba el calor, el verano se escurría en todos los colores que se iban difuminando como la tiza que los niños usan para pintar en el pavimento después de caer un aguacero. Era mi costumbre venir todos los años a este parque el último Domingo de este mes en el cual caían las hojas. Así lo encontré, en el parque esa tarde, mirando para abajo, cautivado por el remolino de colores que tapizaba el suelo. Extrañamente yo siempre he preferido ver para arriba. Me gusta ver el lento descenso de las hojas en el viento, como algunas caen más deprisa y otras más lento, y más que nada observar el momento cuando con cierta melancolía pero absoluta certeza se separan del árbol para lanzarse al vacio. Lo observé con un interés casi clinico. Era una curiosidad para mí este muchacho. La mayoría de las veces la gente camina por el parque y rara vez se detiene a observar, solo los niños parecen no olvidar el gozo que hay en las cosas más sencillas, y por eso en su inocencia poseen una riqueza inmedible. Estaba sentado en una banca de metal que estaba apoyada sobre el tronco de un árbol de maple. No emitía sonido y solo alcanzaba a verse los zapatillas desgastadas que se ahogaban en un mar de hojas. Era muy curioso pues no se movía, ni emitía sonido. Eso no es muy común verlo en nadie por lo cual llamó mi atención. En su lenguaje corporal se advertía una tristeza profunda, de esas que calan en el alma y te cambian para siempre la mirada. Me preguntaba cuál sería su historia . ¿Que habría podido provocar tal tristeza que se le leía incrustada en sus huesos? Sentía una extraña empatía hacia este extraño, una atracción que no entendía, que me revolvía las entrañas con muchas cosas a las cuales no podía ni ponerles nombre pero que me llenaban la garganta y me dejaban un nudo que hacía doloroso el respirar. No podía dejar de mirarlo. Se que él sentía mis ojos sobre él pero nunca me miró. Prefiero seguir viendo hacia abajo, hacia las hojas que ya besaban sus zapatillas. Así estuvimos por espacio de media hora. Finalmente se levantó. Se sacudió las hojas de sus zapatillas y me miró. No puedo del todo expresar lo que fue verlo directamente a los ojos. Fue con un golpe directo al plexo, un gozo inmenso que se ahogaba en dolor al mismo tiempo. En sus ojos verdes había tanta vida pero también tanta melancolía que me cortaba, me dolía y sangraba. Por un breve instante el tiempo se detuvo y solo eramos él y yo y el bailar de las hojas. Nunca lo volví a ver y sin embargo cada vez que empiezan a caer las hojas lo recuerdo. A ese joven que me regaló el otoño en un instante en su ojos.
e.v.e.
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Beloved Sun of My Heart, 
on you I rest my sacred 
stars and warm my soul 
until the soft moon of dreams 
sings love awakening 
the white of the breath of 
my life that unites 
with your goldenness. 
You dress me in clouds 
and in sunflower smiles 
while my hair shines 
as you kiss my forehead.
My skin glows and blooms 
beneath the light of your 
gaze while my wings glisten 
as the wind of the angel sighs 
of your eyes make them 
flutter until I float high 
before you as that sparkle 
that never ceases to shimmer. 
I wrap you, my sun,
in the rainbow sea of my hair 
to build you a nest 
of softness from the warmth 
instilled in me for you to 
rest your head on my chest 
as my heart secretly 
whispers a sunflower
lullaby to you in that 
twilight of charmed silence
where purity sleeps and 
understanding gleams in 
the misty veil of our haven 
right next to the preciousness 
of those colors that dance 
surrounding us in the 
tenderness of their desire 
to be near the magic 
that is you and me that
blushes the sky that
holds our infinite dreams. 
There,my dear, I eternally
hug all that you are 
gently with the blessing
of all the love of the 
universe that is me.
-J.Wool,Sunflower Lullaby
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I love you to look at me...
I love to talk to you with my eyes,
with my smile,
with that glow of my soul
that is warmth in my chest
and that becomes yours too
when you embrace me.
I love to look at you...
I love to feel that you enter through my retinas
like a warm and soft light
that does not blind, but illuminates
every cell of my eyes,
making me able to see,
not only the divinity that you are
and carry in your breast,
but to see me
as the perennial beat
that makes your heart dance.
I love you to see and feel
what you are for me,
that you see yourself reflected in the pure mirror
of my eyes and of my heart...
I love your being entirely
and entirely you throb in me.
I love to be the electric spark
that causes your heart to beat,
the blood that pumps
through your veins,
the air you breathe
and cleanses your lungs,
nourishing you with life and health...
I love to be the intention of your voice,
the warmth of your tongue,
the taste of your taste buds,
the sincere word;
the effect and the reason of your love.
The sublime peace that crowns me
knowing that I am well loved,
the endless gratitude that beautifies life by having you with me,
the joy of knowing that I am the happiest
and satisfied of women
to have the blessing of your love,
the endless fullness that is to feel you in me.
It is that love that is the father of your peace,
which is mine...
And so, as I crown you with the joy
of knowing you are loved,
I am satisfied to be the knight
who carries in his hands the ring
of this love,
for what you carry in your bosom,
I carry in my heart as well.
I am so much yours
that my soul has become your name
and my spirit prays at your feet.
With all the passion
that my blood can feel
I have given myself to this union
that can never die.
The truth that you speak
resonates in my being and is kept
where the eternal is in me
as much mine as yours already.
I have given you everything,
joyfully, in all freedom,
I have surrendered myself to this love
so blessed and sublime.
Your prayer unites with mine
and to heaven they fly like incense
that the angels smile
as they feel their wings perfumed.
What a sweet surrender so total!
That there is no death,
only life that beats eternity.
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— E.V.E & Esu Emmanuel©
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Amo me mires...
Amo hablarte con mis ojos,
con mi sonrisa,
con ese brillo de mi alma
que es calor tibio en mi pecho
y que se vuelve tuyo también
cuando me abrazas.
Amo mirarte…
Amo sentir que entras por mis retinas
como una luz cálida y suave
que no ciega, pero ilumina
cada célula de mis ojos,
haciéndome capaz de ver,
no sólo la divinidad que Eres
y llevas en el pecho,
sino de verme a mí
como el perenne latido
que hace danzar a tu corazón.
Amo veas y sientas
lo que eres para mí,
que te veas reflejado en el puro espejo
de mis ojos y de mi corazón…
Amo tu ser enteramente
y enteramente lates en mí.
Amo ser la chispa eléctrica
que provoca el latido de tu corazón,
la sangre que bombea
a través de tus venas,
el aire que respiras
y limpia tus pulmones,
alimentándote de vida y salud…
Amo ser la intención de tu voz,
el calor de tu lengua,
el sabor de tus papilas,
la palabra sincera;
el efecto y la razón de tu querencia.
La paz sublime que me corona
al saberme bien amada,
la gratitud sin fin que embellece la vida al tenerte conmigo,
la alegría de saberme la más dichosa
y feliz de las mujeres
al tener la bendición de tu amor,
la plenitud sin fin que es sentirte en mí.
Es ese amor el padre de tu paz,
que es la mía…
Y así, como te corona la alegría
de saberte amada,
me satisface ser el caballero
que lleve en las manos la argolla
de este querer,
pues lo que llevas en tu seno,
lo llevo en mi corazón también.
Tan tuyo soy
que el alma se ha hecho de tu nombre
y mi espíritu ora a tus pies.
Con toda la pasión
que mi sangre puede sentir,
me he entregado a esta unión
que jamás podrá morir.
La verdad que hablas
resuena en mi ser y se guarda
donde lo eterno es en mí
tan mío como tuyo ya.
Te he entregado todo,
gozosa, con toda libertad,
me he rendido a este amor
tan bendito y sublime.
Tu oración se une con la mía
y al cielo vuelan como incienso
que los ángeles sonríen
al sentir sus alas perfumar.
¡Qué dulce entrega tan total!
Que no hay muerte,
sólo vida que late eternidad.
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— EVE & Esu Emmanuel©
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